En la ceremonia de boda de Hariella y Hermes, los meseros, con sus elegantes atuendos de blanco y n***o, repartían aperitivos y bebidas a los invitados del matrimonio. Lo hacían con amabilidad y destreza.
Hermes estaba sentado en la mesa principal, que era de forma circular, y jugaba con sus dos niños. Era increíble, cómo habían llegado a él, y los había concebido la única mujer que amaba y con la que se había imaginado un hogar. Sus ojos se cristalizaron, al ser invadido por la ternura que le provocaban sus mellizos. Ya no estaban solos, no se escondían de los demás, como cuando Hariella había fingido ser otra persona. Ahora los acompañaban sus suegros y sus padres, pues Hariella se había retirado a cambiarse el fascinante vestido de novia; era grande y se le dificultaría seguir usándolo por más tiempo. Además, conocía el carácter de su hermosa esposa y pronto le estaría colmando la paciencia, llevar encima una prenda tan difícil de movilizar, por lo que no podía estar cómoda, y necesitaba que las madrinas le ayudaran a acomodarlo, para que no se enredara con cualquier objeto de la fiesta nupcial.
La música sonaba por parte de la orquesta y la cantante, que deleitaba a todos los presentes con su voz privilegiada. Los invitados disfrutaban de la comida, la bebida, mientras que otros charlaban y se divertían. Era una ceremonia lujosa y bien organizada, en la que nada más tenían que gozar.
—Papi, quiero comer —dijo Hera con ternura. Su apetito era voraz y siempre comía bastante.
—Yo también quiero —dijo Helios de inmediato.
Hermes se había dado cuenta de que, sus hijos no solo compartían rasgos físicos similares, sino que, cada uno imitaba al otro en las cosas que hacían. Aunque, Hera era la segunda, y la menor, pero era más inquieta y conversadora, por lo que estaba al mando, mientras que Helios era más tranquilo y callado, siendo más susceptible a hacer lo mismo que hacía Hera. Sonrió con nostalgia, ya que las personalidades de Hariella y de él, habían sido heredados en ellos. La viveza e intrepidez de Hariella en Hera y su pasividad y su paciencia en Helios. Sin duda alguna, sus genes se manifestaban con evidente distinción en sus mellizos. Sin embargo, el aspecto físico que más había predominado había sido el de ella, la de su preciosa ángel.
Hermes agarró el tenedor y llevó un aperitivo a la boca de Hera, quien se lo comió de un solo bocado.
—Yo también, papi. —Helios abrió su boca y Hermes también le dio uno a él.
—Otro a mí —comentó Hera, que ya había acabado el suyo. Pero después de comer el segundo, le dio sed y quiso agarrar la copa de vino.
—No —dijo Hermes con calma al verla—. Esta bebida es para adultos. Ya pediré una para ti.
Hermes alzó la mano y llamó a una mesera.
—¿Se le ofrece algo, señor Hermes? —preguntó ella, al acercarse a la mesa del novio del matrimonio.
—Quisiera más bocadillos y refrescos para mis hijos —comentó Hermes y el tono de su voz fue más ronco.
—En un momento se lo traigo, señor.
—Ya te traen la bebida, Hera —comentó Hermes, mimando a su hija.
—¡Sí! —comentó Hera, emocionada.
—¿Y a mí? —preguntó Helios con voz tierna.
—Sí, a ti también.
—¡Sí!
Hermes probó uno de los refrigerios. Estaban deliciosos. Agarró otro y se lo llevó a la boca. Se había separado de Hariella por cuatro largos años, y ahora, de nuevo se habían casado. Pero en esta oportunidad era mucho mejor que en el pasado, porque no lo los acompañaban dos testigos desconocidos, sino todos sus familiares, amigos y sus hermosos mellizos, que habían despertado ese lado paternal, desde antes que supiera quiénes eran ellos. La sangre había hecho su llamado desde que se los había encontrado en el aeropuerto. El destino podía ser lento y doloroso, pero siempre los llevaba al momento que había preparado. La bella ama de llaves que se había vuelto su esposa, nunca había existido. Siempre fue esa poderosa e inalcanzable mujer que había nacido en cuna de diamantes, Hariella Hansen, su preciosa magnate. Habían vivido una falsa, erótica y angustiante historia. No obstante, todavía su aventura no había concluido, aún había fragmento que debía ser contado, para dar paso a los nuevos protagonistas, sus bellos hijos de melena dorada y ojos azules, como la madre. La chica no le cabía en el pecho. Después de haber sido un simple mensajero, ahora tenía todo lo que un hombre podía desear: una linda y fiel esposa, hijos maravillosos, dinero, poder y amor. Ya no le hacía falta nada. Era un hombre feliz y dichoso de tener esta familia. A pesar de las mentiras, el llanto, la distancia y el tiempo. El amor que se había tenido había salido victorioso, como en uno de esos cuentos de hadas, solo que, en esta ocasión, la protagonista, también había asumido el papel de villana, ya que no era ninguna princesa o damisela en apuros, más bien, una reina arrogante. Su hermosa magnate, con la que se había casado sin saberlo. Había sufrido, pero, si todo aquello que había sucedido, lo encaminaba a este punto. Entonces, lo volvería a repetir, una y cien veces más.
—¡Felicitaciones, hijo mío! —dijo la madre de Hermes, aprovechando que sus nietos se habían distraído con los abuelos Hansen. Siempre supo que su tesoro estaba destinado para grandes cosas, pero había conseguido mucho más de lo que supuso—. La que ahora es tu esposa y también la madre de tus hijos, es una mujer muy hermosa y elegante. Estoy orgulloso de ti, por lo que has conseguido.
—Muchas gracias, madre. Ellos y ustedes, son lo más importante en mi vida —contestó Hermes, con voz serena. Había tres mujeres a las que amaba: Su madre, Hariella y Hera; ellas eran las damas a las que pertenecía su corazón. Le dio un abrazo y un beso a su progenitora.
—Aunque… —susurró su madre con sigilo—. Es muy arrogante y mandona. —Hermes no pudo evitar sonreír ante el comentario de su madre. Esas eran virtudes innegables y casi imposibles que Hariella expresara. Después de todo, era la magnate—. Aún recuerdo cuando nos la presentaste.
—Sí, esos son momentos que son agradables de hacer memoria…
La caravana de autos lujosos se aparcó de forma vistosa en el vecindario. Las personas que vivían en el lugar, salieron de sus casas o se asomaban por las ventanas para observar lo que sucedía. Susurraban entre ellos, confundidos y expectantes, para saber de qué o de quién se trataba.
—¿Crees que es un político o algo así? —preguntó una señora a su marido.
—No lo sé. ¿Y qué habrá pasado? —contestó el esposo.
Un grupo de hombres con trajes de sastre oscuros, abandonaron los carros. Pero estos cargaban en sus manos almohadillas con cajas de regalo y otros sostenían bolsas de compra. Así mismo, el chofer de la limusina, que estaba ubicada a la cabeza de la formación, salió del vehículo con su traje elegante, perfumado y limpio. Abrió la puerta del coche y la multitud de escoltas agachó su cabeza, para hacer reverencia.
Emergió Hariella, Hermes, sus mellizos y sus secretarios del vehículo, cubiertos por un brillo celestial. La mujer rubia y los dos niños con igual color de cabello eran los que más resaltaban a la vista. Su pelo brillaba como hebras doradas al sol.
Así, lo siguiente había sido la sorpresa de que esa mujer con rostro de ángel era la prometida de Hermes, la madre de sus nietos, Hariella Hansen, la magnate.