Megan
Guardo el almuerzo en el bolso y busco las llaves.
—Me voy —le digo a Rebecca.
Beck se asoma por la puerta del baño envuelta en una toalla blanca y con otra en la cabeza.
—Intenta no llegar tarde a casa. No quiero que Daniel se sienta incómodo cuando llegue.
—De acuerdo.
—Estoy hablando en serio. Quiero que se sienta a gusto. Y lo ideal es que estemos los dos para ayudarle a instalarse.
Pongo los ojos en blanco mientras sigo buscando mis llaves. ¿Dónde las he dejado?
—¿Qué te hace pensar que querrá que le ayudemos a instalarse?
—Sólo digo que sería bueno causar una buena impresión.
—Ok, lo tengo. —Veo las llaves en la cesta de la mesa de café.
—Conseguiré los uniformes de netball a la hora de comer —dice.
Sonrío con satisfacción. Que Dios nos ayude. Esta semana empezamos a jugar al netball en pista cubierta. El primer deporte de competición al que me apunto desde el instituto.
—No puedo esperar —le digo—. Espero que vengan con desfibriladores. Estoy tan fuera de forma que podría tener un ataque al corazón y todo.
Rebecca se ríe mientras se seca la cabeza con una toalla.
—Hay un gimnasio en tu oficina. ¿Por qué no lo usas?
Me dirijo a la puerta mientras respondo:
—Sé que debería dejar de ser tan perezosa.
—¿Crees que debería cocinar algo para Daniel esta noche? —pregunta.
Hago una mueca y digo:
—¿Por qué te esfuerzas tanto en gustarle a este chico?
—No me estoy esforzando.
—¿Te gusta o qué? —Amplio los ojos. No te tomaste tantas molestias con nuestro último compañero de piso.
—Hombre, ese fue un dolor. Además, Daniel acaba de mudarse, acaba de llegar hoy y no conoce a nadie. Lo siento por él.
—Es un estilista. Seguro que ya tiene un montón de amigos snobs con los que salir —murmuro en tono seco.
—No, no los tiene. Se graduó en diseño de moda y se mudó a Londres porque quiere ser estilista. Es muy diferente.
Pongo los ojos en blanco.
—Lo que tú digas. Nos vemos esta noche.
Bajo los tres tramos de escaleras para pararme en la calle de camino a la estación de metro. Solo hay tres paradas hasta la línea central, pero sigue siendo demasiado lejos para ir andando.
Espero en el andén y el metro llega a tiempo. Subo y tomo asiento.
He llegado a la conclusión de que los veinte minutos de viaje son los más extraños del día. Es como un viaje en el tiempo. Me siento, miro a mi alrededor y al instante, como por arte de magia, he llegado. Debo estar catatónico o algo así, porque ni siquiera sé en qué pienso durante el viaje ni cómo pasa el tiempo tan rápido. Lo único que sé es que todos los días me paso veinte minutos pensando en cosas que no recuerdo.
Salgo del metro y me dirijo a la oficina. Trabajo en el centro de Londres. Hay una cafetería frente a la sede de Miles Media. Está muy concurrida y la gente entra y sale constantemente antes de ir a trabajar.
—Oye, preciosa —me saluda Mike—.
—Sonrío alegremente. Mike es el camarero del local. También está enamorado de mí desde hace unos años. Es dulce y guapo, pero por desgracia no siento el más mínimo cosquilleo cuando me habla.
Es una pena, porque es un gran tipo. Estoy segura de que nadie encajaría mejor conmigo que Mike. Ojalá pudiera decidir por quién me siento atraída, me haría la vida mucho más fácil.
—¿Lo de siempre? —pregunta Mike.
Me siento junto a la ventana y le cuento:
—Sí, por favor. —Miro a mi alrededor.
Mike prepara mi café y me lo sirve.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—No mucho. —Tomo la taza y el humo sube hasta el techo mientras soplo. Estoy pensando en apuntarme al gimnasio de la oficina.
—¡No me digas! —Mike mira el edificio de enfrente. ¿Tienen un gimnasio?
—Es enorme, está en la decimocuarta planta.
—¿Y hay que pagar por él?
—No, es gratuito para los empleados. —Tomo un sorbo de café.
Mike se ríe mientras finge limpiar la mesa contigua a la mía.
—Te acompaño si quieres —ofrece, guiñándome un ojo encantador.
—Lo siento, es sólo para empleados. Y no puedo permitirme ir a otro gimnasio.
Mike pone los ojos en blanco.
Mike y yo vemos cómo un Bentley n***o se detiene frente a la sede de Miles Media. El chófer sale del vehículo y abre la puerta trasera, por la que sale Christian Miles. Como si se tratara de un programa matutino, y como todos los días, miro de arriba abajo al hombre que tanto desprecio. Hoy lleva un traje azul marino a rayas con una camisa blanca que le sienta como un guante a su pelo oscuro, rizado y recién cogido. Se abrocha la chaqueta con una mano y coge su maletín con la otra. Está más tieso que un palo y camina con actitud dominante.
La arrogancia personificada.
Doy un sorbo a mi café mientras le observo. Me jode que sea tan guapo.
Me molesta que las mujeres se detengan y se queden boquiabiertas cuando entra en una habitación. Pero lo que más me jode es que sea consciente del efecto que causa.
Aunque nunca lo admitiría, leo los tabloides y las revistas sensacionalistas para ver las fiestas exóticas a las que va y las mujeres guapas con las que sale.
Sé más de Christian Miles de lo que me gusta admitir.
También es normal: Le odio desde que empecé a trabajar para él hace siete años.
Le dice algo a su chófer con una sonrisa y todos se giran para verle entrar en la sede de Miles Media. Me doy cuenta de que me estoy cabreando.
Christian Miles, la personificación de un idiota rico... me pone de los nervios.
*
Son las tres de la tarde cuando recibo un correo electrónico. Lo abro.
Megan, ¿ya has terminado el informe de seguimiento?
Christian Miles.
Director General de Miles Media UK
Imbécil.
Tenso la mandíbula y respondo.
Estimado Sr. Miles:
Buenas tardes. Siempre es un placer saber de usted.
Sus modales son tan impecables como siempre.
Le enviaré el informe el próximo martes, que es la fecha estipulada.
Tal vez si tuviera suficiente mano de obra podría cumplir con su alocado horario.
Disfrute del resto de su día.
Atentamente,
Megan
Sonrío con suficiencia y le doy a enviar. Hablar con Christian Miles como una perra sarcástica es mi pasatiempo favorito. Su respuesta no tarda en llegar.
Buenas tardes, Megan:
Como siempre, me sobra tu teatro.
No te he preguntado cuándo me enviarías el informe, te he preguntado si ya lo habías terminado.
Presta más atención a los detalles, no quiero seguir repitiendo cosas.
¿Has terminado el informe o no?
Tomo una fuerte bocanada de aire, —¡mierda! Me pone de los nervios. Contesto con tal ímpetu que no sé cómo no me rompo un dedo mientras tecleo.
Señor Miles:
Por supuesto que lo he terminado. Como siempre, estoy preparado para sus cambios en los plazos y las fechas de entrega.
Por suerte, uno de nosotros es un profesional.
Le adjunto el informe.
Si tiene problemas para entenderlo, estaré encantado de hacer un hueco en mi apretada agenda para explicárselo antes de la reunión con los miembros del consejo.
Sonrío con superioridad mientras tecleo. Se pondrá furioso cuando lo lea.
Que tenga una buena tarde. Ha sido un placer hablar con usted. Megan Foster
Tomo un sorbo de té, orgullosa de mí misma. Chúpate esa. Llega un mensaje a mi bandeja de entrada. Lo abro.
Srta. Foster :
Gracias.
Tenga cuidado en su camino a casa esta tarde. No te pongas delante de un autobús ni nada parecido.
Sonrío para mis adentros. Será un pringado. Ya quisieras tú.
****
Observo a Rebeca paseándose de un lado a otro de la casa como un pollo sin cabeza. Daniel llegará en cualquier momento. Dios mío, está frenética.
—No te quedes ahí parada—exclama—.
—¿Qué quieres que haga? —Miro a mi alrededor; todo está desordenado. No hay nada que limpiar. ¿Qué te pasa con este tipo? Estás empeñada en impresionarle. No me digas que es porque es guapo.
—No digas tonterías —dice—. Tengo un novio, ¿recuerdas?
—Perfectamente. ¿Y tú?
—Cállate, vamos —responde ella, ofendida.
Suena el timbre y nos miramos a los ojos.
—Es él —susurra.
—Bueno, vamos. —Señalé la puerta principal. Abre.
Rebeca se dirige a la puerta casi corriendo y la abre a toda prisa.
—Hola —dice mi amiga con una sonrisa.
Me cuesta no poner los ojos en blanco.
—Sonríe mientras mira primero a uno y luego al otro. Lleva dos maletas, es alto, rubio y hay que reconocer que es bastante guapo. No recordaba que fuera tan atractivo cuando vino a conocernos. No es de extrañar que ella se esfuerce por impresionarlo.
—Toma, me las llevo yo —le ofrezco.
Rebeca mira hacia la calle y dice:
—¿Tienes más maletas? ¿Quieres que te ayudemos?
—Gracias. Tengo dos más en el coche. Voy a por ellas.
—¿Te acuerdas de Megan? —pregunta Rebeca, señalándome a mí.
Daniel me mira y dice:
—Claro, me alegro de volver a verte, Megan.
Doy una sonrisa incómoda. Socializar siempre me resulta muy violento. Hasta que no cojo confianza, no soy nada simpática. No lo hago a propósito, obviamente. Ser tímida es una perdición.
—Esta es tu habitación —dice Rebeca como una guía turística mientras le enseña el dormitorio—. Y ésta es la mía. La de Megan está arriba. Ven, te lo voy a enseñar.
Me uno a ellos mientras Rebeca le enseña la casa. Miro a Daniel de arriba abajo: pantalones negros, jersey de punto n***o, zapatos de vestir y una chaqueta verde oliva. Caro y a la moda, ¡parece un estilista!
—¿Cuándo empiezas a trabajar? —pregunto para entablar conversación.
—Tengo cuatro clientes la semana que viene y será mejor que consiga unos cincuenta más cuanto antes —dice.
Sonrío.
—No, en serio, la semana que viene empiezo como personal shopper en Harrods.
Dios, qué trabajo más horrible. Me da pavor ir de compras. Sin saber qué decir y sintiéndome incómoda, me encojo de hombros.
—Nunca he conocido a un personal shopper.
Daniel sonríe y dice:
—No hay muchos.
Cojo una maleta y le echo un vistazo: Louis Vuitton. Jesús... Valdrá más que mi coche. Daniel baja los escalones hacia la calle y me asomo a la puerta. Tiene un Audi n***o último modelo. ¿Por qué demonios comparte un apartamento con dos personas si está forrado?
¿No preferiría vivir solo?
Porque yo sí.
Saca del coche dos maletas más, también tapizadas en un precioso cuero n***o. Las miro con recelo mientras él vuelve a subir. Ojalá tuviera tan buen gusto; yo no sabría qué comprar aunque tuviera su dinero.
Daniel lleva las maletas a su habitación y nos mira a Rebeca y a mí con los brazos levantados.
—Dime que vamos a salir esta noche. Nada como unas copas para conocernos mejor.
A Rebeca casi se le salen los ojos de las órbitas de la emoción.
—¡Qué gran idea! —Me mira y dice: —¿No es así, Megan?
No, no lo creo.
Finjo una sonrisa y digo:
—Ya ves.
—¿Nos vamos? —pregunta Daniel.
—¿Ahora? —frunzo el ceño. ¿No prefieres deshacer la maleta primero?
—No, está bien. Mañana seguirán allí y no tengo nada que hacer hasta la semana que viene, así que me entretendré con eso.
*
Una hora más tarde, estamos sentados en la barra de un restaurante, vino en mano.
—¿Y bien? —Daniel mira primero a uno y luego al otro. Hablenme de ustedes. ¿Están solteras? ¿Están saliendo con alguien?
—Verás —dice Rebecca con una sonrisa—, tengo novio. Brett. Y Megan está intentando ganar puntos para convertirse en monja.
Se ríe.
—Eso es mentira. Es que soy demasiado exigente.
Daniel me guiña el ojo de forma encantadora.
—No hay nada malo en ello. Yo mismo soy bastante exigente, a decir verdad.
—¿Y tú? —Pregunta Rebeca.
—Bueno...— Daniel hace una pausa para buscar las palabras adecuadas. Soy...— Vuelve a hacer una pausa.
—¿Gay? —pregunto.
Daniel se ríe.
—Me gustan demasiado las mujeres como para considerarme gay en absoluto.
—Entonces...— Rebecca parece que se esfuerza por darle sentido a esa afirmación.
—¿Eres bisexual?
Daniel frunce los labios como si estuviera reflexionando.
—Yo no me llamaría bisexual. Normalmente me atraen las mujeres, pero últimamente...— Deja la frase a medias.
—¿Qué? —pregunto, intrigada.
—Hace unos años salí de fiesta en Ibiza con unos chicos que no conocía muy bien. Uno de ellos era gay.
—¿Cuántos de ustedes estaban allí? —Pregunto.
—Cuatro.
—Así que tres eran heterosexuales.
Daniel asiente.
—Puede que fuera el calor, el alcohol o la cocaína, no lo sé, pero una cosa llevó a la otra, nos pusimos cada vez más calientes y estuvimos todo el fin de semana. Y ahora tengo una especie de fetiche secreto por los hombres.
Rebecca sonríe a Daniel embelesada, como si fuera la mejor historia que le han contado nunca. Casi me parece oír cómo lo cuenta todo en su cabeza y me doy cuenta de lo liberal que debe ser.
Bebo un sorbo de mi vaso, tan sorprendido como ella por la historia.
—¿Cómo es tener sexo con alguien que no coincide con tus inclinaciones naturales?
—Es genial, es caliente —responde Daniel, encogiéndose de hombros—. Eso es lo que siento yo. Me da la sensación de que me estoy comportando mal y que debería dejar de hacerlo, pero al mismo tiempo me parece muy natural. No sé cuánto tiempo seguiré sintiéndome así; puede que no dure para siempre, o que se me pase pronto. Pero cuando me acuesto con hombres, no me arrepiento. No lo considero algo malo, si es lo que quieres decir.
—¿Cuántos...? —comienza Rebeca, que no termina de formular la pregunta.
—Está bien —anime a Daniel a responder—.
—¿Con cuántos has estado?
Daniel entrecierra los ojos mientras medita la respuesta.
—Yo diría que más de diez, pero menos de veinte.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa con esa cara? —Pregunta Daniel con una sonrisa.
—Has dicho que no te has acostado con muchas. Si para ti son pocos, ¿cuántos son muchos? De todas formas, ¿con cuántas has estado?
Daniel se ríe.
—Me faltan dedos, lo siento. Gracias a mi profesión, me codeo con mucha gente guapa y a veces la tentación es demasiado fuerte.
Me llevo una terrible decepción. Arrugo la servilleta y la tiro sobre la mesa con fastidio.
—Me gustaría parecerme más a ti. —Suspiro.
—¿En qué sentido?
—Desearía ser más liberal, más relajada y más...— Hago una pausa para encontrar el término adecuado, —libre, supongo—.
La cara de Daniel cambia.
—¿No te sientes libre?
Dios mío, ¿para qué he dicho eso? Parece que estoy haciendo la película del siglo.
—Lo que digo es que me gustaría estar en tu lugar y acostarme con quien quiera por diversión.
—¿No coges por diversión? —pregunta Daniel con el ceño fruncido.
La conversación se le está yendo de las manos.
—Solía hacerlo, pero con los años dejé de hacerlo.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta.
Veintisiete. Tuve algunas aventuras en el instituto y la universidad, y luego una relación seria. Rompimos un año después de la muerte de mis padres.
La cara de Daniel es un poema.
—¿Tus padres murieron?
Doy un sorbo a mi bebida. ¿Cómo hemos acabado hablando de esto?
—Tuvieron un accidente de coche. Un choque frontal —responde Rebecca. Sabe que no puedo soportar decirlo en voz alta.
Daniel me mira interrogante.
—Mi madre murió en el acto y mi padre de camino al hospital. El conductor que los atropelló estaba sufriendo un infarto y se metió en el carril contrario. —La melancolía me invade y siento una opresión en el pecho. Miro a Rebeca a los ojos y ella me sonríe con ternura y me estrecha la mano al otro lado de la mesa. Acababa de irme a vivir con ella a una residencia de ancianos cuando fallecieron. Ha sido mi pilar y una amiga excepcional, y me ha consolado en mis noches más amargas y solitarias.
—Lo siento mucho —susurra Daniel—. ¿Tienes otra familia?
—Sí —digo con una sonrisa—, tengo un hermano maravilloso llamado Brad y una hermana que...— Dejo la frase a medias.
—¿Qué más? —Daniel quiere saber.
—Es una auténtica zorra —suelta Rebecca—. No entiendo cómo las dos pueden tener los mismos genes. No se parecen en nada. Son como el agua y el aceite.
Daniel sonríe sorprendido y alterna su mirada de una a otra.
—¿Cómo es eso?
—Preciosa—digo y bebo—.
—Preciosa y malvada —interviene Rebeca.
Sonrío con pesar.
—No es tan mala. Ha llevado la muerte de nuestros padres mucho peor que nosotros, y ha cambiado de la noche a la mañana. Brad y yo nos hemos apoyado el uno en el otro para salir adelante. Ella, en cambio, prefería estar sola. No se afligió como nosotros.
—¿No se ven nunca? —Pregunta Daniel.
—Sí, nos vemos —respondo—. Y casi siempre acabo enfadada y molesta. Es como salir con una de esas personas que parecen chuparte la energía. Le gusta el dinero y la fama y presumir de bolsos de marca y de novios guapos. Tengo la impresión de que...— —hago una pausa para expresarme mejor— —que está sustituyendo el cariño de nuestros padres por bienes materiales.
—¿No te gustan las cosas de marca?
—Supongo. —Me encojo de hombros. A todo el mundo le gustan las cosas bonitas, ¿no? Simplemente no es tan importante para mí.
—Megan administra muy bien su dinero —interviene Rebecca—.
—Ese es un eufemismo para ser agarrado. —Daniel se ríe y luego me mira. ¿Eres pegajosa, Megan?
—No soy pegajosa.
—No lo soy—, se burla Rebecca. No se da ningún capricho y siempre está ahorrando para las épocas de vacas flacas. Lleva los mismos diez trajes y se esconde detrás de esas gafas de culo de vaso.
—Las necesito para ver, Rebecca —le informo, ofendida—. No veo el sentido de gastar un dineral en ropa y estar siempre como un pincel.
—Trabajas en el centro de Londres con algunos de los hombres más guapos de la capital y vas y te vistes como una monja. ¡No vas a llamar la atención!
Pongo los ojos en blanco con disgusto.
—Créeme, no tengo ningun compañero a la que merezca la pena impresionar.
Daniel me mira fijamente más tiempo del necesario y, con cara de diablillo, choca su vaso con el mío.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—Creo que ya sé cuál será mi nuevo proyecto.
*
Cuatro horas y tres botellas de vino después, mientras suena Stevie Nicks de fondo, Daniel dice, riendo:
—Entonces, ¿qué voy a tocar?
Estamos en el sofá hablando de tonterías mientras creamos un perfil para Daniel en una aplicación de citas en mi ordenador. Por lo visto, es una prioridad cuando te mudas a otra ciudad.
¿Quién lo diría?
Esta es la pregunta:
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