La garganta me quema, los pulmones y hasta las piernas, pero no me detengo hasta que llego al estacionamiento. Mis jadeos tupen mis oídos, no escucho nada más que los latidos furiosos de mi corazón y el temblor en mis rodillas amenaza con hacerme caer al suelo de cara. Pero ni siquiera eso lograría detenerme. No puedo seguir aquí, tengo que ir con él. Tengo que saber cómo está, verlo, gritarle si es necesario que esto no quedará así, que me equivoqué de la peor manera y que estoy dispuesta a compensar cada palabra hiriente que le dije por impulsiva, por haberme sentido horrorizada. Llego al auto dando tumbos y cuando voy a abrir la puerta del piloto me doy cuenta que no traigo conmigo las llaves. —¡Maldición! ¡Maldición! —lloro, golpeando el cristal como si fuera capaz de romperlo