POV Zeus
Salgo de mi auto y me ajusto la corbata a medida que avanzo sin detener mi camino. En mi otra mano llevo mi café n***o, bien fuerte, para tomármelo en la soledad de mi oficina y así comenzar mi día. Mi reloj marca las seis en punto de la mañana. Puntual como siempre.
Ingreso por las puertas de emergencias, dándole los buenos días al guardia de seguridad de turno, quien inclina levemente su cabeza respondiéndome los buenos días en tono amable. Sigo mi camino, saludando a cada enfermero con quien me topo, respondiendo los buenos días de cada enfermera que desde hace años me conoce.
La mañana parece tranquila, aunque estoy seguro de que mientras más me acerque, mayor movimiento habrá en el personal.
En esta área de la clínica nunca hay paz. Cada día, ya sea de mañana, tarde o de noche, siempre hay enfermeras caminando apresuradas de un lado a otro para atender alguna emergencia. Siempre hay especialistas salvando vidas y como nunca puede faltar, algún familiar nervioso queriendo respuestas siendo calmados por las enfermeras hasta llevarlos a la sala de espera.
Sonrío para mis adentro al ver que hoy lunes, no será diferente.
Veo a la enfermera Janet yendo apresurada hacia una de las habitaciones y desde la distancia, me desea los buenos días. Veo a través del cristal al doctor James, junto a dos enfermeros, atendiendo de manera ferviente a un hombre que sangra por la pierna. Veo a Jordan acercándose a mí, dándole un trago a su vaso de café.
—Buenos días, doctor West —me dice al llegar al frente, dándome una mirada divertida a su alrededor—. Te hubiera encantado estar aquí a las tres de la mañana, la operación fue todo un reto, pero pudimos salvarla.
Niego y choco mi vaso de café con suyo, extendiendo los buenos días. A las tres de la mañana ingresó una mujer de sesenta años, presentando un aneurisma cerebral, el que se tuvo que intervenir de manera quirúrgica y de inmediato. Lástima que no estuviera de guardia y aunque me hubieran llamado, esperar por mí iba a ser tiempo perdido. Tiempo que la paciente no tenía, porque estaba en riesgo su vida.
—Eso es lo que realmente importa —digo con firmeza y mi colega asiente, acercándome con él al mostrador donde están las encargadas de mantener orden legal en este lado de la clínica. Las tres enfermeras con más de quince años de experiencia me dan los buenos días con una gran sonrisa—. ¿Cómo está la paciente?
—Estable, West.
—Y tú, ¿cómo estás?
—Después de cuarenta y ocho horas de guardia y una cirugía de emergencia de último momento, estoy jodidamente cansado, pero al menos estoy, West.
Las enfermeras se ríen, él les guiña el ojo y retoma su café. Únicamente lo dejo tener ese trato pícaro con ellas, porque las tres juntas podrían ser las abuelas de Jordan. De ser unas enfermeras jóvenes, él no estaría sonriéndoles como lo hace.
Tampoco estaría aceptándoles galletas caseras.
—¿Y tú? —inquiere al terminar de masticar—. Te veo fresco…
—Es el efecto de hacer ejercicios a las cinco de la mañana, una ducha fría, un traje sin arrugas y perfume. Inténtalo al llegar a casa. Después de cuarenta y ocho horas aquí, te ayudaría —espeto con cierta burla viendo a mi colega ensanchar la sonrisa.
Jordan acorta la distancia, sonriéndome con sus perfectos dientes y mirada divertida.
—Eso solo lo hacen los doctores aburridos como tú, West —murmura—. Los doctores como yo, después de haber salvado una vida y procurar que unas quince más no se pierdan, llegamos a casa a follar con una mujer. Y luego de eso es que nos duchamos para poder dormir plácidamente como un bebe hasta la siguiente guardia. Después de años aquí, dejando tu alma en cada rincón de este lugar, deberías de intentarlo al llegar a tú pent-house. Eso sin duda que te ayudaría, amigo.
—Mis días son perfectos tal cual como los he planificado desde hace más de cinco años.
Se inclina un poco más.
—Todo hombre merece un poco de diversión, West. Sobre todo si esa diversión tiene cuerpo de mujer.
Aprieto mis dientes cuando me guiña el ojo, cuando me palmea el hombro y se va con esa sonrisa descarada en los labios, alejándose de mí, no sin antes reírse con burla.
Veo con mirada impasible a mi colega alejarse bastante animado, como si tener cuarenta y ocho horas sin dormir fuese lo más normal para él. De todos, es el único que está casi a mi nivel con respecto a las horas de trabajo sin desfallecer.
Una vez hicieron un cuadro del uno al diez con el máximo de horas que cada uno puede soportar al estar de guardia sin desplomarse. Yo sigo en el número uno con setenta y dos horas sin dormir. Jordan está en el número dos con sus cuarenta y ocho, las cuales alega no superar por respeto a mí, pero todos sabemos que no puede. Una vez lo intentó y se quedó dormido midiéndole la presión a un señor mayor.
Por suerte fue eso y no una operación de emergencia.
—Doctor West —me llama la enfermera Rosalie y fijo mis ojos en ella—. ¿Le ordeno su desayuno?
—Por favor.
Ella me sonríe, dejándome ver más las arrugas en sus ojos. Yo le muestro una leve sonrisa y me despido para ir a mi oficina.
Mi turno oficialmente comienza a las ocho de la mañana, pero me gusta llegar dos horas antes para leer los informes de cada paciente que tengo hospitalizado. Me gusta leer las anotaciones de la noche anterior para así saber a lo que me enfrentaré al llegar con ellos.
Sigo mi camino, siendo saludado con respeto. A todos respondo con educación, mostrándome amable, pero sin sonreír. No me gusta hacerlo en mi lugar de trabajo. No soy como Jordan, que se la pasa con una sonrisa de oreja a ojera por los pasillos de este lugar. Mucho menos como mi colega White, que es visto como un ángel gracias a su manera de tratar con los pacientes. Las enfermeras lo ven como un Dios por la misma causa y aunque a mí me sonríen, una vez se lo dije y él, en respuesta, me dijo que si él era el ángel de la clínica, yo era el diablo.
Aún me pregunto por qué carajos me dijo eso si yo trato a cada persona por igual y les respondo los buenos días. Lo único que me diferencia de él es que yo no ando con una enorme sonrisa en mis labios, mucho menos me quedo en los pasillos cotilleando con las enfermeras. Ni siquiera me uno en la cafetería con mis colegas cuando están tomándose el café o tomándose unos minutos de descanso.
Mi lugar es aquí encerrado en mi oficina cando no estoy allá afuera, salvando vidas o atendiendo otras para que no se pierdan. Ellos saben que si desean conversar conmigo o tomarse un café, pueden venir.
Interactuar con personas que no sea de mi círculo familiar, no es algo que me resulte divertido.
Llego a mi oficina y lo primero que hago al cerrar la puerta es ir directo a mi escritorio. Dejo donde corresponde mi café, las llaves de mi auto las coloco también donde exclusivamente van. Todo aquí dentro tiene un lugar para mantener el orden. Nada va donde no corresponde, durante años esta oficina se ha mantenido perfectamente ordenada y así seguirá, porque verla así me genera paz. Soy de los que les gusta tener un perfecto orden de las cosas.
«El sábado creíste tenerlo, imbécil».
Aprieto mis manos en puños ante ese pensamiento y por lo que me causa por dentro.
“Si me dejas ir, asumirás tú las consecuencias de los tuyos”
Esas malditas palabras no han dejado de retumbar en mi cabeza desde el sábado en la noche cuando todo se fue al carajo. Tampoco el tonito que usó cuando me habló como una operadora y posteriormente me colgó, dejándome hablando solo.
«¿Acaso cree que soy un crío? ¿Un muchachito con quien puede jugar de esa manera?».
Trueno mi cuello y me dispongo a quitarme el saco. Me acerco a la silla y lo cuelgo del respaldo y procedo a ponerme la bata de médico. Cada movimiento que hago, lo hago pensando en ella, porque sin duda alguna estoy asumiendo las consecuencias con creces.
No saber de ella desde la noche del sábado es algo que me tiene obstinado. Decidí desconectarme, no ingresar a las redes y archivar su chat para no pecar. Me he contenido para no correr como un perro faldero a la galería de mi teléfono y ver cada video, cada foto. Me he ocupado la mente en trabajar y trabajar para no caer, todo para no dejarme dominar por esos deseos carnales que, desde el sábado en la noche, están luchando con salir.
Ducharme con agua fría no me está ayudando como antes, pero al menos aplaca en mí ese fuego que la sirena de ojos grises, avivó en mí.
Tomo asiento con mi espalda erguida y enciendo mi laptop para comenzar a trabajar. Extiendo mi mano y agarro el vaso de café, haciendo tronar mi cuello y, sin perder tiempo, le doy un sorbo.
El móvil en mi bolsillo suena, lo saco un poco decepcionado porque sé muy bien que no es ella. Su contacto está personalizado, así que se siente un dulce amargo en mi paladar ante la realidad.
Quiero escribirle, quiero buscarla, pero también quiero que ella lo haga, porque la misma noche en que se fue, me cansé de hacerlo. Más de diez llamadas le hice cuando me mandó al carajo como muchachita de kinder y ninguna me respondió. Más de veinte mensajes le dejé y, aun así, ella no me los respondió.
Y aun así, sigo esperando que me los responda.
Y aun así, quiero también escribirle.
Y aun así, mi orgullo me priva de hacerlo, porque di el primer paso primero y ella me ignoró.
Y lo sigue haciendo.
—Mejor ponte a trabajar, Zeus —murmuro en tono molesto y procedo.
Dos toques en la puerta interrumpen mi concentración. Cierro la carpeta con el diagnóstico de la señora que operaron en la madrugada, me quito mis gafas de lectura y con mi espalda recta, apilo perfectamente la carpeta sobre los demás diagnósticos e historiales médicos que ya he leído.
—Adelante —digo con voz firme.
La puerta se abre y lo primero que veo es la bandeja y posteriormente, el rostro sonriente de Emily. Aprieto mis dientes un poco, la miro sin ninguna expresión mi rostro.
—Buenos días, doctor Zeus —me dice cerrando la puerta tras de sí—. Rosalie me vio pasar frente a ella y me pidió el favor de traerte el desayuno, ya que está ocupada y sabe que al doctor West, no le gusta la comida fría.
Le muestro un atisbo de sonrisa.
—Gracias, doctora Wilson —le digo, sin dejar de ver cómo acomoda todo frente a mí. Con mucho cuidado, tan meticulosamente ordenado—. Aunque no debió de molestarse por eso. Yo hubiera preferido llevar a mi boca la comida fría, a tenerla a usted aquí trayéndome.
Fija sus ojos marrones en los míos, tomando asiento frente a mí.
A veces me cuesta mantenerme al margen con Emily. Desde que comenzó a trabajar en la clínica se ha ganado el respeto de todos, incluso el mío, pero solo eso. Que haga este tipo de actos es algo que no me agrada demasiado, ya que se podría malinterpretar.
De hecho, Jordan a veces insiste con el tema cuando me encuentra de buenos ánimos como para lidiar con esas cosas.
—No es para tanto, doctor —declara relajada—. Solo estoy haciéndole un favor a Rosalie.
—Su favor puede malinterpretarse en este lugar.
—Somos colegas, esto no significa nada, docto West, ¿o acaso significa algo para usted?
—Absolutamente nada, pero de igual forma, no me gusta que lo haga, ya que no todos piensan como usted y como yo.
Una risa fresca deja salir y se levanta del asiento con una elegancia que no pasa desapercibida ante mis ojos, mientras se acerca a la puerta. Emily siempre ha sido elegante, pero justo en este momento su elegancia está con una pizca de coquetería, la cual percibo, pero que prefiero mantener lejos.
Cumplo mis reglas y una de ellas es no tener una relación más allá de la profesional con mis colegas. Además, mi mente está ocupada pensando en una sirena que, aun a esta hora, no se digna a responderme los malditos mensajes.
—Desayune tranquilo, doctor West —me dice con voz cautivadora—. La semana apenas está comenzando y el inicio de nuevos desafíos también. Buen provecho.
—Gracias.
Vuelve a sonreírme antes de cerrar la puerta y cuando lo hace, miro el desayuno.
No me gusta ser maleducado con mis colegas, muchos menos si son del sexo opuesto, pero hay momentos como estos, donde la doctora Emily me hace cuestionarme mis propios principios. Intento ser amable, pero también me encantaría dejarle en claro que no tengo intensiones de cruzar la línea con ella.
Puede que la doctora sea hermosa, culta y con un cuerpo que haría pecar a cualquiera, pero esta oficina, este lugar, lo respeto demasiado como para andar mancillándolo con mis colegas o enfermeras. Que me llamen aguafiestas si les da la gana, que se burlen de mis propias reglas si quieren, pero hasta ahora no las he roto y me siento en paz con ello. Además, soy el dueño de todo esto y debo dar el ejemplo; y eso es algo que, al parecer, a mis colegas les cuesta entender.
Yo no estudié para andar perdiendo el tiempo. Yo no me enfrasqué en ser el mejor para mandar todo al carajo por un acostón. Yo no pasé cinco años especializándome para venir a cometer la desfachatez de juntarme con quien trabajo y que, además, trabaja para mí también, solo por unos minutos de placer.
Yo no he mantenido un año entero una conversación a distancia con una chica que con cada minuto que pasa, más y más me desquicia, para mandarlo al carajo por la sonrisa coqueta de la doctora Wilson.
No soy un santo de devoción, pero hasta ahora, lo que sea que tenga con Madeline, no ha acabado y no pienso mirar a otro lado hasta que ella misma me lo deje en claro. Hasta ahora no lo hecho o, al menos, no de manera directa. Y juro por el mismísimo infierno que me estoy obstinando al ver cada minuto que pasa y ella no me responde los mensajes que le he dejado.
«Mejor desayuna, Zeus. Desayuna y enfócate».
—Al carajo —espeto, echando el plato a un lado—. Necesito saciar mi sed.
Me levanto de mi asiento y voy hacia la puerta, paso el pestillo y vuelvo para acomodarme una vez más. Ya sentado, desbloqueo mi móvil con las manos picándome, con las ganas de verla. Me doy cuenta de que aún no me responde, maldigo entre dientes porque sigo siendo ignorado, adrede. Voy a la galería, específicamente a la carpeta con clave que creé para ella y una vez ingresada la clave, cientos de fotos y videos se muestran.
Aprieto mis dientes, deslizo y miro para poder calmar las ganas que tengo por esta chica. Intenté concentrarme, intenté no caer, pero me resultó imposible mantener mis pensamientos quietos y el deseo sujeto.
No me gusta que me ignoren a conciencia. No me gusta que me dejen esperando una respuesta. No me gusta un carajo lo que ella está haciendo y tampoco me gusta que, como el propio pendejo, estoy cayendo en su trampa.
Si Madeline planificó estar en silencio solo para desquiciarme, pues ya lo logró. Si su intención es volverme loco, puesta ya lo está haciendo. Si ella, en su mentecita, planeó desaparecer y no responderme solo para aumentar en mí las ganas, pues le aplaudo de pie, porque ya lo consiguió. Aquí me tiene, aquí estoy, como un maldito puberto, sacándome el pene para masturbarme viendo uno de los tantos videos que me envió.
Me acomodo en el respaldo sin soltar el móvil y por primera vez en mis años de carrera, decido romper mi propia regla dentro de esta oficina y me dejo llevar.
Magro mi pene de arriba hacia abajo, disfrutando del espectáculo privado que ella me envió. La veo amasar sus tetas, la veo como un maldito hambriento tocarse con sensualidad. Mientras más suspira, yo más gruño y mientras más traviesas son las caricias, más rápido me masturbo.
La risita descarada que deja salir cuando sus manos van a su v****a, me desquicia y se vuelve mi ruina, porque apoyo el móvil en la laptop y como un degenerado, me entrego al deseo insano que ella misma ha despertado.
Cierro mis ojos, dejándome envolver por esa dulce voz, recordando cuando la tuve al fin debajo de mí. Sus gemidos son música para mis oídos, sus caricias se sienten como brasas calientes en mi piel. El pre-semen se hace presente, lo que me facilita más deslizar mi mano alrededor del pene. Aprieto los dientes e imagino estocadas, mientras que en mi mente está la imagen tan real, tan tangible, que en este punto no me interesa lo que sea que mi cuerpo haga con tal de cumplir la fantasía. Con tal de saciar dentro de mí las ganas que tengo por esa chica.
No estoy loco, aún siento sus caricias, las cuales me queman, me arden como la primera vez.
Mi cuerpo reacciona, se estremece. Mi corazón golpea duro contra mi pecho y las ganas de enterrarme dentro de ella nuevamente, como lo hice al verla, me azotan con fuerza, causando que con la misma llegue al delicioso clímax.
—Maldita sea —gruño al sentir el semen caliente en mi mano, pero no dejo de magrearme—. ¿Qué carajos hiciste conmigo, Madeline?
Mi cuerpo se siente destensado, pero levemente saciado. Me prometí no caer ante el deseo, ante esto y ya he roto mi propia promesa. Ya he roto muchas en nombre de esa sirena y aun así, no sé qué carajos pasa conmigo que deseo seguir.
Miro mi mano y no puedo creerlo. Chasqueo la lengua y me levanto para limpiar el desastre impropio de mí, que hice en nombre de alguien que aún no se digna a responder.
Por suerte, mi oficina cuenta con un baño bien equipado, por si accidentes que no incluyen semen, podrían suceder en mi ropa. Cuando le ordené al arquitecto que plasmara mi visión, lo hice con la intención de poder cambiarme de ropa por si en una emergencia, esta terminaba con sangre.
Eyacular como un puberto no estaba en mi cabeza.
Salgo del baño ya cambiado, presentable, perfecto e impecable, dispuesto a comenzar con mi turno, pero el sonido de una notificación que reconozco a la perfección llama mi atención. Hasta en sus redes tengo activada la campana.
Desbloqueo el móvil y miro la fotografía que acaba de publicar y lo destensado en mí, desaparece por completo. Mi sangre se calienta al leer el pie de foto.
"Gracias, la pasé genial"
Pero la calentura en mi sangre no se compara con las inmensas ganas que tengo de estrellar el móvil contra el suelo al ver las manos que están posadas en una cintura que es mía. Al ver el cuerpo masculino que está cerca de un cuerpo que ya es mío. Al ver la sonrisa que ella le dedica.