El Marqués tuvo la sensación de que se había metido en un laberinto del que no le iba a ser fácil salir. Se durmió pensando en Lucrecia y despertó varias veces en la noche, para pensar de nuevo en ella. Llamó a su ayuda de cámara mucho más temprano que de costumbre y ordenó que le prepararan un caballo. Era una mañana magnífica. Nunca había tenido una primavera tan tibia, ni apacible como aquella, ni anuncios tan tempraneros de un buen verano. Era casi como si los elementos naturales se estuvieran burlando de Napoleón, que había estado esperando en vano todo el Verano pasado a que soplasen los vientos adecuados y la marea conveniente para lanzar las barcazas que esperaban en las costas francesas la oportunidad de invadir Inglaterra. Sin embargo, debido a que todavía era temprano, el vie