Capítulo 14

4201 Words
Los días pasaron, uno a uno. Carlos estuvo bastante ocupado con la búsqueda de Jhoselyn Shell la hermana de Alberto, la cual habían raptado y luego que ésta fue liberada, pudo conocer un poco más la familia de Alberto y cuando Elena viajó dejándolo, conoció también un poco más acerca de Jordanys y su pensamiento acerca de las mujeres en general. En esos días poco se comunicó con Emma por eso no le extrañó mucho verla en el lobby de su edificio una noche al regresar. Como el conserje no la conocía, y él no había autorizado su nombre para que entrara libremente, ella estaba aquí, esperándolo. —¿Qué haces aquí?. Le preguntó él con una sonrisa. —Vine a verte. —¿A esta hora?. Emma le rodeó los hombros con sus brazos y lo besó. —No te voy a mentir y a decirte que pasaba por aquí de casualidad y decidí verte. ¿Vine expresamente a pasar la noche contigo. Carlos elevó una ceja. —¿ Ah… sí…? —Sí. Soy tu novia y sigo virgen. ¿ No piensas solucionar eso?. Carlos se echó a reír. Le rodeó la cintura y caminó con ella al ascensor. Mientras esperaban, ella se recostó a su hombro y suspiró. —He estado muy ocupado… –empezó a excusarse él, pero ella le puso un dedo sobre los labios. —Cariño, no tienes que explicarme. Eso lo sé. Lo de la hermana de Alberto ha sido terrible, y como eres su amigo, imaginé que te sentirías en el deber de ayudarlo. Él sonrió de medio lado. El ascensor llegó, y ambos entraron. —¿Tanto me conoces? . Ella sonrió, un poco sonrojada. —Bueno. He estado observándote por años. Por supuesto que te conozco. Él se echó a reír. —No eres una acosadora obsesionada. ¿Verdad? —Sí, creo que sí lo soy –dijo ella mirándolo con picardía, y Carlos volvió a reír. Entraron al penthouse de Carlos que había regalado Eduardo, por haberse graduado con honores. La otra parte la había hipotecado, y ya hoy estaba del todo libre de deudas. Era suyo. Tenía otras propiedades de más alto valor, pero este tenía un especial significado, pues era la primera vivienda que había podido comprar y pagar en gran parte con su propio dinero, fruto de su esfuerzo. Encendió las luces y Emma quedó admirada observando todo en derredor. Era precioso. La sala debía tener el tamaño de una cancha de tenis, y dos muebles con forma de L en color n***o se ubicaban el uno frente al otro con una pequeña mesa de café en medio. Las cortinas de un tono vino tinto se corrieron automáticamente y se pudieron ver las luces de la ciudad, en el amplio balcón, una mesa y un par de sillas invitaban a sentarse. La cocina estaba a la derecha y la mesa de comedor, de ocho puestos dispuesta al estilo europeo, estaba muy cerca. Otra pequeña sala estaba en un rincón, y Emma, que debía estar acostumbrada a este tipo de lujos, sólo pudo mirarlo con una sonrisa. —Te gustan las cosas finas. —Claro que sí. —Lo digo porque… No muchos tienen este buen gusto. —Me lo tomaré como un cumplido. —Eso pretendía ser –él sonrió y se encaminó al mini bar incrustado en uno de los rincones de la sala. —¿Te apetece tomar algo? —Un Vieux Carre. Enseguida Carlos se puso detrás de la barra y sacó los ingredientes y un vaso ancho y corto. Emma se acercó y lo observó cortar la piel de una limón, luego mezclar El Benedictino, El Vermut dulce, El Coñac, El Whisky de Centeno, El Amargo de Angostura, El Amargo de Pychaud y luego decorarlo con una cereza. Sonrió pensando que, después de todo, este chico tenía un poco de mundo y sofisticación. Cuando él le sirvió su rico Vieux Carre. Emma se sintió como una verdadera princesa. Le dio un trago y sonrió. —¿Está bueno?. Preguntó él. —Buenísimo. —Bien, eso me alegra Emma sintió su corazón acelerado cuando él le sonrió.¡ Dios querido, él era tan guapo, y al fin hoy sería suyo!. Dejó su bebida a la mitad, a pesar de lo bueno que estaba, y se encaminó a él. Se iba a dar un buen trago de este hombre ahora, y tenía ansias de empezar ya. Lo besó, desabrochó los botones de su camisa y lo fue guiando hasta hacerlo caer sentado en el sofá más próximo. Ella se puso de rodillas entre sus piernas y no dejó de besarlo. Bajó su mano hasta su bragueta y empezó a abrirla. Cuando Carlos la vio bajar la cabeza, la detuvo. —Espera. —¿Qué?. Ella a lo miró como si temiera que él la fuera a rechazar, pero él sólo estaba un poco sorprendido. Dios sabía que tenía experiencia con las mujeres, pero a ninguna de ellas, ni a la más loca de todas, le permitió empezar una relación con él de este modo. Se preciaba de ser atento y caballeroso hasta en la cama, así que no permitía que una mujer le hiciera esto sino hasta que él la hubiese satisfecho primero. Él le tomó los brazos y la hizo estar en pie, ella seguía mirándolo a los ojos, con los suyos enormes y expectantes. —Soy un poco anticuado. Sonrió él, como pidiendo disculpas—. La primera vez –siguió—, déjame ser quien haga el trabajo. —No es problema para mí. Tú no eres un extraño, y yo… —Aun así. Insistió él, y tomándola de la mano, la llevó hasta su habitación. Mariana llegó al sitio donde Elena la había citado. Tenían mucho que hablar. Habían pasado tres meses en los que ella había estado por fuera, llena de misterios y mentiras, y por fin podían sentarse y hablar de todo abiertamente. Había echado de menos a su amiga en esos meses, y al no tener con quien darse una escapada y salir por ahí a beber, o de compras, o a comerse un enorma taza de helado de chocolate, no había tenido más remedio que encerrarse en su estudio y pintar, y pintar, y pintar. Sería la pintora más productuva de la historia, excepto porque dudaba ser capaz de mostrar sus obras a alguien. Saludó a Elena que estaba radiante, y brillaba como el sol de una mañana de primavera, y se sentó al frente en la pequeña mesa de la cafetería en la que se habían citado. —Estás bellísima, amiga. Elena rió, y luego fue borrando su sonrisa. —Cariño, ¿has bajado de peso? —¿Yo? —Estás mucho más delgada. —Tan linda yo, y tan cándida, vengo y te digo que te ves preciosa, y tú me devuelves el cumplido con una cara de preocupación de quien dice:¡ Oh, tengo frente a mí a una cadáver! —No lo tomes así. Le reprochó Elena—. Pero tienes que admitir que has bajado de peso. —Tal vez un poco. —¡Y te estás dejando crecer el cabello! –exclamó Marissa con una sonrisa—. Al fin! –Diana no pudo evitarlo y se sonrojó un poco tocando las puntas de su cabello, que le tapaban las orejas y le rozaban el cuello—. Y te sonrojas! volvió a exclamar Elena—. Dime, dime, dime! ¿Tiene que ver con un hombre? —¿Qué tiene que ver mi cabello con un hombre? —¿Tal vez conociste a alguien que las prefiere con el cabello largo? —Eso sería una soberana estupidez. Dijo Mariana sorprendida—¿Qué mujer se dejaría crecer el cabello o se lo cortaría sólo porque eso le gusta o le disgusta a un hombre? —Pues si Alberto me dijera que las prefiere calvas, iría ya mismo por la peluquera —¿Tú no harías tal cosa!. Elena rió ruidosamente. En el momento llegó un camarero y ambas hicieron su pedido. —¿Entonces, no hay ningún hombre tras tu decisión de dejarte crecer el pelo?. Insistió su amiga. Mariana miró al cielo. —Por Dios, Elena… —pero cuando su amiga la miró más bien preocupada, Mariana se tragó lo que iba a decir—. Ya te he dicho –dijo en vez— que eso del amor es para gente afortunada como tú y tu Alberto. Yo no estoy hecha para eso. —¿Quién decidió algo así? Me opongo totalmente! Eres joven, hermosa, inteligente y buena. Cualquier hombre te querría!. Mariana miró a su amiga con la mueca de una sonrisa. —No me mires a mí. No fui yo quien decidió… —¡Hola!. Exclamó Emma, llegando a la mesa y abrazando a ambas. Mariana miró a Elena interrogante, pues había creído que estarían la tarde solas. Elena hizo una mueca de disculpa. —Llego tarde, lo siento. Siguió Emma. —No… No sabía que venías. Susurró Mariana. —Bueno, yo la invité. Contestó Elena. —¿Te molesta que haya venido?. Preguntó Emma sentándose en la silla que estaba libre—¿ Estamos peleadas por algo y yo no lo sabía? —¡No, claro que no!. Contestó Mariana sonriendo—¿Por qué íbamos a estarlo? —¡Y bien!. Exclamó Elena tratando de enfocar la atención en sí misma—¿Y qué tal si les doy la noticia de la que les hablé por teléfono? —¿Estás embarazada?. Pregunto Emma con confundida a Elena le entró tos. —¡Claro que no!. Dijo luego—. ¡Si llegara a quedar embarazada antes de la boda, papá me desheredaría!. Emma se echó a reír. —¿Entonces es eso?. Preguntó Mariana—. ¿Ya tienes la fecha de la boda? —Tres meses, dos semanas y cuatro días a partir de hoy! —¡Felicitaciones! —No es un poco pronto?. Preguntó Mariana. —!Eso sólo te deja a ti, Mariana!. Exclamó Emma mirándola con ojos brillantes. —Me deja a mí ¿por qué? —¡Por casarte, claro! —¿Cómo así? Acaso tú y Carl..… —¡Aaah! No lo sé, pero las cosas marchan taaan bien entre los dos que no dudaría que ese hombre me propondrá matrimonio algún día ¡Carlos es increíble!. Exclamó apretando el brazo de Elena, que la miró con una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Es el novio perfecto! Nunca había salido con alguien tan atento, tan detallista, y tan… Dios, se acuerda de las fechas, de detalles como mi bebida favorita, o la comida que odio, y en la cama…!!! Jesucristo!! Elena miró a Mariana, que seguía sonriendo con la misma expresión hueca de antes—. Es el amante ideal! He probado cosas con él que antes ni se me habían ocurrido! Y ya te imaginarás cómo soy yo no tengo reservas en la cama! Así que, por Dios! Sólo una verdadera INEPTA lo dejaría ir. Eso terminará en boda sí o sí. Me aseguraré de sí. Mariana se echó atrás un mechón de cabello que se le vino a la frente. —Tienes razón. ¿Sólo una inepta, verdad? —¡Estoy tan feliz!. Exclamo Emma—¿ Elena te crees feliz? elevó una ceja y sonrió—. Pues apuesto a que yo soy aún más feliz que tú. Alberto está bien, pero Carlos hace que todas las partes de mi cuerpo aplaudan. Mariana se puso en pie con el teléfono en la mano y se disculpó. Dio unos pasos alejándose y habló con alguien a través de él. —¿El teléfono en realidad timbró?. Pregunto Emma con tono dudoso. —No lo sé, tal vez lo tenía en vibrador. —¿No será que sólo le molesta lo que estoy diciendo? —De todos modos. Dijo Elena con voz pausada—, tal vez estás siendo demasiado gráfica en tus descripciones. —Nunca les he ocultado cosas así a mis mejores amigas. A ti no te molesta y Mariana no tiene por qué ¿verdad? —Muchachas. Dijo Mariana regresando, y evitando que Elena le dijera algo—. Surgió algo importante. Tengo que acudir. —¿Tu padre está bien? –preguntó Elena con voz preocupada. —Sí, no se trata de eso… Bueno, ya me contarán luego. Mariana tomó su bolso y se alejó por la calle andando a paso rápido. Emma la observó hasta que desapareció, luego se giró a Elena y con voz dura dijo: —No me digas que le dolió en algo lo que dije de Carlos. A ella él nunca le ha importado. !Ni poquito! —¿Por qué estás tan segura? —Se lo advertí mil veces. Dijo Emma entre dientes—. Le dije: Haz algo, o lo haré yo; quiero a Carlos. Y ella no hizo nada! Esperé por años! Por lealtad a mi amistad con ella, esperé! No me puede acusar de nada! –los ojos de Emma se habían humedecido, y Elena tuvo que extender su mano y apretar la de ella. —Tienes razón, tienes toda la razón. —Además, ella no lo quiere. Ella misma dijo que él es invisible para ella. —¿Qué? ¿Cómo sabes eso? —Yo la escuché! Y Carlos también la escuchó. —Dios mío. ¿Carlos escuchó eso? —Claro que lo hizo. !Estaba en el jardín esa noche y escuchó claramente todo! Su corazón se hizo pedazos y todo por culpa de su egoísmo! No puede reprocharme nada. —Mariana no te lo reprocha. Aseguro Elena—. Y Daniel eligió, y te eligió a ti,¿ no es así? Podría estar ahora con cualquiera, pero está contigo. Emma asintió, sintiéndose mejor con esas palabras. Elena le pasó un pañuelo y ella lo aceptó secando sus ojos humedecidos. Sin embargo, miró con duda hacia la calle por la cual se había ido Mariana. ¿Y si ella decidía ahora que sí lo quería? Carlos la dejaría por Mariana. Ella miró a Elena y sonrió, ocultando sus temore. Intentó relajarse y volvió a preguntarle a Elena por su boda. Ella aceptó el cambio de tema y siguieron charlando. Mariana se subió a un autobús. En Italia subía a muchos constantemente, así que no se sentía nerviosa o insegura al respecto. Y su ropa no la dejaba estar demasiado fuera de lugar. Se recostó en el respaldo de la silla y miró las casas y edificios al pasar. Cerró sus ojos deseando quedarse dormida. Ojalá no hubiese escuchado la descripción que Emma había hecho de su relación con Carlos. Pero bueno, ella no podía sospechar el efecto que esa información podía tener en ella. No podía haberlo hecho con mala intención. Era obvio que él estaba poniendo todo su esfuerzo en ser feliz con Enma y eso estaba bien. Emma era adecuada para él, lo amaba desde hacía mucho, y era tan abierta y alegre que seguro terminaría llenando esos espacios en su corazón que ella jamás podría. Eran la pareja ideal, y ella debía alegrarse. Ella debía. Su teléfono timbró de verdad esta vez, y atendió cuando vio que era su papá. —¿Dónde estás?. Le preguntó él. —En ninguna parte. Contestó ella con voz sonriente. No quería que su padre sospechara que no se sentía bien—. ¿Me necesitas? —Sí. Ven a mi oficina, si no estás muy ocupada. —No, no… de hecho, no estoy lejos. Estaré allí en unos minutos. —Bien. Dijo Eduardo y cortó la llamada. Mariana respiró profundo y se puso en pie pidiendo la parada para bajar. Probablemente se vería con Carlos, aunque eso pocas veces pasaba cuando ella iba a las oficinas de la empresa. Tal vez era sólo que ella deseaba que ese encuentro ocurriera. Se tocó el cabello y lo acomodó. Elevó su mano y detuvo un taxi. Eduardo miraba a Carlos con los brazos cruzados y ojos disgustados. Y el joven simplemente lo ignoraba fingiendo leer un contrato. —Sabes que no me gusta. Dijo Eduardo—. Esa chica… —Emma Caruci es de una excelente familia… —Ni tan excelente –interrumpió Eduardo—. Su madre abandonó a su marido por irse con otro hombre. —¿Vas a castigar a los hijos por los pecados de los padres? Yo soy un hijo bastardo. A lo mejor hacemos excelente pareja por eso. —¡Tú no haces excelente pareja con ella!. Insistió Eduardo, y se puso en pie mirando su reloj—. Mariana va a venir en unos minutos. Atiéndela. —¿Qué? ¿Yo? ¿Por qué? ¿Para qué viene?. Eduardo sonrió de medio lado mirándolo sabedoramente. —Porque ella es la persona para la cual hiciste ese estudio de mercado, el de la galería de arte. —Me engañaste, Eduardo. Me dijiste que era una obra de caridad… —Oh, la beneficiaria es mi hija. Explícale lo que concluiste de su tienda. —No me puedes obligar a ello. Podría hacer que Dayana se lo explicara y… —¿Así es como vas a tratar a la futura socia mayoritaria de este conglomerado?. Carlos miró a Eduardo apretando tan duro sus dientes que un músculo latió en su mejilla, pero él lo ignoró con una sonrisa y salió de su oficina. Carlos tiró los papeles con fuerza sobre el escritorio y se giró en su sillón mirando por el ventanal, furioso. Sin dedicarle más un pensamiento, tomó el intercomunicador y llamó a su secretaria. —¿Señor?. Enseguida contestó Dayana. —La señorita Mariana San Clemente va a venir en pocos minutos. Por favor, hazla pasar en cuanto llegue. —Sí, señor. Contestó Dayana y en cuanto cortó la llamada, le preguntó a una de sus compañeras quién y cómo era Mariana San Clemente aunque por el apellido pudo sumir que era la hija del jefe. Lo que sorprendió a Dayana fue ver que la señorita San Clemente era la misma que había tropezado con ella en aquel pasillo. Entonces se había visto muy pálida, aunque ahora no parecía de mejor aspecto. ¿Era una niña enferma, acaso? —El señor Juárez la espera. La saludo Dayana, y ella se mostró sorprendida. —No, debe haber un error. Mi entrevista es con papá… quiero decir… —Permítame comprobarlo. Dijo Dayana muy profesionalmente, pero entonces Mariana la detuvo tomándola por el brazo. —No hay problema. Me entrevistaré con él. Me guías a su oficina ¿por favor? —Claro, sigame por favor. Mariana caminó tras ella por los pasillos hasta llegar a una amplia puerta de madera que Dayana abrió para ella. Mariana la traspasó y contempló un poco admirada la arquitectura y la decoración de este espacio. Era sobrio, tal como se esperaba de Carlos, pero era también de excelente gusto y calidad. Le recordaba, en cierta manera, a su habitación de adolescente. Él estaba sentado tras su escritorio, con unos papeles en la mano. Cuando ella entró, él levanto su rubia cabeza, pero tan diferente a todas las veces en el pasado, ésta vez él no sonrió, ni sus ojos brillaron. En realidad, nada en él parecía indicar que le daba gusto verla. ¿Y qué otra cosa podía esperar ella? Así había sido la vez que Elena había regresado con Alberto de Los Ángeles y ella lo había encontrado en su casa hablando con su padre. Éste le había pedido a Carlos que la llevara en su auto y él no se había negado, pero no había pronunciado ni una sola palabra en el camino. Se quedó allí de pie, apretándose los nudillos de los dedos y mirándolo bastante insegura. Él se puso en pie y le señaló la silla frente al escritorio para que se sentara. No en los muebles, como habría sido si ella fuera una visitante de mayor agrado. —Hola, Carlitos… . Él la miró fugazmente cuando ella usó el diminutivo. —Los tiempos han pasaron, Mariana–dijo él, con voz seca—. Si te oyeran llamarme así, dudarían de que soy un adulto capaz. Mariana sonrió. —Nadie que te vea tras ese escritorio dudaría de tus capacidades. Él volvió a mirarla, y esperó a que ella tomara asiento para hacerlo él. Mariana colocó el bolso en su regazo y esperó. —Parece que, sin querer, hice el estudio de tu galería de arte. Ella alzó la mirada a él—. Tu padre me hizo creer que era para alguna beneficencia. —Ah, okey. Lo siento. Pero si lo hiciste tú, estará bien hecho. Quiero decir, confío en ti profesionalmente. —Eso me alivia. Una galería de arte no es viable, Mariana. —¿Qué?. Preguntó ella en un susurro, esperando haber entendido mal. —Hay demasiados factores en riesgo. Confirmó él—, y ahora que veo quién será la artista principal de los cuadros que se expondrán, confirmo que sería una locura invertir en algo así—. Ella lo miró con decepción y tristeza. —La artista soy yo. —Y eres desconocida. Siguió él—. Ningún cuadro tuyo ha sido expuesto con éxito antes. No has sido entrevistada por ninguna revista o programa importante, ni nadie puede decir que posee una obra tuya con cierto orgullo. Invertir dinero en algo así sería una pérdida segura. Ella tragó saliva. —Es verdad que no soy famosa, pero… —Parece que estás muy segura de tus capacidades interrumpió él, enderezándose en su silla y juntando la yema de los dedos—, pero vender cuadros no es como vender ropa, o productos de aseo. Una persona promedio compra uno o dos cuadros finos en toda su vida. Y tú piensas invertir una millonaria cantidad en un producto que no rota, que no tiene alta demanda, y que además, es desconocido. Desde todo punto de vista de mercadeo, no es rentable. —Pero ni siquiera has visto el producto. —No es necesario que lo haga. —No tiene nada que ver con que soy yo la que está delante de ti y te pide esto, verdad?. Preguntó ella, odiando la humedad que acudía a sus ojos. —No, Mariana. No tiene nada que ver con nada personal. Siempre hemos hablado con la verdad, y eso estoy haciendo. —Son unos buenos cuadros, y me esforzaré para que en el futuro todos tengan la misma calidad. Prometió ella—. Podría… usar el dinero de la herencia de mamá para no arriesgar nada. Ella me lo dejó para mí y mis hijos, pero está visto que… —Yo seguiría guardando ese dinero para mí y mis hijos –concluyó él y tomó de nuevo sus papeles, pero no se puso a leerlos, sino que se los pasó a ella—. Aquí está todo. Hice un estudio minisiosamente. Tendrás que buscar a alguien más arriesgado para que te dé un resultado diferente. —Yo… sabes que de esto no entiendo nada. —Cierto, los números te dan dolor de cabeza. Ella lo miró, un poco sorprendida porque él recordara cosas como esa—. De todos modos, esto te pertenece. Yo ya hice mi trabajo. Mariana recibió la carpeta y la miró con suma tristeza. Su sueño era imposible, después de todo. No podría montar su soñada galería de arte. ¿Qué iba a hacer, entonces? Para esto había estudiado, para esto se había ido a Italia. —Si espero a tener un poco más de fama y reconocimiento… ¿es posible que el resultado cambie?. Preuntó ella, con esperanza aún. —Puede ser. Pero tener fama y reconocimiento puede llevarte años. Décadas. Conoces mejor que yo este mundo—Mariana asintió. —Sí. Dijo en voz baja. Se puso en pie con la carpeta en una mano y el bolso en la otra—. Supongo que ya que lo has hecho tú, no hay error. Tendré que confiar en tu palabra. Se encaminó a la puerta, y ya desde allí, se despidió. Dayana vio a Mariana San Clemente, salir de la oficina de su jefe con el rostro contraído por el llanto y se puso en pie para preguntarle qué le sucedía, pero no tuvo tiempo. Ella fue rápida y desapareció por el pasillo. Caminó con cautela hasta el interior de la oficina y encontró a Carlos recostado a su sillón y con ambas manos apoyadas en lo alto de su cabeza, con los ojos cerrados y una mueca en la boca. —¿Señor, se encuentra bien?. Preguntó ella, y él dio un salto al verse visto así. —No. No. Dayana… Necesito… Carlos abrió y empuñó sus manos repetidamente mirando los papeles sobre su escritorio. Él estaba teniendo reacciones extrañas, pero nada la sorprendió tanto como cuando apoyó la frente en el borde de su escritorio y le hizo señas para que saliera y lo dejara solo. Dayana hizo caso. Tal vez lo que a él le pasaba no tenía nada que ver con su salud, o su trabajo.
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