El resfriado terminó por convertirse en algo más. Ahora estoy en el hospital en la sala de urgencias, tosiendo tanto como si quisiera escupir los pulmones, si eso fuera posible. Me duele la espalda y la fiebre no ha bajado en dos días.
Y cuando al fin es mi turno para entrar siento que todo se vuelve n***o.
Cuando despierto estoy en una habitación extraña, con oxígeno, suero y conectada a una maquinita que está midiendo mis signos vitales. No sé qué ha pasado. Odio realmente perder el conocimiento.
No veo a mi madre ni a mi hermana por ningún lado. Estoy sola. O no tanto. Las cortinas a mis lados me indican que hay otros pacientes. Escucho a alguien toser del lado derecho. Me duele todo, es de noche y la habitación solo es alumbrada por las luces de la calle que se reflejan en el techo. De ahí, en fuera, todo es silencio. Estoy tan cansada que cierro mis ojos de nueva cuenta y me quedo dormida.
Una enfermera mueve mi brazo y me doy cuenta de que va a sacarme sangre.
—No te preocupes, es para checar tu carga viral y para que los doctores verifiquen la severidad de tu neumonía. Por favor no te muevas. Asiento.
Antes de que ella salga le indico con la mano que quiere ir al baño. Me siento una inútil y, además, atada a la cama con todas esas conexiones a mi cuerpo. Ella me ayuda con el cómodo. La vergüenza se me pasa cuando comienzo a orinar. Realmente se lo agradezco.
En cuanto se va, la cortina a mi lado derecho comienza a moverse, es un hombre que ha movido la cortina para mirarme. Lleva el oxígeno, pero sin mascarilla.
—Tuberculosis no tienes, hepatitis tampoco, entonces… ¿Sida?
Lo miro con los ojos bien abiertos.
—Estás en el hospital de infectología.
Levanto una de mis cejas en un signo de pregunta, esperando que me comprenda.
—Sida.
Asiento en comprensión.
El hombre cierra las cortinas. Y creo que al parecer ha dado por concluida nuestra conversación, casi unilateral.
Escucho murmullos a mi alrededor, eso es lo que me despierta. Mi madre está a mi lado hablando por teléfono lo más silenciosamente que puede. Ella deja de mirar nuestras manos unidas para ver mi rostro, al ver que he despertado sus pequeños ojos oscuros se abren asombrados.
—Esteban, Alondra ha despertado. Te llamo en un momento.
Debí haber supuesto que era él.
Intento quitarme la mascarilla, pero ella detiene mi mano antes.
—No, espera, no lo hagas. Te dio neumonía y lo necesitas.
Ya lo sabía, y recuerdo que por eso me duele tanto al intentar respirar.
»Estarás bien —intenta consolarme—. El médico dijo que has reaccionado muy bien a los medicamentos, la temperatura te ha bajado —dice y continúa informándome de cosas aleatoriamente. Yo solo quiero mirarla y escuchar su voz, es tan dulce y cálida—. Abigail está afuera. No ha querido ir a la escuela, dice que quiere que sepas que nunca te abandonará. Por más que le dije que lo sabías…
Supongo que mi madre no sabe lo que pasó ese día, de todos modos… ¿Qué día es hoy?
»Luis, el chico que hace las tareas contigo, vino ayer a la casa. Te trajo flores y dijo que espera te recuperes pronto. Son bonitas.
Mi madre señala hacia mi derecha. En la mesilla hay un adorno de flores blancas. La verdad es que odio las flores. Me recuerdan al funeral de mi padre. No tengo mucha energía y pronto descubro que hablar con la mascarilla es inútil, así que frunzo el ceño y le hago una seña con la mano para que se las lleve.
—¿No las quieres?
Niego con la cabeza. Mi madre toma el adorno y lo baja al piso. No es que sea una completa ingrata, es solo que me ponen triste.
—Fernando trajo chocolates.
Sonrío. Eso era mucho mejor.
Cuando mi madre se va, mi vecino se asoma de nuevo y me mira con el ceño fruncido.
—¿Acaso escuché que a la princesa le ha traído flores el príncipe Harry?
El hombre mira el piso, a mi madre se le han olvidado las flores. El se agacha y levanta el florero, las observa con detenimiento.
—No se han secado después de que las has despreciado. Se dice que cuando duran las flores que te han regalado es porque te las dan con verdadero amor.
Él tiene una sonrisa burlona en los labios.
—Más vale que le digas que no puedes responderle lo más pronto posible. No merece que lo engañes o que lo contagies solo porque eres esa clase de personas que no saben estar solas.
El hombre cierra la cortina llevándose con él el florero. Sin poder hablar no he podido decirle que él ya lo sabe.
Al poco tiempo una enfermera entra y se dirige directamente al cubículo del hombre.
—Señor Méndez. ¿Qué es eso?
—Una flor, para otra flor.
Lo escuche decir. Fruncí el ceño al darme cuenta de que él hombre estaba coqueteando con la enfermera. ¿Cómo podía ser tan hipócrita? ¿No dijo que no debería ilusionar al príncipe Harry de Inglaterra, llámese Luis, y romperle el corazón?
Durante mi estadía en el hospital no he recibido más visitas que las de mi madre y mi hermana. Y desde que me quitaron la mascarilla, al tercer día, he hablado con Esteban mediante videollamadas, en esos momentos mi madre dice querer ir al baño y desaparece el tiempo suficiente como para darnos un espacio. Creo que ella nota lo feliz que me pone hablar con él.
Esteban me ha contado de que Alonso, sacó a Ofelia de la casa de su prima y que ahora vive con él y su madre. Al día siguiente, Esteban me cuenta que Ofelia está embarazada y que Alonso no sabe si es el padre, pero que ella insiste en no querer tener al niño. Esteban piensa que Alonso quiere que lo tenga a pesar de las complicaciones y de que es muy posible que él niño contraiga la enfermedad en algún momento del embarazo o parto.
En otra llamada me cuenta que se han hecho pruebas de ADN, porque Eduardo se enteró del embarazo y piensa hacerse responsable. Eso me hace reír a carcajadas. Y pensar que eran una bola de hipócritas mentirosos, pero no digo nada, porque luego pienso que esos dos imbéciles han visto en Ofelia la única oportunidad de vivir lo que no podrán con alguien más. Y mientras ayudaran a Ofelia, pues pienso que estaba bien.
Pero al siguiente día Esteban me dice que Ofelia insiste en abortar, lo que tiene a Alonso muy devastado porque no puede impedírselo. El niño no es de él, ni de Eduardo. No hace falta que me diga que el padre es Rogelio, fue el primero en tocarla, y además de ellos tres, no hubo nadie más. Afortunadamente, los otros chicos no se contagiaron porque no jugaron con nosotras y a ellos nos les permitieron jugar con sus novias. Pero todavía estaba la prima de Ofelia… Al parecer, ella también estaba enferma, pero había mantenido muy bien en secreto su participación, a ella solo la tienen como una alcahueta que no impidió que su prima hiciera cosas tan inmorales.
Ofelia no se lo diría a nadie, no delataría a su prima. La madre de Rogelio se enteró del niño y le ha pedido a Ofelia que no lo aborte y que si no lo quiere que le dé la custodia del niño. Ofelia lo está pensando. Y Alonso se ha tenido que tragar todo solemnemente. Esteban no comprende por qué, a pesar de todo, está dispuesto a ser el padre del hijo de Ofelia. Para mí es obvio, quiere una vida normal. Juana, ha dicho que se convertirá en monja.
Después de una semana de estar internada en el hospital, me han dado de alta. Me despido del señor Méndez. Ese hombre con su humor divertido se había convertido en un buen paño de lágrimas la noche anterior antes de irme, tal vez por aburriendo.
Le conté cosas que no había podido contarle a mi madre y con su mal genio y habla sarcástica me enseñó un par de cosas.
«Una cosa es lo que se dice otra lo que se hace.
Y la vida es vida y ¿Por qué iba a negarme a vivirla?».
Me contó sobre su vida, él había contraído el virus en uno de sus tantos viajes por el mundo. El hombre era un magnate con mucho dinero, según él, y si estaba en ese hospital era porque hacia fuertes donaciones a él y quería saber si su dinero era bien empleado. Él nunca ha dado a nadie del hospital su identidad, por lo que no sabían que su principal benefactor no era otro que el coqueto señor Méndez. Sus hijos tienen prohibido ir a verlo, no quiere que lo vean en tan deplorable estado. Ni siquiera sus novias pueden visitarlo.
—¿Novias?
—Por supuesto, ¿crees que por esta cochina enfermedad mi corazón iba a secarse?
—¿No me regaña porque Luis no sabe que tengo esta enfermedad y anda todo ilusionado?
—Bueno, ellas lo saben. Son mis ladys, me acompañan a donde quiera que voy y me dan placer porque ellas quieren no porque se los pida. Las cuido, las protejo, las ayudo. Pero eso es todo.
—No temen contagiarse.
—¿Quién dice que con el sexo sin penetración uno se contagia?
—Se refiere a que solo juegan a…
—¿Tocarnos?
—Sí.
—¡Vamos niña no permitas que un virus tan pequeño determine las cosas que deseas hacer, las que puedes hacer y las que no puedes hacer!
—Bueno, te cambia la vida.
—¿Es así? Lo único que ha cambiado en mi es la constancia con la que visito a mi doctor. Dime, las cosas que más has deseado hacer en tu vida.
—No tengo supongo que siempre pensé que tenía tiempo.
—¡Estos jóvenes de ahora!
—Periodista, pero en realidad lo único que me gustaría hacer es conocer Italia, vivir allí tal vez, ya sea estudiando.
A la hora de irme me despido del hombre y prometo visitarlo.
Mi madre se nota feliz. La comprendo, pues trabaja y en sus descansos ha venido a verme todos los días al hospital, luego regresa a su trabajo. Me siento mal por causarle tantos problemas. Ella está más delgada y me prometo hacerle la vida menos complicada.
Cuando llegamos a casa noto el sedan blanco de Luis, miro a mi madre y ella solo levanta los brazos. Ahora comprendo por qué mi hermana no vino con mi madre para recogerme al hospital.
—¡Bienvenida! —Fernando grita con pompones y todo al verme entrar por la puerta. Lo que me causa una tremenda risa. Él me abraza muy fuerte. Y le devuelvo el abrazo de buena gana.
—¿Qué es eso, tonto?
—Mi bienvenida, linda.
Mi hermana está sujetando a David por el brazo, quien a su vez se encuentra entretenido comiendo una empanada.
Me acerco a ellos porque no quiero hablar a Luis, que de reojo he notado está sentado en el sofá.
—Alondra, sigue preparando postres a David y lo engordarás.
—¡Ay! Es que tú no sabes, que lo estoy engordando para que nadie más se enamore de él.
—¡Qué egoísta! —grita Fernando.
Pero David parece no importarle porque el continúa comiendo su empanada con una media sonrisa en el rostro.
Y viendo que no tengo escapatoria, me giro para saludar a Luis. Al veme dirigirme hacia él, se pone en pie y se acerca para darme un beso en la mejilla, que no queda allí. Él me abraza muy a mi pesar, a diferencia de Fernando su abrazo es incómodo.
—¡Bienvenida! —me dice al oído.
Pasamos la tarde, juntos. Ellos me cuentas los últimos acontecimientos en la escuela, aunque en la mayoría de los casos no sé de quién me hablan.
Al final del día, David invita a Abigail al cine y se van apenas dan las siete de la noche, Fernando está con mi madre en la cocina ayudando a lavar los trastes sucios y hablando sobre cómo es la forma correcta de preparar una lasaña. Luis, está sentado a mi lado en el sofá, ambos fingimos mirar la televisión.
—Siento mucho la manera en la reaccioné el otro día —me suelta en un corto comercial. Lentamente giro mi cabeza para mirarle. Él mantiene la vista en la televisión.
—Han reaccionado peor. —Devuelvo la vista a la pantalla. No sé exactamente qué piensa, creo que debió sentir mucho asco para haber salido corriendo como lo hizo. Yo en su lugar lo hubiera hecho—. Disculpa debí detenerte apenas tus labios me tocaron, no me di cuenta de lo que planeabas hasta que sucedió —susurré lo más bajo que pude para que solamente él me escuchara.
—No… no te disculpes.
Miré hacia la cocina, mi mamá estaba muy entretenida anotando la receta que Fernando le dictaba y explicaba cada detalle importante para la preparación de quién sabe qué cosa.
—Les agradezco por no dejar de hablarle a Abigail. —Luis voltea a verme. Tiene el ceño fruncido y una mirada intensa. Me cohíbe y miro mis manos que descansan en mi regazo—. La ha pasado muy mal. Casi toda la gente la despreció por mi culpa.
—Son personas ignorantes, asustadas ante lo desconocido.
—Ya no importa, yo solo estoy feliz porque sean sus amigos.
—También somos tus amigos.
Sonrío, pero en mis ojos no hay nada más que tristeza, me pregunto qué pensaría si le dijera cómo me contagie y la clase de novio y amigos que tenía.
—¡Alondra, somos amigos, yo soy tu amigo!
Levanto el rostro y me doy cuenta de que él está mirando mis labios. De repente tengo nauseas.
—Disculpa —le digo y corro al baño para vomitar.
No estaba enferma físicamente, me doy cuenta. Es en realidad, que su cercanía y su mirada me han puesto así. De pronto he recordado esas horribles escenas que a veces toman más vida que nunca mientras duermo. Me he levantado en medio de la noche con las mismas ganas de vomitar, puedo volver a oler el perfume de Rogelio, el aliento a marihuana de Eduardo y el sudor de Alonso. Y estoy mareada y las arqueadas son más fuertes.
—Alondra, hija, ¿estás bien?
Ella cierra la puerta del baño y se queda conmigo todo el rato. Y más tarde me ayuda a lavarme el rostro. Más tranquila lavo mi boca.
Al salir del cuarto de baño me encuentro con que Fernando está ocupando ahora mi lugar. Rogelio tiene de nuevo el ceño fruncido.
—¡Bueno, yo creo que ha sido un día muy pesado, mi querida Alondra! Así que Luis y yo te dejaremos descansar.
Ambos se ponen en pie, Fernando se acerca y me da un beso en la coronilla. No pasa nada, no siento nada. Sin embargo, cuando Luis se acerca siento que mi cuerpo se encoje por unos segundos antes de que él me abrace. No respondo el abrazo.
—Disculpa, no me gusta que me abracen —le digo.
—¡Ah! Lo siento. —dice con tristeza pues a Fernando que siempre está abrazándome no le he dicho lo mismo.
—Eso es lo bueno de ser gay, las niñas no se sienten amenazadas cuando las abrazo —dice Fernando y golpea el hombro de Luis. Es clara la burla por mi desprecio a sus formas cariñosas para conmigo.
Ambos abandonan el departamento entre risas y una medio discusión acerca de cómo las chicas corríamos más peligro con Fernando que con Luis. Mi madre los acompaña hasta la salida en la planta baja. Mientras que feliz por al fin estar sola, me voy a la cama.
El fin de semana pasa sin incidentes, ni visitas no deseadas. Estoy tranquila recapitulando mi vida. Como había dicho antes. De nada sirve ocultar mi enfermedad, todo lo contrario, creo que genera más problemas que si la gente supiera la verdad. Se quedarían a mi lado los que realmente quieran y se irían los que en realidad no son mis amigos.
También me doy cuenta de algo, ya no quiero seguir mirando las cuatro paredes de mi habitación, ya no quiero seguir pensando en lo que puede o no haber sido mi vida antes de y sin Rogelio. Así que, pienso en volver a la escuela, conseguir un empleo e intentar dejarme llevar por la marea en lugar de luchar en contra de ella.
El lunes por la mañana mi hermana y yo llegamos más temprano a la escuela. Hablo con cada uno de mis profesores y les entrego los justificantes médicos, negocio con ellos cómo deberían calificarme ese parcial.
Los chicos han actuado de forma normal, no mencionan ni insinúan mi condición. Eso es bueno. Luis ha estado estudiando para el examen de historia, sigue luchando por mantener su promedio más alto. Por lo que casi no me ha dirigido la palabra.
Cuando tenemos una hora libre, vamos a la cafetería de la escuela y allí me encuentro con larguirucho. No me había dado cuenta de que me había grabado su rostro tan bien, que puedo encontrarlo en medio de la multitud de chicos intentando comprar algo para el desayuno. Cuando su mirada se cruza con la mía me doy cuenta de que yo también he quedado grabada en su mente.
Él pasa a la multitud haciéndolas a un lado sin problema alguno, y llega hasta mi en un santiamén.
—¡Alondra! —me saluda con su entusiasmo tan característico.
—Amm… hola —le respondo con ese simple saludo algo cohibido e inseguro.
—Tenía mucho que no te veía. —Sí, desde que cayó dormido a un lado de la tina de cervezas—. Primero creí que eras producto de mi imaginación de ese día, ya sabes… el alcohol. Luego me di cuenta de que todos hablaban de la chica de los sellos que no los dejó beber todo lo que querían y supe de inmediato de que eras real.
Yo sonrío.
—Bueno, como ves soy muy real.
Le digo y él me sonríe. De repente alguien pasa a mi lado empujando ligeramente mi hombro. Es Luis.