El bullicio del campus me envolvía mientras caminaba junto a Diego, tratando de mantener la calma. Aunque era temprano, ya había estudiantes por todas partes: algunos apresurados, otros reunidos en pequeños grupos, charlando animadamente. El primer día de universidad tenía una energía especial, y yo no podía evitar sentirme abrumada por la mezcla de nervios y emoción que bullía en mi interior.
Diego, como siempre, caminaba a mi lado con una confianza que envidiaba. Su mochila colgaba despreocupadamente de un solo hombro, y sus ojos recorrían el campus con curiosidad. Cada vez que veía algo que le llamaba la atención, me lo señalaba con entusiasmo.
—Mira eso, Elena —dijo, deteniéndose frente a un cartel lleno de anuncios de actividades extracurriculares—. Hay un club de cine. Siempre dijiste que querías aprender más sobre películas clásicas, ¿no?
—Sí, pero no sé si tendré tiempo… —comencé a decir, pero Diego ya había arrancado uno de los volantes.
—Tienes que hacer tiempo para las cosas que te apasionan —me interrumpió, doblando el volante y guardándolo en mi mochila antes de que pudiera protestar—. Vamos, será divertido.
Su optimismo era contagioso, y aunque sabía que estaba en lo cierto, aún me costaba imaginarme participando activamente en algo fuera de las clases. Todo era tan nuevo y diferente. No pude evitar que mis pensamientos volvieran a la seguridad que sentía en la secundaria, donde conocía a todos y tenía mi rutina bien establecida. Aquí, todo parecía más grande, más caótico.
—¿En qué piensas? —preguntó Diego, mirándome con esa expresión que indicaba que había notado mi repentino silencio.
—Solo… estoy tratando de acostumbrarme a todo esto —respondí sinceramente—. Es un poco abrumador.
Diego me dio una mirada comprensiva y luego sonrió.
—Te entiendo. Pero, hey, no estás sola en esto. Estamos juntos en esto, ¿recuerdas?
Asentí, agradecida por su apoyo. Siempre había sido así entre nosotros, apoyándonos mutuamente en todo, y saber que él estaba a mi lado hacía que la universidad no pareciera tan intimidante.
Finalmente llegamos al edificio donde tendríamos nuestra primera clase. Era una estructura imponente, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz natural. Subimos por las escaleras, y el eco de nuestros pasos resonaba en los pasillos vacíos. Encontramos el aula fácilmente, pero al entrar, me detuve en seco al ver que ya estaba llena de estudiantes.
El murmullo de las conversaciones cesó por un instante cuando todos los ojos se posaron en nosotros. Mi corazón comenzó a latir más rápido, pero antes de que pudiera entrar en pánico, sentí la mano de Diego en mi espalda, dándome un suave empujón hacia adelante.
—Vamos, Elena —susurró, sonriendo de manera tranquilizadora—. Nos sentamos allí al fondo, y nadie nos molestará.
Tomamos asiento en las últimas filas, y mientras me acomodaba en la silla, sentí que mi respiración comenzaba a calmarse. Diego, a mi lado, ya estaba sacando su cuaderno y un bolígrafo, listo para empezar. Le observé durante un momento, admirando cómo siempre parecía tener todo bajo control.
—¿Qué? —me preguntó al notar mi mirada.
—Nada, solo… me alegra que estés aquí conmigo —admití, bajando la mirada hacia mi propio cuaderno.
Diego sonrió de lado, ese tipo de sonrisa que hacía que todo pareciera más fácil.
—Siempre estaré aquí, Elena. No tienes que preocuparte por eso.
Antes de que pudiera responder, el profesor entró al aula, acaparando la atención de todos. Era un hombre de mediana edad, con cabello canoso y una expresión seria. Se presentó brevemente como el profesor Hernández, y sin más preámbulos, comenzó a hablar sobre el programa del curso.
Las primeras clases pasaron en un borrón de información. Tomé notas de manera frenética, tratando de absorber todo lo que el profesor decía, pero no pude evitar que mi mente vagara de vez en cuando. El ambiente en la universidad era tan distinto a lo que estaba acostumbrada, y no dejaba de pensar en lo mucho que había cambiado desde que Diego y yo éramos niños. Ahora estábamos aquí, en este lugar inmenso, rodeados de personas que no conocíamos, enfrentándonos a un futuro lleno de incertidumbres.
Durante un breve descanso entre clases, Diego me sacó de mis pensamientos.
—¿Qué te parece hasta ahora? —preguntó, estirándose en su silla.
—Interesante, pero… un poco abrumador, como dije antes —admití.
—Es normal sentirse así al principio. Pero te acostumbrarás —dijo con confianza—. Además, no tienes que enfrentarlo sola. Aquí estoy yo, y siempre lo estaré.
Le miré, sintiendo una oleada de gratitud y algo más que no podía identificar del todo. A veces me preguntaba cómo sería si Diego no estuviera a mi lado, y la idea era tan inconcebible que rápidamente la apartaba de mi mente. No podía imaginar mi vida sin él, sin su presencia constante, sin sus bromas, sin su apoyo incondicional.
—Gracias, Diego. No sé qué haría sin ti —dije en voz baja, apenas audible.
Él me miró fijamente por un momento, como si estuviera buscando algo en mis palabras, y luego sonrió de nuevo, esa sonrisa que siempre me hacía sentir mejor.
—Nunca tendrás que averiguarlo, Elena. —Se levantó de su silla y se estiró—. Vamos, es hora de la siguiente clase. Y esta vez, prometo que no llegaré tarde.
Solté una pequeña risa, y juntos nos dirigimos a nuestra siguiente clase. Mientras caminábamos por el pasillo, rodeados de estudiantes que iban y venían, sentí una extraña paz. Estar en la universidad seguía siendo aterrador, pero con Diego a mi lado, sabía que podría enfrentar lo que viniera. Aunque en el fondo, aún no podía sacudirme esa pequeña voz que seguía susurrándome que algo estaba cambiando. Algo en nuestra amistad que no estaba segura de cómo manejar, pero decidí no pensar en ello por ahora. Hoy solo quería disfrutar de nuestro primer día en la universidad, y de la certeza de que, pase lo que pase, siempre tendría a Diego a mi lado.