CAPÍTULO 4 ¿UNA OBSESIÓN?

1854 Words
Bryce Bennet —José, síguela sin que se dé cuenta, por favor. — Aunque Isabela me había rechazado el café, no podía sacármela de la cabeza. Estaba completamente obsesionado con ella, y necesitaba entender por qué había rechazado mi invitación. No la seguí mucho, ella entró rápidamente en una pequeña cafetería en el centro. —¿Y ahora qué hacemos, señor? — José no solo era mi conductor, sino también mi amigo. Sabía muchas cosas sobre mí, y ya había escuchado algo sobre Isabela. —Entra al lugar, pide un café y mantenme informado por teléfono. ¿Tienes el manos libres? — No quiero que se note que estamos hablando de ella. —Sí, sí, señor. Está bien, aunque me parece arriesgado, lo haré. — José salió tal como le ordené, y apenas cinco minutos después, ya estaba al teléfono conmigo. —¿Con quién está la chica? —Señor, ella está sola. Trabaja aquí, es una de las meseras. ¿Qué hago ahora? —Dame un momento, voy para allá. Desde ahora yo soy tu conductor y tú eres mi jefe. Y mientras estemos frente a ella, vas a actuar como si fueras el dueño del lugar. —Pero, señor... —José refutó nervioso. —¡Pero señor, nada! Ya en dos minutos estoy allí, así que me vas a tratar como yo te trato a ti. —Eso no es problema, usted siempre me trata muy bien. —¡José, por favor!, ya voy contigo —me exasperaba tanto su respeto hacia mí, sobre todo porque sabía más cosas de mí de las que Jonás alguna vez sabría. Entré a la cafetería y, por suerte, Isabela no se percató de mi presencia. Estaba tan increíblemente hermosa. Llevaba un uniforme con una falda corta, apenas por encima de las rodillas, y una camisa con el primer botón desabrochado. Era una visión encantadora. Me senté frente a José, quien, a partir de ese momento, sería mi jefe. Se tomaba el papel muy en serio. —Mesera, servicio a la mesa, por favor —dijo, y mi rostro se sonrojó de inmediato. No podría haber hecho algo así, pero bueno, estábamos “actuando” . Ella volteó a mirar hacia nuestra mesa y, al darnos cuenta de que estaba frente a mí, sus ojos se abrieron de par en par. No pude evitar mover la mano en un saludo tímido. Ahora, era ella quien me intimidaba. —Bryce, no sabía que venías a estos lugares —dijo, sosteniendo su agenda mientras José la interrumpió. Sabía que me había quedado sin palabras. —El auto se averió y mi conductor no pudo arreglarlo, así que decidimos tomarnos un café. ¿Me traes uno, por favor? —José pidió como todo un profesional. —Hola, Isabela, no sabía que trabajabas aquí también. Para mí, un café también, finalmente puedo tomarme un café contigo —intenté ser sarcástico, pero en realidad, lo único que quería era ser tierno con ella. Sus desplantes me volvían loco. Ella sonrió y se dirigió a tomar nuestro pedido. No puedo evitar mirarla, más específicamente su trasero cubierto por esa falda. Me sentía como un enfermo, ¿cómo podía estar tan obsesionado con ella solo por verla? —Señor, ¿cómo lo hice? Nunca antes había sido un jefe —José hablaba con orgullo por lo que acababa de hacer. Sonreí, él era una buena persona. —Lo hiciste muy bien, jefe —le doy un puñetazo amistoso en el brazo. En pocos minutos, mi bibliotecaria mesera favorita regresó con las tazas de café, dejando un papel con la cuenta. —Que lo disfruten, caballeros —sonrió y nos guiñó un ojo—, la propina es voluntaria. Nos miramos con José y, al unísono, soltamos una carcajada. No había perdido la oportunidad de sacar provecho de la situación, aunque en el fondo me sentía extraño. La verdad, no sabía cómo explicarlo, pero no podía evitar pensar en lo que esa chica, tan joven, debía estar viviendo. No tendría más de 21 años, y ahí estaba, entregada a un miserable trabajo como mesera, madrugando para atender una biblioteca casi vacía. Algo no me cuadraba, y eso me inquietaba. Decidí que me encargaría de averiguar cada detalle de su vida. De alguna manera, eso se había convertido en algo personal. Cuando terminamos el café, sentí su mirada clavada en mí. Sus ojos, profundos y penetrantes, me seguían con una intensidad que me dejaba sin aliento. Cada vez que nos cruzábamos en una sonrisa, me sentía aún más atrapado. Era imposible no notar cómo me observaba, pero no podía darme por vencido tan fácilmente. Saqué dos billetes de cien y los dejé sobre la mesa como propina, con la intención de ver qué haría. Quería observar su reacción, pero no pude evitar un ligero gesto de satisfacción al ver cómo sus ojos se fijaban en los billetes. Nos levantamos de la mesa y nos dirigimos a la salida, pero en el momento en que tomamos el primer paso, sentí su mano sobre mi hombro. —Bryce, dejaron esto —dijo, mientras me devolvía los billetes con una sonrisa algo contenida. Su reacción me sorprendió, pero más aún la calma con la que lo hizo. Antes de que pudiera decir algo, José, ya completamente metido en su papel de "jefe", intervino rápidamente. —Esa es tu propina. Acostumbramos a dejar esos montos, pero guárdalo rápido en tu bolsillo, creo que tu jefe viene por ti —le dije, observando cómo la mujer que atendía la caja no dejaba de fijarse en cada uno de los movimientos de Isabela. —Es mi tía —respondió Isabela, bajando la mirada, pero guardando los billetes de forma casi mecánica, como si no tuviera otra opción. En su rostro, se reflejaba una necesidad tan evidente que me apretó el pecho. Cada gesto de ella, cada pequeño acto, me interesaba más y más. El nudo en mi garganta no se deshacía, y ahora me encontraba aún más atrapado en la historia que, aunque parecía simple, se iba entrelazando con cada momento compartido. José asintió, comprendiendo, y se despidió de la señora de la caja, prometiendo regresar. Él sabía bien lo que significaban las necesidades, pues también había pasado por esas situaciones. Así que, sin dudarlo, entendía a Isabela mejor que yo mismo. Mientras tanto, yo estaba más comprometido con ella de lo que jamás imaginé. Quería saber todo sobre ella: quién era, qué hacía, con quién vivía, cuáles eran sus tristezas y sus alegrías. Y aunque todo había comenzado como una simple intención de llevarla a la cama, algo dentro de mí había cambiado. Un instinto de protección, algo que no reconocía, se había apoderado de mí. Como si el destino hubiera decidido ponerla en mi camino por alguna razón, algo que iba más allá de la atracción física. —Gracias, José. Volveremos todos los días al salir de la empresa. Quiero estar pendiente de ella. Cuando yo no pueda venir, vendrás tú y le dejarás una propina, todos los días, de 50, para que no sea tan evidente. Por ahora, será lo único que haga hasta que averigüe más detalles de esa chica —le dije, completamente decidido, como si me lo hubieran impuesto como tarea. —Como usted lo diga, señor, pero se ve que es una buena persona, de lo contrario no nos buscaría para devolver los billetes —comentó José, y me dio una ligera sensación de alivio escuchar esas palabras, como si, en alguna parte, alguien entendiera mis motivos. —Lo sé, se nota, José —respondí con una leve sonrisa, pero la sensación que sentí en mi pecho no era de satisfacción, sino de un creciente malestar. Sabía que algo había cambiado, pero aún no comprendía qué exactamente. Miré a José antes de continuar—. Por ahora, vamos a la empresa. La conversación terminó con un suspiro, pero mi mente estaba en otra parte. Apenas terminé de hablar, sentí mi teléfono vibrar en el bolsillo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando vi el nombre en la pantalla: Camille, mi prometida. Toda la paz que había logrado encontrar en el momento se desvaneció al instante, como un sueño roto. El estómago me dio un vuelco, y por un momento me quedé paralizado. Camille, con su físico impresionante y su actitud arrogante, había sido una elección por conveniencia, un matrimonio de contrato que ahora se sentía más una cárcel que una promesa. Me encantaba su cuerpo, no lo podía negar, pero su forma de ser me revolvía las entrañas. Era una mujer que solo me veía como una posesión, y yo no la quería. La quería lejos, pero la ambición por el dinero, esa que me arrastraba como un torrente, me mantenía atrapado en una relación que nunca deseé. El dinero y las mujeres, mis dos mayores obsesiones y, al mismo tiempo, mis más grandes debilidades. Resoplé, sin más opción que contestar. La pantalla del teléfono brillaba como una sentencia que no podía evitar. — ¡Hola querida! ¿Cómo estás? —le dije con una sonrisa forzada, un saludo vacío que no reflejaba lo que realmente pensaba. De hecho, de lo que menos tenía ganas era de escucharla. —Hola mi amor, qué felicidad oírte —respondió, entusiasta, tan ajena a lo que pasaba por mi mente—. Quiero contarte que ya estoy de vuelta en el país, y claro, muero por ver a mi prometido. ¿Dónde estás? —Voy justamente para la empresa. ¿Y tú? —contesté, intentando mantener la conversación sin dar demasiado de mí. —Estoy justamente en tu oficina, querido. ¿Cuánto demoras? —su tono era de una confianza que me irritaba, pero no pude evitar rodar los ojos ante su entusiasmo. Estaba apenas regresando de ver a la mujer que más me obsesionaba, Isabela, y ya tenía que enfrentar a mi futura esposa. La ironía no me escapaba. Era extraño pensar que tenía que volver a mi realidad con Camille, una mujer que sería mi esposa por contrato. Aunque en su ausencia había encontrado algo de distracción con otras personas, eso nunca se compararía a lo que había sentido al estar cerca de Isabela. No obstante, al final, Camille era mi prometida. Podría desfogar mis deseos con ella, después de todo, estaba destinada a ser mi esposa. —Espérame allí, deseo verte —dije, con una malicia evidente en mi voz, seguro de que entendía perfectamente a qué me refería. —Aquí te espero, mi amor, también deseo verte —respondió ella fascinada, lo sabía. Aunque mi relación con Camille era solo una formalidad, no podía negar que su belleza me atraía. Era deseable, con esas curvas irresistibles que siempre me mantenían al borde. Pero la frustración por no haber podido disfrutar de una velada con Isabela aún me consumía. Aunque regresara a los brazos de mi prometida, la obsesión por esa chica no desaparecía, todo lo contrario. Cada vez me resultaba más difícil apartar la idea de ella de mi mente. Tenía que averiguar todo sobre Isabela, y más importante aún, tenía que hacerla mía.
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