Estiró la mano y dedicó una caricia horizontal a su mejilla desde del pómulo hasta la oreja, y de ahí hasta enroscar los dedos en su nuca. La acercó a él sin esfuerzo. Ella hizo ese recorrido de centímetros con los ojos muy abiertos. No iba a besarla. Había límites que no cruzaba, y no por fanático de la temeridad errante dejaba la prudencia de lado cuando era requerida. Pero le gustó cómo tembló y cómo lo miró para que llegara a planteárselo. No era en absoluto de su incumbencia, tal y como ella muy bien clarificó la mañana anterior, pero sospechaba que había fuego de veras debajo de tanta moderación. Y quien lo descubriera, si es que no lo descubrió ya un cabrón afortunado, no volvería a permitir que se escondiera cuando era evidente que no le gustaba cohibirse. —¿Qué es lo peor que p