La noche había sido el mismísimo infierno. La fiebre lo atacó con fuerza apenas oscureció y su cuerpo no dejó de temblar durante todo el horario nocturno. La necesidad de consumir le comía las entrañas mientras le suplicaba a esa enfermera, que custodiaba su inexistente sueño, algo que lo calmara. La mujer, sin ninguna pena en el rostro, se negaba una y otra vez y simplemente le repetía que ya todo pasaría, que pronto ese calvario finalizaría. Era sencillo decirlo cuando su mente estaba clara y despejada, algo de lo que carecía en ese momento el morocho. Era fácil llamar a la calma cuando no sentía un deseo tan fuerte de arrancarse hasta la piel con tal de calmar ese horrible sentimiento que oprimía el pecho y no te dejaba pensar. Alex necesitaba, rogaba, que las horas transcurrieran a u