Tenía 22 años, una casa propia fruto de mi trabajo y un auto que casi no manejaba, pero mío al final. Era una mujer, una mujer independiente económicamente que se sentía la niña más indefensa del mundo al visitar a sus padres tras un largo periodo de guerra fría. Había crecido teniendo prácticamente la familia perfecta he de admitir. No perfecta en el sentido de nuestro estatus, fortuna o esas cosas, sino en lo importante, Doris y Michel se desvivían por mis hermanas y yo. Eran pacientes, eran amorosos, eran todo para nosotras. Lo siguen siendo, no obstante, no fui capaz de retribuir la perfección que ellos me dieron. Por eso heme aquí, saludando al personal que trabaja en su casa de camino al comedor principal. Pretendo que no estoy asustada, que no tengo marcas rojas en mi cuello de t