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El Marqués Aburrido

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Obligado por las circunstancias a casarse con Lucrecia Hadley, hija de un acaudalado caballero, el Marqués de Merlyn, se preguntaba desesperado qué podía tener en común con una jovencita inmadura de dieciocho años..., hasta que la conoció, y supo que era una mujer tan hermosa, como sofisticada y desconcertante. “–Sospecho, Lucrecia, que estás tratando de provocarme deliberadamente, y no sé si besarte, o darte una azotaina… - Lo siento, milord, pero tales libertades, por deliciosas que sean, se las permito únicamente a mis amigos íntimos. Y usted…, usted es sólo mi marido…”

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Capítulo 1 1804−Quédate… un poco más! La voz era suave y suplicante, pero el Marqués logró zafarse de un par de brazos tenaces y abandonó el lecho. Pasó sobre un diáfano “salto de cama” de gasa, que se hallaba tirado en el suelo, levantó su corbata blanca y se dirigió al tocador. Anudó la corbata alrededor de su cuello con una rapidez y una eficiencia que hubiera sorprendido a no pocos contemporáneos. La mujer no hizo ningún esfuerzo por cubrir su desnudez. Lady Ester Standish estaba convencida, además se lo habían repetido muchas veces, que su cuerpo era un verdadero modelo de perfección. En realidad, recostada contra las almohadas de seda bordeadas de encaje y con sólo dos collares de grandes perlas negras por toda vestimenta, se veía muy hermosa. Su cabello rubio, los ojos azules y la piel blanca eran requisitos de belleza para las “incomparables” y Ester Stands, las eclipsaba a todas. Ninguna otra rivalizaba con ella. En esos momentos, sin embargo, no estaba pensando en sí misma, lo cual era poco común, sino en el Marqués de Merlyn, que se encontraba a espaldas de ella, de pie ante el tocador. La mujer podía apreciar, reflejado en el espejo sus hombros anchos, su pecho musculoso que iba estrechándose hasta concluir en una cintura pequeña, por encima de sus esbeltas caderas. Tenía un cuerpo atlético, sin un gramo de grasa en exceso. Sin embargo, su actitud daba tal impresión de indolencia que sus conocidas se preguntaban con frecuencia cómo lograba mantenerse en tan buenas condiciones físicas. Había algo en el Marqués, se dijo Ester Standish, que lo hacía irresistible a las mujeres. Tal vez era esa forma perezosa en que solía mirarlas. Los párpados entrecerrados, su costumbre de arrastrar las palabras y esa nota burlona en su voz, que hacía difícil saber cuándo hablaba en serio y cuando en broma, las cautivaban. Pero, quizás fuese su condición de hombre esquivo lo que hacía que todas las mujeres lo persiguieran sin descanso. Observó como el Marqués se arreglaba el cabello peinado en el estilo informal que había puesto de moda el Príncipe de Gales, antes de decir: −¿Cuándo volveremos a vernos? −Sin duda nos encontraremos esta noche en la fiesta de la Casa Carlton− contestó el Marqués−. No comprendo, porque el Príncipe insiste en provocar la furia pública con reuniones tan ostentosas… −Su Alteza Real está harto de la Guerra− dijo Lady Ester con un mohín− tanto como yo. −Me lo imagino. Pero nuestro país está embarcado en una lucha desesperada por sobrevivir y supongo que pasarán muchos años antes que volvamos a saborear las delicias de la Paz. Hablaba muy en serio, pero Lady Ester se encogió de hombros con aire petulante. El fin del Armisticio, el año anterior, había puesto a Inglaterra en pie de Guerra. Aunque Napoleón pensó que los ingleses habían cometido la tontería de desmovilizar su Ejército y su Armada, mientras él fortalecía los suyos, cuando Inglaterra se dio cuenta de que se disponía a invadirla puso fin a la precaria Paz y en poco tiempo, con el esfuerzo de todos, reorganizó sus defensas. Para Lady Ester ello significó la frustración de ver a todos sus admiradores y entre ellos su amante del momento, enrolarse como voluntarios en defensa del país. Para el Marqués, significó la frustración de no poder reincorporarse a su Regimiento, del que se había retirado a la muerte de su padre, poco después de firmado el Armisticio. El Príncipe de Gales se había opuesto afirmando que necesitaba a su lado hombres como él. −¿Nunca estás satisfecho, Alexis?− preguntó Lady Ester de pronto. −¿Satisfecho con qué? −Conmigo… entre otras cosas− respondió ella con suavidad. Él se puso de pie junto a la cama y la contempló. Era difícil imaginar que una mujer pudiera ser más atractiva o deliciosa que aquella. −Ven… bésame– murmuró. El movió la cabeza. Tomó su chaqueta y se la colocó. Lo veía tan apuesto, que Lady Ester insistió con voz apasionada: −Quiero que me beses, Alexis… −Ya he caído otras veces en esa trampa– replicó el Marqués con una sonrisa divertida a flor de labios. Sabía por experiencia que cuando un hombre se inclina hacia una mujer que se encuentra tendida sobre el lecho y sus brazos le rodean el cuello. Era demasiado fácil atraerlo hacia ella... y entonces resultaba casi imposible escapar. −Adiós, Ester − se despidió él. Ella lanzó un grito. −¿Por qué me dejas? George pasará la tarde en Watiers. Cuando salió, después de almorzar, le hormigueaban las manos por jugar a las cartas… ¡Quiero que te quedes! −Eres muy persuasiva− agregó el Marqués−, pero tengo una cita... −¿Una cita?− Lady Ester se incorporó y preguntó con brusquedad−. ¿Con quién? ¡Si es otra mujer, te juro que le arranaré los ojos! −No hay necesidad de que te pongas celosa− la tranquilizó el Marqués con su voz lenta−. La cita es con mi hermana. −¿Qué es lo que quiere Caroline que no pueda esperar? −Es lo que trato de averiguar. Así que debo despedirme, Ester… gracias por tus bondades. Se dirigió hacia la puerta. Lady Ester se levantó de un salto y corrió hacia él. Los rayos del sol entrando por las ventanas dibujaban manchones dorados en su cuerpo y brillaban en el oro pálido de su cabello. Le echó los brazos al cuello y atrajo su cabeza hacia la suya. −Te amo, Alexis− dijo−. ¡Te amo! Y, sin embargo, tú pareces eludirme siempre. ¡Acaso no sientes por mí siquiera un poco de cariño? −Ya te he dicho− contestó el Marqués−, que eres la mujer más atractiva que conozco. Sus labios entreabiertos, hambrientos de besos, estaban muy cerca de los suyos. −Bésame− suplicó−, bésame… El Marqués la besó sin pasión y cuando ella ciñó su cuerpo al suyo, el Marqués la tomó en sus brazos y la llevó a la cama. La dejó caer sobre las almohadas y con una nota risueña en la voz, agregó: −Trata de comportarte con propiedad, Ester… si no puedo visitarte mañana por la tarde, trataré de estar aquí el jueves, a menos que George se quede en casa. −¡No podré sobrevivir tanto tiempo sin ti!− exclamó Lady Ester con un gesto dramático sentándose en la cama. El Marqués volvió a reír, salió de la habitación y cerró la puerta con decisión. Cuando hubo desaparecido, Lady Ester, sumamente irritada, se dejó caer en medio de las almohadas. Siempre era lo mismo. Cada vez que el Marqués se marchaba, ella se quedaba con el temor de que no volvería a verlo. Lady Ester, sin embargo, se habría sentido mejor si hubiera sabido que el Marqués iba pensando en ella cuando dirigía su faetón de la Plaza Berkeley hacia Casa Merlyn, en Park Lane. La Consideraba divertida y disfrutaba sabiendo que era el único hombre por el que había renunciado a todos sus otros amantes… Ester Standish, fue infiel a su esposo desde el tercer año de matrimonio. Había sido casada, casi tan pronto como salió de la escuela, con un noble rico, m*****o del Parlamento, un hombre de buen carácter que no tardó mucho en descubrir que era más fácil predecir el resultado de una partida de naipes que saber cuál sería el próximo capricho de su temperamental mujercita. Ester Standish había florecido hasta convertirse, a los veinticinco años, en una gran belleza. Ahora a los veintiocho, era sin duda alguna, espléndida y al mismo tiempo, insaciable en el amor. Había causado no pocos escándalos hasta que descubrió que no era inteligente exhibir a sus amantes en público, ya que, en la sociedad en la que brillaba, era un error enemistarse con las mujeres. Fue sin duda, esta nueva actitud de decoro, lo que le había capturar al Marqués, luego de más de tres años de persecución. Hecha la Paz, al retirarse del Ejército, el Marqués había comenzado a disfrutar de un mundo social, que le abrió sus puertas sin reserva. No sólo era uno de los hombres más apuestos del bello mundo, sino que también tenía un título muy respetable, extensas propiedades y la posibilidad de quedarse con considerables riquezas una vez saldadas las deudas de su padre. Fue un jugador empedernido. Había frecuentado todos los Clubs de St. James, juzgando con los más notorios tahúres de la alta sociedad, hasta que hubo momentos en que su familia temió que no quedara nada de la enorme fortuna acumulada por sus antepasados. Pero, aunque no hubiera tenido un centavo, de todos modos el Marqués hubiera sido perseguido por las mujeres. Tenía que ser un tonto, y no lo era, para no darse cuenta de sus atractivos. Sabía que Ester Standish lo perseguía y la había eludido con gran habilidad durante mucho tiempo. Por fin sucumbió a sus encantos deseando descubrir si los méritos que tanto, alababan sus ex-amantes eran justificados. Ester resultó ser la mujer más apasionada con la que se había encontrado en su vida. Era insaciable y aunque el Marqués era un amante experto, a veces pensaba que Lady Ester lo sobrepasaba. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que no la amaba. Por ardientes que fueran sus relaciones físicas, jamás participaba en ellas su corazón. «¿Qué estoy buscando?» se preguntó. Recordó otra mujer, tan hermosa como Lady Ester, que le había formulado la misma pregunta. Ella, una dama de sociedad, se encontraba en sus brazos, en la romántica penumbra de una habitación perfumada de nardos. El Marqués se sentía muy cómodo en esos momentos… en paz con el mundo. –¿Qué estás buscando, Alexis?– preguntó la mujer, que tenía la cabeza apoyada en su hombro. –¿Por qué dices eso?– interrogó a su vez sorprendido. −Yo sé que por mucho que te ame, siempre hay una parte de ti que no logro alcanzar− contestó ella−, siento que nunca llego al ideal, si así se le puede llamar, que hay en el fondo de tu corazón. −¡Eso es absurdo!− había replicado el Marqués con ternura−. Tú eres todo lo que deseo y busco en una mujer. Sin embargo, sabía que mentía. Con todo lo perfectas que fueran sus relaciones amorosas con aquella hermosa mujer, ella tenía razón al decir que no era suficiente. Lo mismo le sucedía con Ester Standish. Ninguna mujer estaba más dispuesta que ella a entregarse, y él percibía que lograba excitarla como nunca ningún otro hombre había podido hacerlo antes. Sólo bastaba que sus ojos se encontraran a través de una habitación llena de gente para que él sintiese que algo magnético circulaba entre ellos. ¡Y qué hermosa era! El Marqués sonrió para sí mismo, al recordar todos los pequeños gestos y amaneramientos con que ella trataba de atraer la atención hacia su cuerpo, perlas negras sobre su piel blanca, ligas azules bordadas con brillantes. No había nada a lo que ella no recurriese con tal le mantener despierto su interés y el Marqués decidió que semejante obsesión era muy satisf actor ia para su “ego”. Sin embargo, al llegar a su casa en Park Lane y detener los caballos frente al pórtico de columnas, resolvió que no la visitaría al día siguiente. Entró en el vestíbulo de mármol y comprobó con satisfacción que los cuadros de Van Dyck que acababa de comprar a la misma persona a la que su padre los había vendido, aparecían magníficos, iluminados por el sol de la tarde. −¿Ya llegó mi hermana?− preguntó al mayordomo . −Sí, milord, la señora Condesa está esperando a Su Señoría en el salón azul. El Marqués subió con agilidad la gran escalera central. El salón azul era una habitación impresionante, con sus muros blanco y dorado como fondo perfecto para una rica colección de cuadros de maestros franceses. Aun había, sin embargo, varios espacios vacíos y la expresión del Marqués se oscureció un instante pero ya su atención fue atraída por su hermana, que se hallaba de pie frente a la ventana, observando el jardín. ─¡Alexis!− exclamó al oírlo entrar−. Ya comenzaba a pensar que te habías olvidado de mí. −Debes perdonarme por llegar tarde, Caroline− se excusó el Marqués−, pero alguien me entretuvo más de lo necesario. −Me imagino quién te retuvo− comentó la Condesa de Brora con una sonrisa. Tenía cinco años más que el Marqués y aunque era una mujer atractiva, su aspecto físico no era comparable con cl de su hermano. Sin embargo, vestida en forma tan elegante, con su nuevo sombrero primaveral, Caroline podía competir con la mayor parte de las bellezas de la sociedad. −Estaba pensando− dijo mientras se acercaba al sofá−, que los narcisos deben estar floreciendo en Merlyncourt. ¿Has notado que parecen una alfombra dorada cuando recorre la avenida de entrada?

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