Bryce Bennet
Me dirigía a enfrentar la realidad, dejando atrás la ilusión, porque eso era lo que Isabela comenzaba a ser para mí: una fantasía.
—¿En qué piensa tanto, señor? —preguntó José, sacándome de mis pensamientos.
—Tú me conoces, José. Sabes que estoy pensando en Isabela. No entiendo por qué no puedo sacarla de mi cabeza —respondí, desviando la mirada hacia la ventana. Isabela no era como las demás, esas que entraban y salían de mi vida —más específicamente de mi cama— sin dejar huella alguna. Ella, sin haber cruzado más de diez palabras conmigo, ya me tenía completamente hechizado.
—Bryce, usted sabe que no acostumbro a meterme en sus cosas, pero esa chica no es de su mundo. Además, para acercarse a ella, tiene que fingir ser alguien que no es y eso no me parece correcto, puede ser algo peligroso —José añadió con seriedad, y eso me puso a pensar, en el fondo tenía razón, pero era demasiado tarde, mi mente estaba perdida ya.
—Precisamente por eso me gusta, José. Porque sin saber quién soy yo, me trata como a cualquiera. No es como las otras, que solo buscaban acostarse conmigo por los regalos o el peso de mi nombre —admití algo sorprendido.
—Bueno, si fuera usted, me olvidaría del tema. No olvide que la señorita Camille lo está esperando. Hemos llegado —dijo José, haciendo que mi estómago se retorciera.
En ese momento, aunque sabía que Camille era una modelo impresionante, una empresaria intachable, y que nuestro matrimonio resolvería los problemas de nuestras empresas y aseguraría que mi padre me heredara de inmediato, yo no quería casarme con ella. No la amaba, y la idea de los matrimonios por conveniencia siempre me había parecido absurda.
Al entrar en la empresa, recordé cómo las mujeres que trabajaban allí siempre notaban mi presencia. Sus miradas y saludos llenos de elogios no hacían más que inflar mi ego.
—¡Buenas tardes, señor Bennet! —me saludó Leonela, mi secretaria, con una sonrisa que parecía brillar más de lo habitual. Siempre había sido tan dispuesta conmigo, en todos los sentidos.
—Buenas tardes, Leo. ¿Sabes dónde está mi prometida? —le pregunté, guiñándole un ojo. Leonela siempre había sido una secretaria tan eficiente que, en más de una ocasión, se quedaba haciendo horas extras conmigo. Aunque tenía esposo, no parecía molestarle el "p**o" adicional que recibía por esas horas que pasábamos juntos.
—Sí, jefe. Está en su oficina, pero puedo decirle que está más insoportable que nunca —respondió Leonela, torciendo los ojos. Nunca había soportado a Camille, y no era por celos; simplemente, mi prometida no le caía bien a nadie.
Hice una mueca de resignación y me dirigí directo a enfrentarla. No tenía otra opción; nuestro compromiso ya estaba pactado, y no podía faltar a mi palabra. Abrí la puerta de mi oficina, y lo primero que vi fueron sus largas piernas asomando desde mi sofá favorito.
—¡Hola, querida Camille! ¿Cómo estás? —La salude “emotivo”. Me acerqué a abrazarla y le di un beso en la mejilla. Ella me miró sorprendida y trató de besarme en la boca, pero la esquivé. —¡No me he lavado los dientes, amor! Dame un minuto.
Su expresión fue como si acabara de ver un fantasma. No estaba acostumbrada a que la rechazara, pero yo ya no soportaba seguir fingiendo. Me costaba demasiado.
—Llevo un mes fuera del país, ¿y esa es la forma en la que me saludas? ¡Increíble! A mí no me importa si no te has lavado los dientes, Bryce. Te he extrañado. Llevo más de una hora esperándote, ¿y así es como me recibes?
—Sí, mi amor, disculpa. Es que estaba tomando café y pensé que te molestaría... pero —dije mientras me enjuagaba la boca con agua en mi baño privado— ya te saludo.
¿Besarla? Hasta hace unas semanas era fascinante, pero ahora, justo ese día, era algo que no quería.
Me acerqué a ella y le di un apasionado beso. Camille era, sin duda, la mujer que cualquier hombre podría desear: alta, rubia, de cuerpo delgado y tonificado, con un cabello perfectamente arreglado que le caía hasta los hombros. Su rostro había sido esculpido con un par de cirugías, destacando unos ojos verdes deslumbrantes y unos labios carnosos, rojos, que parecían diseñados para ser besados.
Sin embargo, ella no me gustaba. Nos conocíamos desde niños, y para mí, solo era una amiga. Pero nuestros padres habían interpretado nuestra cercanía como algo más y decidieron que lo mejor era arreglar un matrimonio. Sin ese matrimonio, mi padre no me heredaría, y la verdad, no estaba dispuesto a renunciar a tanto dinero que me correspondía. Así que haría el sacrificio.
—Mi amor, así me gusta que me beses. —se mordió los labios— ¿Qué fue esa simplicidad apenas llegue? No sabes cuánto te extrañé, cariño —dijo Camille mientras llevaba sus manos directamente a mi entrepierna.
Sabía perfectamente a qué se refería. Aunque mi debilidad siempre habían sido las mujeres y mi adicción el sexo, con ella todo era distinto. Lograr excitarme con Camille nunca era tan fácil como debería serlo.
— ¡Yo también te extrañe! ¿quieres que vayamos a almorzar? – le digo tratando de zafarme de la situación.
—Yo quiero almorzar, pero lo que quiero comer, está parado aquí frente a mi— sus palabras demasiado directas e insinuadoras hicieron que mis mejillas se sonrojaran, definitivamente debía estar con mi mujer, y aunque no la deseara fervientemente tal vez un poco de distracción me haría bien.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué tienes en mente? —pregunté, jugando con su insinuación mientras la miraba con aparente interés.
—Que antes de salir de aquí me demuestres cuánto me has extrañado —respondió, desabrochando los botones de su gabán largo con una calma que parecía calculada.
No estaba preparado para lo que siguió. Bajo esa prenda no llevaba absolutamente nada. Por un momento me quedé inmóvil, pero después cedí. Era mi prometida, después de todo.
Me acerqué a ella y dejé que mis deseos tomaran el control, atrapándola en un beso tan ardiente como apasionado. En cuestión de minutos, nuestros cuerpos se entrelazaron con una intensidad que hacía mucho no sentía. Por ahora, eso bastaba para calmar el tumulto que llevaba dentro, aunque en el fondo sabía que todo esto no era más que una distracción de los pensamientos que Isabela seguía provocándome.
—Ah, querido, estuviste fantástico. Se nota que realmente me extrañaste —dijo Camille mientras se arreglaba en mi baño privado. Siempre volvía a lucir impecable, como si nada hubiera ocurrido.
—Sí, claro, te extrañaba —dije con una sonrisa ligera—. Tú también estuviste increíble, como siempre. Pero muero de hambre, vamos a almorzar.
La verdad, no era hambre lo que sentía, pero necesitaba salir de la privacidad de ese momento. Camille ya había obtenido lo que quería, y yo, lo que necesitaba para calmarme. No tenía ganas de prolongar más su compañía.
—Vámonos, Bryce. Aunque no lo creas, esto fue solo el comienzo. Esta noche me quedaré en tu departamento. Llevamos demasiado tiempo sin estar juntos, y en una semana regreso a Milán. Ya sabes, la semana de la moda está de vuelta, y como siempre, soy la modelo elegida del año. No es para menos... —Camille seguía hablando, como si sus palabras fluyeran interminables por mis oídos. Describía con detalle sus planes, sus logros, y todo lo que hacía de su vida una cadena de éxitos inquebrantables. Era la mujer perfecta, sin dudas ni problemas, ni siquiera desamores. Yo, por mi parte, seguía alimentando esa perfección, fingiendo un amor que no sentía.
—Te felicito, eres increíble, Cami—le dije con una sonrisa automática mientras la tomaba del brazo. Caminamos juntos por el largo pasillo de la oficina. Las luces de las farolas iluminaban su figura, haciéndola brillar aún más, como si el mundo entero estuviera diseñado para alabar su presencia. Los tacones resonaban con fuerza, y las miradas de las mujeres alrededor estaban cargadas de envidia.
—¡Vaya! Ya había olvidado lo que era caminar del brazo de mi prometido. Me siento halagada. Mira cómo me envidian estas pobres plebeyas. ¡Pobrecitas! Tienen razón en sufrir. Eres el hombre que cualquier mujer querría tener, ja, ja, ja —dijo mientras me apretaba un poco más, con esa sonrisa arrogante que siempre parecía estar diciendo algo más allá de su propia esencia. Por supuesto, yo sabía que era un hombre codiciado, pero no me engañaba a mí mismo. Todo era por el dinero. Era atractivo, sí, pero sin mi fortuna, dudaba que pudiera conquistar a nadie. Ni siquiera sabía si, con todo lo que tenía, lograría ganarme el corazón de Isabela.
—No seas tan exagerada, todos nos miran porque eres irresistible, tu belleza resalta entre todas las demás —le dije, elevando aún más su ego. Le guiñé un ojo y nos dirigimos al restaurante más exclusivo de la ciudad. Ya éramos una pareja conocida, siempre elegíamos el mismo lugar para cenar o almorzar, nuestras rutinas se habían vuelto casi mecánicas cada vez que estábamos juntos. Después del almuerzo, solíamos ir al club, tomar un par de copas con amigos de la alta sociedad, y luego terminábamos la noche en mi pent-house, repitiendo la misma historia una y otra vez. Al día siguiente, un paseo por el campo, una visita a mis padres o a los de ella, y así pasaba el tiempo, con un largo listado de cosas por hacer. Nunca supe qué hacer realmente en esa relación.
Ella estaba encantada, y como si todo fuera parte de un guion preestablecido, ese día no fue diferente. Fuimos al club, tomamos un par de copas con amigos, todo transcurría a la perfección, pero algo me inquietaba. Isabela. Necesitaba que Camille se fuera para poder regresar a su lado. Pero como siempre, nada podía ser tan sencillo, mis escapatorias empezarían a cobrarme factura.
—Buenas noches, señores —dijo Pilar Duque, una encantadora dama de la alta sociedad, mi última aventura. Se sentó a la mesa con nosotros y me miró con un aire desafiante. No habíamos quedado en los mejores términos, ella decía que la había utilizado, pero la verdad es que solo había seguido sus insinuaciones. No podía culparme por eso. Todos la saludaron y ella, sin apartar la mirada de mí, preguntó:
—Hola, Bryce, ¿cómo estás? —Me extendió la mano, esperando que la besara frente a los celosos ojos de mi prometida.
—Hola, Pilar, muy bien, ¿y tú? —Le tomé la mano con indiferencia, apenas moviéndola. Su mirada lo decía todo; esperaba algo más, pero no iba a darle esa satisfacción. Noté cómo sus pupilas se dilataban, estaba furiosa, y no pude evitar sonreír por dentro.
—Bien, voy a compartir con ustedes un par de copas —dijo ella, y fue en ese momento que supe que esa noche sería larga y algo amarga. A veces me costaba entender cómo acababa metido en estos enredos.
Mientras tanto, tanto mi prometida como Pilar se iban ahogando en vino. Yo preferí mantenerme sobrio, por si acaso la noche se complicaba. Las dos charlaban entre ellas, y noté que Pilar, como siempre, había logrado ganarse la simpatía de Camille. No sabía exactamente qué le estaba diciendo, pero veía que mi prometida no paraba de sonreír, así que supuse que no debía ser nada malo.
Fui al baño y le dije a Camille que ya regresaría. Ella simplemente asintió con la cabeza, sonrió y siguió hablando con Pilar. Yo solo torcí los ojos. ¡Qué hipocresía!
Cuando llegué al baño, hice lo que tenía que hacer, me eché agua en la cara porque ya me sentía algo cansado. Estaba a punto de salir cuando, de repente, Pilar me empujó y cerró la puerta tras de sí.
—¿Para dónde vas, Bryce? —me dijo, jugando con sus manos de manera provocadora.
—Me tengo que ir, sabes que mi prometida está ahí, qué pena contigo, pero no podemos continuar con esto, con permiso —le respondí, intentando ser suave. No quería lastimarla, así que traté de empujarla suavemente para poder salir, pero ella bloqueó mi paso con su cuerpo.
—¡De aquí no te vas hasta que seas mío! —dijo, apretándome con sus manos en mi entrepierna de forma atrevida, y sentí un poco de dolor.
—¿Qué? ¿Estás loca? Me voy de aquí, no sabes ni lo que estás haciendo —le respondí, empujándola molesto, pero Pilar no se rindió. Estaba decidida a conseguir lo que quería.
—No, no estoy loca. Estoy deseosa de ti, y si no me haces tuya en este momento, te juro que salgo y le cuento todo lo que pasó entre nosotros a tu prometida.
—No tienes pruebas de lo que pasó entre nosotros, así que eso no me preocupa.
—Eso es lo que tú crees. Revisa tu teléfono, ahí están las pruebas. ¿Me crees estúpida? —cuando lo dijo, una oleada de tensión recorrió mi cuerpo. Podía sentir cómo la rabia subía por mis venas. Me moría por empujarla, aunque sabía que eso podría lastimarla. Pero yo era un caballero, así que, con calma, le pedí otra vez que me dejara salir.
—¿Qué es lo que realmente quieres? ¿Qué me quede aquí contigo, en este baño? ¿Qué demonios te pasa?
—Sí, eso quiero. Mírame, mira lo que has hecho conmigo. —Pilar, con una mirada desafiante, tomó mi mano y la colocó en su entrepierna. Su piel estaba ardiente, y aunque mi mente luchaba por mantenerse distante, mi cuerpo, por desgracia, era mucho más débil.
Sentí cómo la presión se hacía insoportable, y mi deseo se avivó al instante. Ella notó el cambio en mí sin dudarlo, y, con una sonrisa desafiante, subió su vestido. La tomé por la cintura y la levanté, colocando su cuerpo sobre el tocador. No entendí cómo, pero de alguna manera saqué un preservativo de mi billetera, y en un impulso irracional, me lancé hacia ella. La adrenalina de saber que Camille estaba fuera me desbordaba, me volvía loco.
Pilar gemía de placer debajo de mi cuerpo, y a través del espejo veía mis caderas moviéndose frenéticamente, perdido en el momento. De repente, sentí cómo ella enterraba sus uñas en mi espalda, la señal clara de que había llegado al límite. El éxtasis de verla así me consumió por completo. Dejé que el placer me envolviera, pero tras un par de minutos, me aparté de ella.
Ella empezó a gemir con un tono de voz alto, y tuve que apretar su boca con mi mano, después de un par de minutos, se dejó caer hacia atrás, burlándose en mi cara.
—Ves que sí podías. Eres un buen chico.
—Y tú… una Pu…—Pilar me interrumpió, colocando su dedo índice sobre mis labios, pidiéndome que callara.
—¡No voy a permitir que me insultes! Tú estuviste aquí por tu propia voluntad, y ahora tenemos que irnos. Tu noviecita debe estar esperándonos.
Ella se acomodó la ropa y se lavó las manos, yo hice lo mismo, organizándome rápidamente. Ya estábamos listos para salir cuando abrí la puerta del tocador y ahí estaba Camille, parada, con los ojos hinchados y la expresión fría como el hielo. Un escalofrío recorrió mi espalda, y en ese instante, lo único que me vino a la mente es mi herencia. Al ver que Pilar salió detrás de mí, Camille se fue corriendo, y aunque me resultó patético tener que hacerlo fui detrás de ella, para darle una explicación.
—Camille, espera. No es lo que parece, mi amor. ¡Por favor, regresa! —Ella corría frenética por los pasillos del club, pero en su apuro, torció un pie y cayó al suelo de bruces. Corrí hacia ella para ayudarla.
—¡Eres un maldito Bryce! Todos me lo decían, que mientras yo estaba de viaje, tú eras un infiel, que te la pasabas con una y con otra. Pero nunca les creí, porque te conozco desde que éramos casi niños. No puedo creer que me estés haciendo esto. —Las lágrimas caían sin control de sus ojos, empapando sus mejillas. Yo me sentía como el hombre más miserable del mundo. Mi intención jamás fue herirla, pero acababa de convertirme en el peor de los canallas.
—Perdóname, pero es que Pilar se metió al baño y yo… —La miré, sintiendo cómo el calor de la vergüenza se apoderaba de mis mejillas. Decirle que era un estúpido, un débil, no iba a hacerla sentir mejor.
—¿Y tú, enseguida la hiciste tuya? ¿No pudiste decir que no? Eres un desgraciado. Nuestro compromiso queda anulado en este momento, no me importan las consecuencias. No puedo perdonar lo que acabas de hacer, ni todo lo que me hiciste antes.
—No, por favor, no me hagas esto. Dame la última oportunidad. Yo te amo, no quiero separarme de ti. Lo de Pilar fue un error, Camille, perdóname.
Ella se quedó mirándome, y yo no dejaba de actuar como un idiota, diciendo mentiras que ni yo mismo creía. Ella solo bajó la cabeza, rendida, y empezó a llorar. Me abrazó con fuerza y sollozó por lo que acababa de hacerle.
—No sé si pueda perdonarte, Bryce. Me has herido demasiado. Esto es gravísimo. Me fuiste infiel y delante de mis propios ojos, me hiciste pasar la peor vergüenza. Seré la comidilla de esos idiotas por el resto de mi vida. Es mejor que te vayas.
—No, perdóname, Camille, por favor. Dame la última oportunidad de hacer las cosas bien, te lo juro.
Ella me abrazó más fuerte, y aunque en ese momento no entendía su actitud, me convenía que no quisiera apartarse de mí. No comprendía cómo podía ser tan buena en ese momento, si yo solo merecía que me dejara ahí, tirado, que anulase nuestro compromiso y consiguiera a un hombre que realmente la amara.