16 de mayo de 2003
Talitha
Los ojos marrón miel de Michael seguían fijos en ella cuando bajó la taza de café de nuevo a la mesa. Talitha sintió un escalofrío al observar su piel morena y su cabello corto y n***o como el carbón. Con la atención fija en algún punto, el brujo parecía estar meditando algo en su cabeza.
Cuando sus ojos se encontraron nuevamente con los de él, intuyó que iban a hablar por primera vez desde que habían despertado aquella mañana.
—¿Por qué decidiste buscarme? —le preguntó, con voz grave.
Talitha aspiró con fuerza. Había estado esperando esa pregunta desde que lo encontró en el club.
—Porque necesito tu ayuda. El pacto…
—No estoy hablando del pacto —la cortó—. Estoy preguntándote por qué me necesitas. Quiero que me expliques qué está sucediendo para que tengas que venir a buscarme a Londres.
Ella tragó.
—Hay alguien. Un tipo —especificó—. Esa persona me quiere muerta. Por eso te busqué: necesito que me protejas —añadió tratando de dar la menor información posible. No todo lo que había dicho era verdad, pero él no tenía por qué saberlo.
Una risa llena de sarcasmo brotó de él. Su mirada se volvió afilada. Talitha se encogió en el sitio, sintiéndose repentinamente asustada y alerta.
—¿Me estás diciendo que un tipo está buscándote y que tú lo has guiado hasta mí? —preguntó con la ira reflejada en la voz.
Ella asintió.
—No sabía qué más hacer —hizo una pausa—. Realmente te necesito.
Michael se dejó caer contra el respaldo de la silla, que crujió bajo su peso. Evidentemente estaba molesto. No solo había aparecido y había tratado de obligarlo a que le ayudase, sino que también lo había puesto en peligro. Tenía muchas razones por las que estar enfadado, pero ella solo lo tenía a él.
—Si tienes problemas, puedes acudir al Ministerio —dijo, una vez se calmó su temperamento—. No necesariamente me necesitas a mí para que te ayude y ellos pueden ser más útiles que yo, si realmente estás en peligro.
—¡Eso no es posible! —exclamó, asustada. Luego, se recompuso—. Necesito que seas tú quien me ayude. Esto… —dudó—. Esto es algo que solo puedes hacer tú.
Él suspiró.
—Al menos, podrías decir quién te persigue.
Talitha desvió la mirada.
—Eso es un secreto.
La mandíbula de Michael se contrajo duramente.
—Bueno, entonces me temo que tendrás que compartir ese secreto o, de lo contrario, no podré ayudarte.
Ella lo miró con desesperación. Lo que le pedía era algo que no podía hacer. No había manera en el mundo de que pudiera contárselo.
—Eso… no es posible.
Michael soltó una palabra, haciendo que se sobresaltara. Luego, él se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor del salón. Talitha se angustió. El salón era grande, pero él también lo era. Verlo dando vueltas la ponía muy nerviosa.
Al cabo de un rato, se detuvo. Michael se giró hacia ella, con los ojos brillantes y se acercó. Talitha observó la marca en su pecho. Su marca de brujo. Era una marca negra, punzante. Un recordatorio de la maldición que había caído sobre los brujos hace mucho tiempo, que se burlaba de ellos. Su cara se agrió. Odiaba su propia marca, por lo que tampoco le gustaba cuando la veía en otros brujos.
Michael se detuvo delante de ella, obligándola a levantar la cabeza hacia arriba para poder ver su cara. Él permanecía serio.
—Podría obligarte a contármelo. No necesito que me lo cuentes por los medios convencionales, soy un brujo.
Hizo una mueca de disgusto.
—Yo también soy una bruja y, créeme, soy muy buena anulando los hechizos de otros brujos —lo amenazó.
Su mandíbula se contrajo de nuevo con furia.
—¿Por qué no quieres contármelo? Eso podría ayudarme a protegerte, si sé de qué tengo que protegerte.
Ella bajó la mirada a su pecho. Era más fácil hablar cuando sus ojos no la escrutaban con tanta atención. Por algún motivo, hablar con él de frente la perturbaba.
—Simplemente no puedo hacerlo. Ya sabes suficiente —respondió. Luego, sus ojos se estrecharon cuando volvió a mirarlo—. Tenemos un pacto de sangre. No necesitas saber qué ha pasado. Solo mantenerme a salvo.
—¡Joder! —exclamó Michael, alejándose de ella como si solo su presencia quemara.
Ella tampoco estaba mejor. Odiaba cómo estaba resultando, pero solo lo tenía a él. No le quedaba otra opción. Y él tampoco la tenía. Se había encargado de dejarle las manos atadas.
Observó como Michael comenzaba de nuevo a dar vueltas alrededor del salón. Eso le hizo pensar que, cuando necesitaba pensar, se mantenía en movimiento. Como si, al hacerlo, sus pensamientos se aclararan o pudieran ir a otra velocidad diferente. Michael parecía ser alguien fácil de leer.
Al cabo de unos minutos, se detuvo. Su cabeza se giró hacia ella.
—Bien, haremos esto —dijo—: tengo una conocida en el Ministerio. Ella podrá investigar tu caso y ayudarnos en caso de que lo necesitemos.
No le gustó que fuera alguien tan insistente.
—Eso no será necesario —respondió, reacia—. No la necesitamos.
Los hombros de Michael cayeron.
—Eso ya lo veremos —se limitó a responder—. Por el momento, digamos que, con esto, el pacto de sangre está saldado y mi familia ya no tendrá ninguna deuda hacia la tuya —añadió.
Ella asintió. Estaba bien por ella.
—Me parece bien.
Él asintió de vuelta y miró a su alrededor, luego, suspiró.
—Bueno, si eso es todo, supongo que no tenemos nada más de lo que hablar, por el momento —dijo acercándose a la mesa—. Ve a ducharte, luego iré yo.
Talitha pestañeó, avergonzada.
—¿Huelo mal?
Él la miró, divertido y luego sonrió.
—No, pero vamos a salir. Anoche no pude ducharme y tampoco sé cuándo lo hiciste tú por última vez. Así que ve porque en cuanto estemos listos, nos largamos.
Talitha sintió como sus mejillas enrojecían. Es cierto que, debido a su huida, la ducha se había convertido en un privilegio los últimos meses. Que él hubiera sido quien le pidiera que fuera a ducharse (aunque dijera que no olía, cosa que podía ser mentira) fue humillante.
Ni siquiera se detuvo a preguntar a dónde iban a ir. Simplemente se levantó, corrió a por su mochila que había dejado en una esquina del sofá la noche anterior y corrió hacia el baño. Durante todo ese tiempo, sintió la mirada penetrante de Michael seguir sus pasos.
Por un segundo, temió que se presentara en el baño, pero luego descartó. Estaba segura de que el odiaba tenerla en su casa. Prácticamente lo había obligado a permanecer con ella las veinticuatros horas del día. Era imposible que él pudiera querer otra cosa de ella que no fuera que desapareciera de su vida.
Esto no durará mucho, pensó.
Solo tenía que soportarlo un poco más. Un poco más y todo regresaría a la normalidad.