Punto de vista Sebastián
Ya había pasado demasiado tiempo desde la desaparición de Mía. Aunque los rumores de que estaba con otro hombre aún no se habían confirmado, el principal sospechoso era un gángster italiano, una amenaza directa para mis negocios. Salvatore Bianchi, el rubio de ojos claros, CEO de una industria automotriz, se creía el mejor en los negocios y en la vida. ¡Pobre imbécil!
Mi hermano me había entregado el poder de todo su imperio en Europa. Ahora, todo se movía bajo mis pies: la mafia, las rutas de contrabando y la mercancía blanca, la que más rédito económico daba.
—Señor, tengo noticias para usted —uno de mis hombres se acercó a mi escritorio.
—Dígame, Roberto, ¿qué pasa?
—Hemos encontrado a la señorita Mía. Está en la mansión de Salvatore Bianchi.
Sentí la sangre hervir en mis venas y el estómago se me revolvió. ¡Maldita perra traidora!
—¿Qué esperan para traerla? —le reclamé a Roberto.
—Bueno, señor, es que todas las investigaciones del hospital indican que ella no tiene memoria. Tiene amnesia.
—¿Amnesia? ¿Y por qué demonios está con ese hombre?
—Bueno, hasta allá no lo sabemos. Logramos averiguar que él fue quien la llevó al hospital y la sacó de allí. Ella tuvo un accidente, por eso quedó amnésica. Sabiendo esto, señor, dígame, ¿qué procedemos a hacer?
Me quedé en silencio, tratando de procesar la información. Debía ser más astuto para poder acercarme a ella y aprovecharme de su condición. Pero ¿cómo? Sacarla a las malas de esa casa no era la solución. Pero hacerlo a las buenas tampoco. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda.
—Déjame pensar exactamente qué vamos a hacer. Por ahora, vigilen la casa de ese imbécil y, por supuesto, sigan atacando sus rutas. Pónganlo a sufrir. Que ningún cargamento llegue a su destino y desestabilicen su mercado. Le daré donde más le duele.
—Sí, señor. ¿Y qué hacemos respecto a la señorita Mía?
—Roberto, prepara una buena cantidad de hombres, armados hasta los dientes y bien entrenados. Deben estar listos para atacar en cualquier momento. Iremos por Mía, pero primero necesito que investiguen todo: su cordón de seguridad, cuántos hombres tiene, el acceso a la mansión donde está Mía, ¡todo!
—Enseguida, señor —Roberto salió de mi oficina. En ese instante, sentía una fuerte impotencia y un deseo inmenso de tener a Mía en mis brazos. Pero ese hombre ya la había poseído, eso era más que seguro. Él ya tuvo que haberla hecho suya, y pensar en eso hacía que mis celos brotaran como fuego por mis poros.
—¡Ahhh! ¡Maldita sea!
—Wow, ¿qué pasa, bombón? ¿Por qué estás tan molesto?
Samantha entró imponente a mi oficina, sin siquiera tocar.
—¿Qué haces aquí y sin anunciarte? ¿Acaso no sabes que debes tocar la puerta?
—Estaba abierta, mi amor. ¿Por qué tan molesto?
Samantha se acercó y se colgó directamente de mi cuello.
—¿Qué haces? —le quité los brazos de mi cuerpo.
—Quiero hacerte feliz. No puedes seguir amargado por la estúpida de Mía, cuando me tienes a mí, que soy tu mujer ahora y te puedo complacer.
Samantha me agarró la entrepierna con sus dedos, haciéndome dar un sobresalto.
—¡Suéltame! ¿Qué te pasa, estúpida? No me toques.
Las mejillas de Samantha se ruborizaron y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Por qué me tratas de esa manera? Mía está muerta y aquí estoy yo.
La tomé del cuello y lo apreté. Era tan irritante que no me inspiraba nada más que desprecio.
—Mira, perra, Mía no está muerta. Ya la tengo localizada y voy a volver con ella. Así que recoge lo poco que te queda de dignidad y lárgate de aquí.
El rostro de Samantha se estaba amoratando mientras intentaba respirar. No me importaba en absoluto lo que ella estuviera sintiendo. Nada me importaba, solo quería que Mía regresara a mí, estar con ella, devorar su cuerpo intensamente y hacerla mi mujer, la reina de todo mi imperio. Pero primero debía sacarla de la mansión de Bianchi, y si tenía que acabar con él, lo haría.
Samantha recobró el aire y se llevó las manos al cuello, sobándose lo lastimado.
—Eres una bestia, me lastimaste.
—Te lo buscaste, querida Samantha. No tienes idea del fastidio que te tengo. Tú misma engañaste a tu mejor amiga. ¿Quién podría confiar en ti?
—Ella fue la que te engañó a ti. Sí, Mía está viva, está con su amante y van a casarse. ¿No viste los noticieros? Busca la noticia del compromiso de Salvatore Bianchi. Ella se va a casar con él y está enamorada. Te traicionó como a un perro.
—¡Cállate! —las palabras de Samantha me estaban exasperando.
—¿Callarme? No, claro que no, porque esa es la verdad. Esa mujer te engañó. Ella me lo contó todo antes de irse. Todo lo planeó. Ella era amante de Salvatore. Ahora está fingiendo demencia, y en menos de dos meses se casará con él y se irán del país.
Cada palabra de Samantha era como un martillo golpeando mi cerebro. ¡Maldita sea!
—Estás mintiendo, zorra. Ella tuvo un accidente.
—¡No, no miento! Ella me lo contaba todo.
—¡No! —grité exasperado. Vi tan pequeña a Samantha que intenté darle un golpe, pero ella se tapó la cara y sentí como si mi cabeza explotara. —¡Lárgate de aquí, Samantha!
Ella se acercó e intentó tocarme.
—Cálmate. Yo sé que esto es difícil de asimilar, pero ya debes aceptarlo, por favor.
—¡Lárgate, te dije! —grité con más furia.
Samantha dejó rodar un par de lágrimas por sus mejillas y me miró con desasosiego.
—Te vas a arrepentir, Sebastián. Cuando veas a Mía casada con ese hombre, te vas a arrepentir.
Samantha se giró y se fue, cerrando la puerta de mi despacho a sus espaldas.
Atacaría a Salvatore Bianchi, y, aunque fuera a la fuerza, traería de nuevo a Mía a mi lado. La obligaría a amarme de nuevo, la haría mi mujer mañana, tarde y noche. No iba a permitir que un simple aparecido me robara su amor.