CAPÍTULO I-2

2000 Words
—¿Y Carolina? ¿Dónde está Carolina? —En el extranjero, tío Arturo— contestó Orelia—. Estaría contigo ahora si supiera que la necesitabas, pero ni siquiera sé su dirección. —¡En el extranjero! Siempre vagando por ahí, jamás contenta de estar en casa, siempre metida en problemas. Tienes que ayudarla, Orelia. —Me temo que Carolina no me escuche, tío Arturo. —Lo hara— insistió él débilmente, aunque con convicción. —Siempre te hacía caso. Fuiste una buena influencia… para Carolina. Te quedarás con ella, no la dejes meterse en líos… prométemelo. —Trataré de hacerlo. —¡Prométemelo!— insistió su tío. —Lo prometo. No estaba segura de lo que prometió, pero comprendió que el juramento que se hacía a un moribundo debía tener algún significado. Era curioso que su último pensamiento, sus últimas palabras coherentes, estuvieran dedicadas a Carolina. En los últimos años significó muy poco en su vida y algunas veces parecía que casi la había olvidado y que era a Orelia a quien miraba como hija, ya que tenían tantos intereses en común. No se podía esperar que Carolina se contentara con la pobreza, la incomodidad y la falta de diversiones de Morden. Era tan bella, tan vivaz y sentía tantas ansias por la vida social, que no era sorprendente que casi no supieran de ella. Pero ahora que su padre había muerto, Orelia se dijo que debía ponerse en contacto con Carolina de alguna manera, que ella debía regresar a casa, que debía reclamar la herencia que él le dejó, por pequeña que fuera. * En los meses que siguieron, Orelia comprendió que todo dependía del regreso de Carolina. Tenía que poner cuanto estuviera de su parte para seguir adelante, para conservar la propiedad como estaba, hasta que la hija y heredera de la casa regresara al hogar. Los abogado s aceptaron adelantar cierta suma de dinero para pagar a los ancianos sirvientes y para el cultivo de las tierras, pero no ocultaron que lo hacían con renuencia, pues no tenían autoridad de pagar nada sin el permiso de Lady Carolina. —Creo que está en Roma— les dijo Orelia—, pero no estoy segura. Hace unos meses, un mensajero nos trajo una carta suya. Nos dijo que viajaba por Italia y que intentaba quedarse por algún tiempo en Roma. Eso es todo lo que sé. Envié una carta por barco a la dirección que mandó, pero pudo haberse mudado, por supuesto. —Entonces, señorita Stanyon, confiamos en que no gastará mucho— dijo el abogado . Su voz, precisa y seca, parecía carecer de la menor pizca de humanidad. —Haré lo mejor que pueda. Unos parientes lejanos asistieron al funeral y cuando terminó se leyó el testamento. Era muy simple. El Quinto Conde de Morden, dejó cuanto poseía a su única hija, Lady Carolina Stanyon. Pero, en un codicilo con fecha 9 de septiembre de 1817, agregó: “También confío a mi hija el cuidado y tutela de mi sobrina, Orelia Stanyon, cuya bondad y atenciones hacia mí durante estos años, me produjeron gran felicidad. Ordeno a mi hija que permita a su prima Orelia considerar esta casa como su hogar, y a Orelia le pido a cambio que ayude a mi hija Carolina y que sea, como en el pasado, su inspiración y su guía”. Orelia sintió que el rubor afloraba a sus mejillas cuando el abogado leyó la extraña solicitud. Los parientes presentes la miraron con curiosidad y ella advirtió la expresión de alivio que asomó a sus rostros, al saber que no tenían que hacerse cargo de ella, ni ofrecerle ningún tipo de hospitalidad. Cuando todos se fueron y se quedó sola en la casa, se enfrentó con aprensión al futuro. ¿Qué pensaría Carolina de las curiosas instrucciones de su padre ? ¿Estaría preparada para actuar como tutora de una joven con la que creció y con quien ahora tendría, obviamente, muy poco en común? Una cosa era que Carolina le tuviera cariño a su prima menor cuando eran niñas y permitiera que Orelia se ocupara de ella, la obedeciera, la quisiera y estuviera orgullosa de ser su confidente y otra que estuviera dispuesta a ser su tutora. Orelia recordó cuán a menudo se sentaba en la cama de Carolina para escuchar los relatos de sus conquistas amorosas. Desde los trece años, Carolina incitaba a los hombres a que la persiguieran y a Orelia no la sorprendía. No había nadie más encantadora, más seductora o coqueta que su prima. Con sus rizos sueltos y oscuros, el rostro ovalado, los negros ojos vivaces y la boca roja como botón de rosa, resultaba una irresistible provocación para cualquier hombre joven de las cercanías. Luego, cuando creció, se fue a Londres con su madrina, una parienta lejana, y regresó entusiasmada del éxito logrado. Desde el amanecer hasta el anochecer hablaba de los enamorados que a todo lo largo y lo ancho de la calle St. James, pusieron el corazón a sus pies, entonaron odas a sus ojos, y brindaron por ella. Carolina se enamoró a los diecisiete años. Fue entonces cuando Orelia le resultó indispensable, pues tenía que hablar siempre de sus sentimientos, de sus enamorados, y sus planes futuros y Orelia se sentía muy feliz de escucharla. Había una diferencia de tres años entre las prima s y, sin embargo, algunas veces, a los catorce años, Orelia se sentía mayor que Carolina. Carolina jamás se tomaba tiempo para pensar; era impetuosa, irresponsable y se dejaba llevar fácilmente por la excitación del momento. Jamás se detenía a reflexionar antes de actuar. —¡Oh, Carolina, por favor no hagas eso!— le rogaba Orelia. —¿Por qué no? ¿A qué esperar? ¡Esto es vida! ¡Esto es vivir! ¡Quiero disfrutar cada momento, Orelia. Es muy fácil perderse algo y yo no intento privarme de nada. Carolina no se privó de nada. Al cumplir dieciocho años, impetuosamente, se casó con un apuesto primo lejano, un Stanyon, joven derrochador, jugador y valentón. Sucedió como reacción a su primera relación amorosa, como Orelia sabía. Fue un gesto desesperado para evitar ser herida, para pretender que su corazón no sufría, que no extrañaba al hombre amado, quien la dejó precisamente por quererla demasiado. No tuvo otra salida, pues a la muerte de su padre se quedó endeudado y con una propiedad empobrecida. —Sí, soy Lord Faringham— le había dicho amargamente—, un, noble con un techo que gotea y con la bolsa vacía. ¿De qué sirve mi corazón en tales circunstancias? Hubo abundantes lágrimas por parte de Carolina y exclamaciones incoherentes del hombre que la adoraba desde la cuna. Entonces, una mañana, él desapareció. “ Haré una fortuna, amada mía— escribió. ¡Espérame… te amo, te amo!” . Pero Carolina no esperó. Se negó a ser infeliz y, huyendo de sus propias emociones, perdió la cabeza por un experto y joven libertino. Fue un matrimonio idiota… destinado al fracaso, pero nada de lo que Orelia pudiera decir impediría que Carolina se casara con Harry Stanyon. Y, a los seis meses de matrimonio, murió Harry, de la misma manera loca en que vivió, montando con los ojos vendados en una carrera a campo traviesa en la que dos hombres salieron gravemente heridos y tres caballos tuvieron que ser sacrificados. Aquella tragedia innecesaria hizo decir a la gente que el desenfreno de la regencia había llegado demasiado lejos y que el Regente era una influencia nociva y ofrecía un mal ejemplo a los jóvenes caballeretes que lo rodeaban, que la sociedad debía mostrar más “sentido del decoro” y que algo se debía hacer al respecto. El asunto fue la comidilla de nueve días… los chismosos no hablaron de otra cosa y se publicaron caricaturas y artículos alusivos en los periódicos, pero después, todo se olvidó con rapidez. Pero el hecho fue, que Harry Stanyon murió y Carolina se convirtió en viuda antes de cumplir diecinueve años. Fue entonces cuando por primera vez en su vida, se sintió un poco deprimida y aprensiva hacia el futuro y su madrina acudió a rescatarla. Antes que se sintiera en Morden el impacto de lo sucedido, y de que el Conde pudiera darse cuenta de la clase de ambiente en que su hija se desenvolvía, Carolina se había marchado a Europa en un largo viaje. Sólo por alguna carta ocasional, Orelia y su padre se enteraban de su paradero y de sus asuntos. Aun las escuetas líneas, que les mandaba, permitían adivinar claramente que Carolina no sólo había recobrado el buen ánimo, sino que se divertía intensamente. Ahora, al pensar en su prima , Orelia exhaló un ligero suspiro. A menos que se encontrara otro esposo, ¿qué iba a hacer a su regreso? Era obvio que Morden le parecía demasiado aburrido. Aunque, como estaban cerca de Londres, no sería difícil invitar amigos para que la visitaran y Carolina podría reanudar la vida social que tanto disfrutaba. Pero, se dijo Orelia, ¿cómo obtendría dinero? Ese era el verdadero problema, el punto crucial, el dinero. Estaba cansada de oírlo… se necesitaba dinero para la tierra, para la casa, para los salarios… y una cosa era segura, aunque nunca se quejaba: jamás había dinero para ella. Entonces comenzó a pensar. Tenía mucho tiempo para hacerlo, porque la nieve los aisló esa Navidad. Afortunadamente, había bastante leña para mantener el fuego en la casa y la vieja cocinera, quien había estado casi cincuenta años en Morden, tenía preparadas aves y pescado para que hubiera suficiente comida, además de los jamones colgados de los maderos en la cocina y las palomas que abundaban en el palomar. Aunque Orelia no se pre ocupaba demasiado de lo que comía. Se le ocurrió de pronto una idea mientras ordenaba los papeles en los que su tío trabajó hasta que murió. Ella lo había ayudado, copió su desaliñado manuscrito en su bella y distinguida letra, archivó los libros de referencia para poderlos consultar nuevamente en un momento dado y, tomó tantas notas que al final conocía ya tanto del tema como su tío. Cuando llegaban papeles de Londres, a menudo los leía y luego le indicaba a su tío los fragmentos que podían aplicarse al libro que resumía. Las copias de Hansard y el reporte oficial diario de los discursos en las casas del Parlamento llegaban regularmente y Orelia los revisaba, cuando su tío no tenía tiempo, en caso de que tuvieran algún significado especial que a él pudiera interesarle. Pero el libro no estaba terminado cuando él murió. Sólo llegó a la mitad y Orelia comprendió que ella no podía terminarlo. Sin embargo, había algo que sí podía hacer. Mientras más lo pensaba más segura se sentía que era capaz de realizarlo. Durante todo diciembre y pasada la Navidad, Orelia estuvo trabajando en el estudio de su tío y, al final de enero, hizo un paquete y lo mandó a Londres. Cuando lo despachó, se sintió extrañamente agotada, como si hubiera dado todo lo que era capaz de dar de sí misma. En Morden la vida siguió su curso y no fue sino hasta mediados de mayo que Carolina regresó sin avisar. Un momento antes, el lugar había estado callado y oscuro y al siguiente instante todo fue ruido, excitación. El sol brillaba de nuevo… ¡Carolina estaba en casa! Descendió de un costoso carruaje tirado por cuatro caballos sudorosos y por unos segundos Orelia tuvo dificultad en reconocerla. Jamás la había visto tan bella ni tan elegante. Su abrigo de viaje de terciopelo rojo adornado con pequeñas bandas de armiño, armonizaba con el gorro adornado de plumas rojas de avestruz, amarrado bajo la barbilla con cintas de raso. —¡Orelia, Orelia, estoy en casa! Tengo mucho que contarte. Era la misma Carolina, de siempre, no había duda. Entró como una tromba en el vestíbulo. Reía, hablaba, sonreía a los viejos criados, pedía refrescos y arrojaba su manguito de armiño sobre una silla y sobre otra su sombrero. Orelia sintió como si la vida hubiera vuelto a la casa y en lo profundo de su corazón se aprestó a recibirla. —Queridísima Orelia ¿qué te hiciste?— exclamó Carolina—. Pero, por supuesto, ¡ya sé lo que es! Creciste, y yo que seguía pensando en ti como en una niñita que se sentaba en mi cama y escuchaba mis sensacionales aventuras de amor. —No podemos dejar de crecer— rió Orelia—. ¡Tengo dieciocho años, Carolina, y tú cumplirás veintidós en julio! —No me lo recuerdes. Pero tú… tú, estás preciosa, Orelia. No tenía idea que llegarías a ser una belleza. —Una muy insignificante a tu lado— dijo calmadamente Orelia.
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