Capítulo 13

3433 Words
Mariana estaba en la ciudad. Carlos lo sabía, pero no podía permitir que eso alteraba en algo su vida. Y era verdad, o acaso desde que ella había llegado había variado su rutina. Ella había llegado, y estaba de nuevo en la mansión, pero como ya hacía tiempo que no eran amigos, él no había sido cortésmente saludado, ni él había ido a darle la bienvenida, como hubiese ocurrido años atrás. —Te necesito esta tarde. Le dijo Eduardo por teléfono—. Tengo una reunión con Mike. —Sabes que el médico te dijo ¿ O no te acuerdas? ¿ que te lo tomaras con calma, verdad?. Le recordó Carlos. —Tengo mucho que hacer. Refunfuño Eduardo—. No puedo darme el lujo de quedarme sentado viendo pasar las cosas. Tengo mucho que hacer –repitió. —Si a tus casi setenta años no has terminado de hacer lo que te tocaba en la vida, es que naciste con muy mala racha. Eduardo se hecho a reír —Yo eché a perder mi vida hace mucho tiempo, muchacho, es por eso que he hecho todo lo que he tenido que hacer. No me voy a morir todavía, así que no te preocupes tanto por mí. Carlos suspiró. —Está bien. Te acompañaré en esa reunión. Está visto que no puedo hacerte entrar en razón. Mike llegó puntual, cómo siempre a la reunión, pero no llegó solo. Por primera vez, fue acompañado. Era un sujeto de más o menos su misma edad, de pocas palabras, y vestido con ropa casual, no de oficina. Se había presentado como Alberto Shell, y a pesar de que bromearon acerca de sus orígenes pobres, él no se molestó ni se avergonzó, ni tampoco dijo nada. Mike y Eduardo habían empezado su conversación como siempre, bromeando y riéndose el uno de la vejez y terquedad del otro, pero en esta ocasión tal vez se exasperaron más de lo necesario, hasta que tanto él como Alberto fueron echados fuera de la oficina de Eduardo. Típico, sonrió Carlos y se sentó en el mueble de la salita y tomó una revista. Tenía mucho que hacer, pero no podía irse, así que se dedicó a matar el tiempo leyendo un artículo de la Revista Forbes. Alberto Shell, en cambio, estaba impaciente, y empezó a pasearse de un lado a otro en la pequeña sala. —Si no te quieres volver loco. Le dijo Carlos con voz pausada—, más te vale que hagas algo productivo mientras esperas –puso sobre la mesa de café la revista instándolo a que la recibiera. —¿Leyendo esto?. Leyendo ésto, y Carlos sólo se encogió de hombros. —Es la Forbes. Dijo Alberto se sentó en uno de los sillones mirando por encima la revista y respirando profundo un poco molesto. —No veo por qué me hizo venir, si no ha servido de nada. Comentó Alberto —Por supuesto que sí. Contestó Carlos consientemente. —Mike, acaba de demostrarle a mi jefe que puede hacerle perder el tiempo a uno de sus más ocupados y caros ejecutivos sólo porque se le antoja—. Alberto se aclaró la garganta. —No soy… uno de sus más caros ejecutivos. —¿Ah, no?. Entonces te aprecia. Alberto se echó a reír. —No entiendo sus razones. —No te preocupes. Son vicios de gente como ellos. Siempre están intentando demostrar su poder, aun ante los más viejos amigos. Y creo que tú y yo no hemos sido debidamente presentados. Añadió extendiéndole su mano—Carlos Juárez. —Alberto Shell. —¿El hijo de Harry Shell? —Créeme, no soy hijo de nadie que tú conozcas. Carlos elevó sus cejas recordando que Mike y Eduardo habían bromeado con que Alberto era pobre. Entonces era ¿verdad? . Su ropa no era la más costosa, pero definitivamente Mike no habría traído aquí a alguien que no fuera de un alto cargo ejecutivo, tal como él mismo. —¿Trabajas desde hace mucho para Eduardo San Clemente?. Le preguntó Alberto y Carlos no pudo más que sonreír. —Toda mi vida he trabajado para él. —Ah. Okey —¿Por qué? —No… curiosidad—. Y en el momento, como si todo hubiese sido un baile concertado, entró Mariana de la nada. Hacía un par de años no la veía, y ah, su estúpido corazón. Ese cretino sin mente se saltó un latido apenas verla y él se puso en pie. Alberto hizo lo mismo, y al ver a Mariana, caminó a ella y la saludó con un beso en la mejilla, y Carlos miró a uno y a otro preguntándose por qué tanta familiaridad entre los dos. —¿Está papá dentro?. Preguntó Mariana. La pregunta, obviamente, era para él, pero ella no lo miraba. —Sí… pero… está algo ocupado. Le contestó Carlos, repitiéndose una y otra vez que no importaba, Mariana no le pertenecía, y era una extraña, ajena, totalmente ajena. Ella había mantenido su cabello corto, y su estilo no había cambiado desde que era una adolescente, camisetas negras, pantalones oscuros y botas de suela gruesa y hebillas de metal. Estaba preciosa. —Ah, okey… —siguió ella sin mirarlo aún—. Necesitaba hablarle algo urgente. —Si te puedo ayudar… Se ofreció, y de inmediato se mordió la lengua. Hoy estaba de un nivel de torpeza vergonzoso. —No, gracias. Contestó ella, tal como era de esperarse—. Volveré más tarde. — Mariana se despidió de Alberto con una sonrisa y salió, sin dedicarle a él una sola mirada directa. Y luego tuvo que soportar la risa de Alberto Shell. —Vaya, amigo, tienes todo un problema aquí. Dijo Alberto y Mariana esquivó su mirada—. ¿ Estás enamorado de la hija de tu jefe? —No sé de qué hablas –mintió, resistiéndose a creer que había sido tan fácilmente descubierto por un extraño. Pero claro, él se había portado otra vez como un adolescente. —¿Y te atreves a negarlo?. Carlos lo miró como queriendo matarlo. — Está bien, como quieras; pero si no quieres volver a delatarte de ese modo, trata de relajarte un poco cuando estés de nuevo cerca de ella. Carlos soltó un suspiro. Se sentó y tomó de nuevo su revista sin mirarlo. —Sigo sin verle el lado gracioso. —Lo gracioso, amigo mío, es que estoy en el mismo barco que tú. Carlos lo miró tratando de comprenderlo. —¿Tú… ?. Abrió bien sus ojos al caer en cuenta— ¿Elena? —La misma. —Oh, vaya. Entonces sí se echó a reír. Tal vez sólo otro enamorado de un imposible podía comprenderlo y no juzgarlo— Espero que lo lleves mejor que yo. En serio. —Ah, no te preocupes. Ahí vamos. Carlos elevó sus cejas. Tal vez entre Alberto y Elena las cosas no eran tan imposibles como él había creído. —Pero tú tienes serios problemas Siguió Alberto —Y que lo digas. ¿Lo notaste?. Rió Carlos al fin. Después de todo, tenía que reconocer que de vez en cuando él era objeto de risa—. Estoy seguro de que si le preguntas cada color de esta habitación lo recordará, pero no habrá notado que en ella estaba yo. —Grave. Carlos sonrió asintiendo. Ya estaba acostumbrado a esto, pero no dejaba de doler. Hizo una mueca y siguió leyendo su revista. A Mariana le temblaban las manos. Las apoyó en la pared y escuchó el comentario de Carlos acerca de que ella recordaría los colores y formas de todo lo que la rodeaba, menos a él.¿ Cómo podía él sonar tan convencido de algo así? . ¿Había hecho ella tan bien su trabajo? Con las mismas manos temblorosas, se tocó su corto cabello, como inspeccionándolo, y cuando se giró, tropezó con una joven mujer que la miró preocupada. —¿Está bien, señorita? ¿Le hice daño?. Mariana sonrió. —Estoy bien, gracias… —¿Necesita al señor San Clemente? —No, yo... —¿ O tal vez al Señor Juárez? —¿Lo conoces? –preguntó ella. —Claro. Soy su secretaria. —Ah… No. Por favor no le digas que me viste aquí . Diciendo estás palabras, se alejó. Dayana la miró extrañada preguntándose por qué tal petición. Pero no prestó demasiada atención, igual, no sabía quién era esta mujer ni cómo se llamaba, así que siguió su camino. Alberto y Carlos hicieron buenos amigos. Tal vez porque tenían los mismos orígenes, tal vez porque la escena con Mariana los había acercado de una manera que cualquier otra cosa no habría podido, pero lo cierto es que quedaron de encontrarse para un juego de béisbol. Carlos aceptó. Su único amigo había sido Smith Jhonson, pero dado que él estaba en la otra punta del país, muy poco podían verse y charlar. Hacer nuevos amigos era de hombres sabios, así que se dedicó a cultivar esta nueva amistad. Y de paso conoció a Jordanys Moore, que en cuanto lo conoció, no dejó de preguntarle si de casualidad se conocían de antes. Él estaba seguro de no haberlo visto a él en el pasado; recordaba los nombres de sus amigos en la escuela cuando aún su madre estaba viva, y luego, cuando se pasó a la escuela privada. Y si Jordanys era también del mismo barrio de Alberto dudaba que se hubiesen encontrado antes, pues él se había levantado en otra zona de la ciudad. Pero luego Jordanys concluyó que a lo mejor había sido por la entrevista que de él habían hecho y dejó la cuestión. Y fue allí, en ese juego de béisbol, donde Alberto lo convenció para que asistiera a esa gala de beneficencia. Y fue en esa gala de beneficencia donde Mariana destrozó su corazón, esta vez, ya de manera irreparable. Llevaba a cuestas la maldición de su memoria fotográfica así que cada palabra dicha por ella en ese balcón, mientras él escuchaba abajo, lo perseguirían por demasiado tiempo. "A mí me dará igual que lo haga o no lo haga”, había dicho ella. “Nunca me ha interesado Carlos Juárez nunca me ha gustado en lo más mínimo. Si se revuelca con diez mujeres al tiempo me da absolutamente lo mismo que si se queda santo para toda la vida. Por qué me tiene que importar lo que él haga?” Y cuando Elena le recordó que en el pasado habían sido amigos, esperó a que ella al menos aceptara eso. —Habían sido amigos, aunque ahora no lo eran, ¿verdad? —Era una amistad de niños . Había contestado ella—. Él me daba lástima, era el huérfano sin dinero, un recogido de mi papá… —¡Mariana!. Le reprochó , tal vez incrédula de que su amiga fuera capaz de decir algo así. —Y si quieres saber la verdad. Exclamó Mariana de nuevo, y Carlos giró su cabeza como diciendo: sí, por favor, dilo todo de una vez y acabemos con esto —, ni siquiera noto que está por allí; Carlos Juárez se ha vuelto invisible para mí. Y Carlos entonces fue incapaz de sentir, de pensar, o de respirar. Pestañeó varias veces y tragó saliva intentando desatar el enorme nudo en su garganta. Respiró profundo buscando el aire. Miró al cielo y se encontró con aquella la constelación de la Osa Mayor. Y se juró nunca más dedicarle un pensamiento a Mariana San Clemente. Ni siquiera por error. No uses más la excusa de que tu corazón es desobediente, no te ampares bajo el pretexto de que el amor es un ser vivo que sólo morirá por sí mismo. Emma tenía razón. En aquella cocina había tenido razón. Ella nunca le correspondería, no tenía posibilidades con ella. No había siquiera un “quizás”, ni un “tal vez”. ¿Y ahora, qué iba a hacer él con sus diez años pasados? ¿ Quién le devolvería su corazón, siendo que lo había entregado? Cerró sus ojos con fuerza, y se recostó a la pared. Qué era eso tan malo que él había hecho como para que Mariana hablara de él de esa manera. Que él recordara, nunca le falló como amigo. Sus secretos estaban a salvo con él. Siempre que pudo, la ayudó. Incluso, si sabía conducir aun a pesar del terror que le tenía a los autos se lo debía a él. La perdonó cuando la vio con Ryan aquella vez. Incluso había estado dispuesto a perdonarla por irse con Jhon también. Pero ella no estaba interesada en obtener nada de él, ni sus perdones, ni su amistad, ni mucho menos su amor. Ah,¿ por qué. Por qué.? Parpadeó varias veces respirando profundo, y al levantar la cabeza se encontró con la mirada Emma Caruci. —¿Tú… escuchaste eso? Ella asintió mordiendo sus labios, y Carlos quiso reírse y esconderse al tiempo. Ella iba a decir “te lo dije”, y con justa razón. —Lo siento tanto, Carlos… —No importa. De verdad, no importa. Dijo él tratando de quitarle importancia a todo, pero fracasó. Emma lo conocía demasiado bien. —No mientas, Carlos. Sé que la amas, y te he dicho mil veces que ella nunca te valorará como te mereces. —Mira, Emma, tus palabras no son precisamente balsámicas en éste momento. Susurró él separándose de la pared en la que había estado recostado y dando unos pasos. Ella lo detuvo tomándolo de la manga de su saco. —Dímelo –le pidió ella—, dime qué necesitas que te diga, o que haga, y lo haré, Carlos. Te lo juro. —Emma… —¡Por favor!. El la miró fijamente, y recordó cuando, en aquella cocina, ella le robó un beso. Tal vez si Emma lo amaba tan sinceramente como decía, él podía tener la oportunidad de fijarse en otra mujer. Tal vez el amor de Emma podía ayudarlo a él a olvidar. Elevó su mano al rostro de ella, y le hizo una suave caricia que ella recibió gustosa. —Esto está terriblemente mal. Susurró Carlos. —No me importa. Contestó ella—. Quiero esta oportunidad. Ante esas palabras, él no pudo más que sonreír e inclinarse a ella. Esta vez, el beso lo inició él. Nina fue paciente, y aceptó todo lo que él podía darle por ahora, y eso le dio confianza, y le ayudó a sentirse un poquito mejor. Si Emma hubiese saqueado su boca como aquella vez, él habría tenido que alejarse, pero con este beso ella le estaba diciendo que irían al ritmo que él marcase. Y él necesitaba esto. Cuando el beso acabó, encontró que ella estaba llorando. —Perdona ¿ te hice daño? —No seas tonto. Contestó ella riendo y secándose las lágrimas—. Es sólo que… estoy feliz—. Él la abrazó y la tuvo allí por unos minutos. —Prometo ser un buen novio. —Eso no lo dudo. —Te seré fiel. —Yo también. —Espero que funcione, Emma. Estoy cansado de… Yo… —No tienes que decir nada. Si te hace daño hablar de esto que acaba de pasar, no lo haremos. Cuando te sientas preparado, lo sacarás todo afuera y entonces la habrás olvidado. Y yo estaré allí para verlo. Él asintió reconociendo la sabiduría en esas palabras y la retuvo otro poco allí. El cuerpo de Emma era suave, y cálido, y se amoldaba al suyo a la perfección. Tal vez no era tan descabellado estar con ella, pensó, y al fin dejó de abrazarla. —Deberíamos ir adentro. —Sí. Ya deben estar en la cena. Carlos asintió, sintiéndose terriblemente inseguro de volver al interior, pero nunca había sido un cobarde, y no empezaría a comportarse como uno ahora—. Yo estaré a tu lado –prometió ella. Carlos le limpió las lágrimas hasta no dejar rastro, y del brazo, volvieron dentro. No miró ni por un segundo a Mariana, y a mitad de fiesta, ella, Elena y Alberto se fueron. Mariana entró a la mansión con unos zapatos de tacón alto en la mano. Caminó directo a la sala del piano y se sentó frente a él, tiró los zapatos a un lado y destapó las teclas. Recordó cuando, aquí, tocó por primera vez el piano al lado de Carlos. Él había estado tocando una canción muy popular y ella había amado esas torpes notas. Él había mejorado con el tiempo, pues era inteligente, y dedicado. —Carlos. Susurró ahora con voz temblorosa, y con lágrimas corriendo por su barbilla y cayendo en el escote de su vestido de fiesta, apoyó los dedos sobre las teclas del piano y sacó las primeras notas de la canción. No había nadie que tocara la melodía mientras ella acompañaba ahora, y así se sentía su vida. Cuando regresó de Italia, había tenido la esperanza de que él la hubiese olvidado. Pero ese hombre era tonto y terco, y encontró que en vez de olvidarla, tal vez sus sentimientos sólo se habían intensificado.¿ Por qué era ella destinataria de tanto amor? Ella no lo merecía! Ni a él, ni a ese amor tan puro! Había sido dura, había sido cruel, y él permanecía allí, como una flor silvestre que se resistía a morir a pesar de los inviernos. Hoy ella había aplastado esa flor. Sin querer. Había soltado esas palabras sólo para que Emma por fin dejara de acosarla con el tema, y él había escuchado todo, estaba segura. Esa mirada rota, esa sonrisa vacía significaban que esta vez ella había matado ese amor de verdad. No lo había conseguido Ryan, ni Jhon. Lo había hecho ella misma. —Algún día me perdonarás. Susurró, doblando su espalda como si estuviera sufriendo un dolor físico muy intenso, y las lágrimas cayeron a las teclas del piano, que se habían quedado silenciosas—. Algún día lograrás recordarme sin dolor. Tal vez no con alegría, pero sí sin dolor. Rezo por eso. Y entonces se echó a llorar. Furiosa y profundamente. Las lágrimas la ahogaron, y ella tuvo que alcanzar el aire de alguna manera. Lloró sobre el piano sin testigos, si nadie que pudiera decirle a Carlos que todo tenía una razón, que ella tenía una poderosísima razón. Ni siquiera Emma la sabía, su mejor amiga. Estaba sola, y ahora, más que nunca. Estaba sola, y así se sentía. Carlos escuchaba las mismas notas de piano. Estaba tirado en el sofá de su sala, y sostenía una vaso de whisky a las rocas en las manos, mientras miraba el vacío y escuchaba en su equipo de audio las notas de la canción que una vez tocó con ella. Lo tenía todo, tenía dinero en su cuenta, acciones en una importantísima empresa, propiedades, autos, ropa, amigos, amigas a las que podía llamar si se le antojaba ahora mismo, o a la misma Emma, que había dejado sola en su apartamento a pesar de su ruego silencioso de entrar con ella. Tenía todo lo que un soltero podía desear, pero era increíblemente infeliz, sobre todo ahora. Haz duelo, se dijo. Suéltalo y supéralo. No te hundas de nuevo, no colapses. Eres fuerte. Las innumerables caídas te han enseñado a levantarte con estilo. Levántate y mira hacia delante. Mariana es parte de tu pasado. Ya no sueñes con ella, ni dormido, ni despierto. Aprende a recordarla sin dolor. ¿Sería capaz? ¿O es que acaso tenía otra opción? Tomó un sorbo de su whisky y respiró profundo. Había cambiado muchas cosas de su vida, su suerte, su condición económica. Ahora muchos que antes lo miraron por encima del hombro le hablaban con respeto y atendían sus palabras. Su madre lo miraría ahora y se habría sentido orgullosa, claro que sí. Y María Guadalupe más que ninguna, le habría dicho que debía seguir adelante. Ella misma lo había hecho, ¿no era así?. Vació su vaso y se puso en pie. Extendió la mano para apagar el equipo, pero, como si todo su cuerpo se rebelara, esperó a que la canción terminara, y sólo entonces lo apagó. A paso lento, cansado, adolorido por todas las partes de su alma y su ser, caminó hasta su habitación, y una vez allí, se quitó el saco, la corbata, tiro los zapatos, arrojo el cinturón, y se tiró a la cama boca abajo. Tenía la mente en blanco, y eso era bueno. Pronto, se quedó dormido.
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