Narra Fabián:
El puro que estaba fumando se ha consumido casi por completo sin haberle dado más que la primera calada, dejando nada más que la estela de cenizas en el cenicero. La mañana está helada, por las nevadas que han caído desde anoche, y mi ánimo debe de rondar en la misma temperatura. Alba, mi esposa, yace acostada a mi lado, dormida como un ángel, a pesar de que ya son casi las siete. Claro que con las pastillas que se ha tenido que tomar, es normal que esté así de noqueada, que ni el humo de mi cigarro le afecte. Sin embargo, es lo único que ha logrado que duerma, desde que se enteró de la desaparición de nuestro hijo.
En lo personal, ese es apenas uno de los detalles por solucionar, algo que no me quita el sueño, como a ella, ni me preocupa en lo absoluto. Mi mayor problema en este momento es tener que enfrentar la partida a destiempo de mi hermano Santiago. No es que sea el hombre más cariñoso de la tierra, faltaba más, (sin con la sola idea del contacto físico siento náuseas). Sin embargo, nunca creí que le vería morir. Para mí, él era mi cómplice, siempre dispuesto a obedecer, a ceder en las solicitudes que le hacía, quien me cuidaba cuando éramos niños y todavía en la vida adulta, lo seguía haciendo. Ni siquiera sus hijos y su familia pudieron romper la relación tan estrecha que teníamos. Recuerdo cuando le hablé de mi plan de ataque a los Borja. Con su sonrisa pícara accedió a estar de acuerdo conmigo, como siempre, sin llevarme la contraria en nada, sin refutar mis órdenes. El sujeto era como un niño grande, que el tiempo no logró corromper.
Una lágrima se me escapa al recordarle, y no me queda más que resignarme a su ausencia. Me levanto para prepararme para su funeral y siento como esa llama que me ha carcomido desde hace años vuelve a avivarse con mayor intensidad: los Borja me la van a pagar, aunque sea lo último que haga en esta tierra. Como si de por sí no tuviera ya suficientes razones para querer acabar con Francesco, ahora tengo otra más a la lista y esta es la más importante: vengar la muerte de mi hermano menor. Ni siquiera que tomará a mi hijo como rehén me había dolido tanto, y la muerte de Santiago fue un golpe demasiado bajo.
Me dirijo al baño y abro la ducha. Sólo me meto en ella cuando ya el vapor llena el enorme cuarto de baño de azulejos color perla. Cierro los ojos y veo a mi hermano ahogarse en su propia sangre, asfixiándose y pidiendo ayuda. El remordimiento me visita otra vez, la impotencia de no haber podido ayudarle, luego de que él ofrendara su vida a todos mis planes. Lloro amargamente, mientras el agua va corriendo por todo mi cuerpo y este es el único lugar donde me permito llorar libremente, donde dejo que mi fragilidad salga a la luz.
No sé cuánto tiempo pasa, porque me he tomado el tiempo necesario para llorar los mares que he debido llorar. Solo cuando mis dedos están arrugados y la voz de Alba se escucha llamando a la puerta, decido salir.
—¡Fabián, querido! ¿Te encuentras bien? — pregunta con voz queda.
—Sí, ya voy — anuncio sin mucho ánimo.
Soy un desgraciado, un pobre diablo sin alma, que me ha tocado vivir una vida que no elegí. La pobre de mi mujer se vio obligada a casarse conmigo por conveniencia y a penas llegamos a tener a Alejandro porque era lo que se esperaba, además de que necesitaba un heredero. Sin embargo, siempre he tenido claro que no la amo, sin importar lo buena que pueda ser conmigo o lo mucho que se esfuerce, entre ella y yo no hay nada.
Por eso, cuando se enteró que el viejo Doroteo había muerto, no tenía ni idea de que el autor había sido yo. De mi parte no lo sabrá nunca, porque las razones que tengo son para vengar el rechazo de una mujer que no es ella, y de nada sirve que se entere.
—Los invitados han empezado a llegar — anuncia y la escucho alejarse.
Me seco el cuerpo y ato la toalla en mi cintura para salir a la habitación a vestirme. Ya el traje n***o descansa sobre la cama, esperando a que me lo ponga. Alba aprovecha que he salido para entrar al baño a prepararse también. No nos hablamos, como es costumbre, sino que en silencio, ambos nos preparamos para enfrentar el día más lúgubre de este año.
Al bajar a la sala, varias personas se encuentran reunidas ya y se me van acercando uno a uno a darme el pésame. Acepto con monotonía los abrazos y palabras de aliento que no me sirven de nada. Cuando ha pasado la primera ronda de saludos, me acerco hasta donde están mi cuñada y mi sobrino.
—Massimo… hijo — le abrazo rápidamente.
Ambos tuvimos una experiencia traumatizante ayer y eso hace que no podamos ni siquiera vernos a la cara. Su madre se ve que tiene una buena cantidad de droga en el cuerpo, porque no reacciona.
—Tío… — me llama y por primera vez nos vemos a los ojos, los suyos rojos, como si hubiesen sido inyectados de sangre.
Yo levanto la mirada para encararlo, sintiéndome culpable una vez de que su padre se encuentre en un ataúd. Lleno de ira y con los dientes apretados, confiesa lo que ya yo me temía:
—¡Quiero la venganza!
Coloco mi mano en su hombro izquierdo, vestido de traje n***o, es todo un galán. Trato de infundirle paz, seguro de que esto no quedará impune. El padre que va a dirigir la mesa llega antes de que pueda responderle y junto a él, un servicio de la floristería coloca una hermosa corona de rosas blancas. Uno de los repartidores se me acerca y me entrega una tarjeta.
Sentimos mucho su pérdida.
F.B.
Al leer esas palabras siento la sangre bullir otra vez en mi cuerpo, este es el colmo de todos los colmos. Ahora sí que van a saber quién soy…