Capítulo XVIII La aurora coloreaba con sus matices el cielo de Manchester. Las nubes habituales ocupaban esta vez solo una parte del firmamento, escondiendo al oeste las últimas estrellas que, de todas formas, se desvanecían en el incipiente amanecer, y exponiendo al este una bóveda en la que el espectro de color rojo estaba aumentando, inexorablemente, de intensidad. Las bandas con mayor longitud de onda, de color rojo oscuro, empujaban hacia arriba aquellas con longitud de onda menor, violetas, naranjas, amarillas, hasta llegar al límite del espectro y desaparecer en el blanco definitivo de la temperatura nominal del sol. Cada día, en todo el planeta, este espectáculo se repetía con precisión matemática, pero Inglaterra lo disfrutaba un poco menos a causa de la capa de nubes que ya form