Confiesa

1149 Words
Narra Bianca: Una enorme claridad me ciega súbitamente cuando la puerta se abra de golpe, haciendo un sonoro estruendo al chocar contra el muro de concreto. En contraste con la densa oscuridad en la que estaba sumergida, la luz que viene del exterior es demasiado brillante, lo que hace que me tape los ojos con el brazo durante unos segundos, hasta que logro acostumbrar la vista al cambio. Me levanto de la vieja silla de madera en donde estaba sentada, único mueble de toda la habitación y me dirijo a ver de quién se trata. —¡Hasta que por fin se dignan en aparecer! — grito hecha una furia, creyendo que se trata de mi padre quien ha venido liberarme. Luego de ser abofeteada por mi tío en la vieja casa donde se suponía que estaba Alejandro, me han encerrado por horas en este calabozo como si se fuese el más vil de los criminales. El lugar es deplorable, tanto que, de no haber visto por mis propios ojos cuando los hombres de mi padre me traían hasta aquí, no habría creído que es la mansión donde vivo. Según pude ver, se trata de una especie de mazamorra en la parte trasera de mi casa. Con un diseño tipo establo, tiene diferentes celdas con puertas del metal más grueso y resistente que haya visto antes. Solo la idea de lo que pudo haber pasado aquí me da escalofríos, y me hace ver que mi familia, por más que la ame y la quiera, no se anda con tonterías en este negocio y que cumplen por completo el título de mafiosos. Ya decía yo que demasiado limpio era el negocio. Hay mugre en el suelo, no hay ventanas, ni baño. Todo está sumamente sucio y eso, para alguien tan minuciosa con la limpieza como soy yo, es castigo suficiente, peor que cualquier tortura. El lugar es asqueroso, con un hedor nauseabundo, al que por suerte o por desdicha, ya me he acostumbrado. El aire es pesado, propio de la humedad y la falta de ventilación, así que tomo una gran bocanada de soplo fresco al abrirse la puerta. Con mi cara inflamada que me deja a duras penas abrir mi ojo derecho y un labio partido propio de la estridente bofetada antes, he querido creer durante las horas que llevo aquí, que todo esto es una equivocación de la que pronto se darán cuenta. He reproducido en mi mente una y otra vez las palabras de mi tío, junto al rostro reprobador de mi padre y querido pensar que todo esto es un chiste de mal gusto, porque solo de saber que desconfían de mí, me resulta igual o más doloroso que todo lo que he perdido en estos días, incluido a mi querido nono. Me acerco a mi verdugo cuando el sol me permite contemplar bien de quien se trata, para mi sorpresa, no es ninguno de los hombres que conozco. Es un sujeto que me triplica en tamaño y fuerza. Un enorme bigote copioso cubre la parte superior de su boca y parece la descripción de matón. Delante de él, parezco más una pulguita que una mujer. Trago en seco y miro hacia arriba para contemplarle. Sus ojos saltones son lo más llamativo de su cara, pero han permanecido impasibles ante mi reclamo. —Señorita Borja… ¿Está lista para confesar? — pregunta tronándose los nudillos. —No tengo nada que confesar — digo con los dientes apretados, casi escupiendo las palabras por el desprecio. ¿Cómo podrían desconfiar de mí, si he sido yo misma quien ha entregado a Alejandro cuando descubrí el video de las cámaras de seguridad? Si todo este tiempo la pasé junto a ellos, cuando desapareció, ¿Cómo pude haber sido yo? Estoy dolida, muy dolida porque no me crean. —En ese caso, su tío y su padre me han enviado para ayudarla a recordar. Sin previo aviso, me levanta del piso y antes de que pueda reaccionar, me lanza sobre su hombro izquierdo como si fuera poco más que un saco de patatas. Está sudoroso, y la sensación me marea. —¡SUÉLTAME, MALDITO BRUTO! — trato de defenderme dándole golpes en su espalda con los puños cerrados, mientras intento liberarme de su agarre, sin éxito. La rabia y la frustración no tardan en aparecer. Estoy muy enojada, pero más que eso, dolida, herida de saber que no han creído en mí de buenas a primeras y me tratan como si fuera una criminal, sin siquiera escucharme y mi padre, ese que dice amarme y que ha jurado querer lo mejor para mí, ni siquiera se ha dignado en aparecer. De cabeza, sobre el lomo de un gigante que no conozco, siento las lágrimas correr hacia abajo, presa del llanto y la amargura. ¡Por qué debió tocarme esta vida! Si desde que vine a Roma no he hecho más que sufrir y experimentar pérdida… Primero mi vida como la conocía, seguido de mi nono, luego a mi novio, probablemente también he perdido a mi amiga Cinthia y ahora, la que creí mi familia y razón por la que he dejado todo, es una pérdida más. Mis pensamientos se interrumpen cuando el sujeto me deja caer frente a él. El trayecto ha sido corto y a pie, así que sé que estamos dentro del recinto de la casa todavía. Contemplo, mientras me seco las lágrimas, todo a mi alrededor. Al menos es más limpio que mi anterior calabozo, parece un establo, porque hay mucha luz y heno. —¿Qué harás conmigo? — le pregunto sorbiendo por la nariz al ver un enorme balde de agua y una toalla remojándose en ella. Él se queda callado, toma una silla de manera del mismo modelo que había en mi anterior guarida y me ordena que me siente en ella.  —¿Para qué? — vuelvo a preguntar, pero él niega con la cabeza, hasta que habla finalmente. —Solo estoy cumpliendo órdenes, por favor, no lo hagas más difícil. Es la primera vez que me mira a los ojos y a pesar de su cara dura y temible tamaño, me doy cuenta de que no quiere hacerlo. Asiento con ojos llorosos, lo mejor es salir de esto cuanto antes. —Deberás quitarte el suéter. Lo miro asustada, insegura de lo que va a hacer, pero obedezco de igual forma. ¿Me queda acaso otra opción? Me desprendo del mullido suéter y agradezco haberme puesto una vieja camiseta de algodón debajo de él esta mañana antes de salir de casa. Ocupo la silla y le observo con temor. Exprime la toalla con sus enormes manos y cuando está prácticamente seca, se gira hasta quedar de espaldas a mí. El primer latigazo me atraviesa la espalda como un rayo y grito por el dolor. —Será mejor que guardes energía, a penas empezamos.
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