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1243 Words
No creo en la magia, debe haber algún truco en tus ojos. —Andrés Ixtepan. — • — Mientras más oscuro, mejor, mientras más pequeño el lugar, mejor, mientras llore durante toda la noche, mejor. Eso solía ser mejor para las hermanas del internado al castigarnos, no era permitido llorar, pero si era en ese caso no les quedaba de otra que escuchar nuestros gritos y sollozos. Cuando tenía doce años intenté entrar a la cocina, era tan solo una niña que hacía retos con sus compañeras y esta vez me tocaba ir a mí por unos chocolates que la cocinera tenía ocultos en una gaveta cerca de la alacena, recuerdo que llevaba mi largo camisón gris e iluminaba el suelo con una vela ya que no había electricidad esa noche por la tormenta que arrasaba fuera. El corazón de esa niña de doce años brincó de Alegría cuando halló los chocolates, ya no podía acordarse de la última vez que comió uno, así que abrió uno de ellos rápidamente, pero antes de poder sentir siquiera sus labios tocarlo, fue arrebato por la hermana suprema, ella me había descubierto y por eso me encerró en un pequeño cuarto atando mis manos por tomar lo que no era mío, oscuro hasta el siguiente día. Todo por unos malditos chocolates que nunca probé. El recuerdo abandonó mi cabeza tan rápido como abrí los ojos y lentamente fui acostumbrándome a la poca claridad del lugar, intenté permanecer en calma y no desesperarme, estaba en el suelo sobre unas mantas y a mi lado cuatro o tres velas encendidas, me levanté cuidadosamente con ayuda de una pared rocosa y olía a humedad. Había una débil luz al fondo y fui hacia ella, escuchaba el eco de mis propios pasos, observando mi entorno, las paredes de rocas al igual que el piso y techo, si, esto era una cueva. Me abracé al sentir la fría brisa, Él estaba sentado al final, por donde la luz entraba, tenía aún puesta su capa y su cabello n***o desordenado. Me acerqué con cuidado quedando a unos pasos detrás. Podía gritarle o insultarlo y tal vez golpearlo, pero no ganaría ni obtendría respuestas. —Podías pedirme que viniera contigo en vez de desmayarme a la fuerza con alcohol —dije en un tono bajo, recordando lo de hace unas horas atrás. —No hubieras aceptado venir conmigo y no tenía ganas de escuchar tus acusaciones —las palabras salieron de sus labios tan frías como de costumbre —Tan solo escuchaste la palabra Duendes y tu rostro palideció —volteó su cara tan solo un poco para verme de reojo. —Eso no te daba derecho de... —No me importa —me interrumpió, levantando la voz y mirándome con enojo —ahora si quieres respuesta te sentarás a ver conmigo el amanecer y cerrarás tu boca para evitarme un dolor de cabeza —Sus palabras me hicieron apretar mis labios en una sola línea, aguantando los insultos y groserías que estaban a punto de salir. A regañadientes me senté en el suelo a unos metros de él, lo miré cabreada para después observar al frente y dejarme envolver por la naturaleza, el lago estaba a unos pasos de mí, el musgo cubría las paredes por fuera de la cueva, aunque se sintiera, viera y oliera a humedad no era desagradable para mí, el lago mostraba el reflejo de los árboles a sus orillas y del cielo siendo iluminado por franjas violetas y rosadas con un diminuto sol haciendo presencia. Nunca había visto el amanecer, era tan hermoso y espectacular como lo era el ocaso, como ver un video de manera reversible. Esto era arte ante mis ojos. —Estaba seguro que te encantaría, pero cierra la boca antes que entre un mosquito por ella —sus palabras me hicieron fulminarlo con la mirada, no conocía a nadie tan odioso como él, quizás yo, odiaba admitirlo pero el me superaba. —Eres tan odioso y arrogante Blasius Blak. —admití. El frío volvió a mí y mis brazos eran inútiles para darme calor. Lo vi levantarse y sacar una manta de su mochila, que por cierto no había visto que estaba a su lado. Me tensé cuando se me acercó y con cuidado puso la manta sobre mis hombros, recordándome la vez que me sacó de la asamblea a la fuerza y me ofreció su saco. —Puedes llamarme Blas —sugirió al sentarse a mi lado —No me gusta mi nombre, así que solo di mis cuatro primeras letras —pidió. — ¿No te gusta porqué significa tartamudo? —intenté burlarme, pero su silencio me hizo callar. —Porque me recuerda mi pasado, de donde vengo —sus ojos no abandonaban el cielo, cada vez el sol salía más y la luz se acercaba a nuestros pies. Suspiré —Entonces, Blas ¿me contarás qué es lo que sucede en este extraño pueblo? —El pueblo no es extraño, si no las personas que lo habitan —sonrió con tristeza —Hay muchas cosas que no ves pero que son real, que existen entre nosotros e ignoramos su presencia. —Me preguntaste que si creía en los duendes —lo observé —Solo se que son seres místicos, cuentos para asustar a los niños —dije lo que había leído alguna vez en un libro de criaturas mitológicas a escondidas de las monjas, antes que lo quemaran al darse cuenta de su existencia. —Y que tienen aspecto pequeño y terrorífico, supongo —dijo y asentí—Bien, el hombre de ayer era uno de ellos, jugó con el pequeño Looke Simon y luego le robó su alma. —Me era difícil creer en sus palabras, como si me contara algún cuento sin sentido. —Y por eso lo asesinaste —afirmé y fruncí el ceño cuando negó con su cabeza — ¿A no? —No —dijo —Esa es su naturaleza, es lo que hacen, pero lo asesiné porque no le bastó con el alma del niño, también quería la tuya —Mi pecho dolió al escucharlo. —No entiendo lo que dices —si tenía preguntas, ahora más. —Naciste con una marca, en la palma de tu mano izquierda, es como una cortada —señaló mi mano y la observé, no había nada allí. Él se echó a reír, fue una risilla suave, pero dulce. — ¿Qué te parece gracioso? —pregunté. —Tú no puedes ver la marca, los humanos no pueden, solo los duendes. —Entonces qué pasó con Looke, él está... —sus ojos escudriñaron los míos, sabía lo que quería preguntar y sentí un gran vacío cuando asintió con la cabeza. —Al mismo tiempo que le quitan su alma, su cuerpo se desvanece, se evapora como si nunca hubiera existido. No sabía que decir, no tenía palabras, la tristeza que sentirá su familia de no volver a verlo nunca más... —Tu forma de matarlo.... —susurré. —Me disculpó por eso —tomó un mechón de mi cabello y lo puso detrás de mi oreja —Tenía que haber sido sutil para no asustarte, pero es que me gusta la sangre —confesó acariciando mi mejilla. Miré hacia el cielo, el sol estaba en lo alto, brillando entre las nubes, su reflejo resaltaba en el lago, dándole un toque de verde cristalina al agua, se veía exquisita.
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