Primera Batalla

1455 Words
—¿Estás seguro de que vendrán? — pregunto a mi papá cuando las dudas han empezado a visitarme. Cuando planeamos todo esto, sabíamos que el ataque sería inminente, pero luego de tener tanto rato esperándoles, siento que nos han dejado con el moño hecho. No es que quiera ver a nadie morir, pero simplemente he perdido la noción del tiempo y quisiera ir a casa. Demasiada culpa cargo ya, como para ver a más gente caer.    —Sí, Bianca — responde con voz cansada, mirando hacia al frente. Ahora nos hemos sentado en el interior de uno de los autos, flanqueados por varios de los hombres. Él ha movido a todo su ejército, asegurándose de que no falten refuerzos, pero que la casa donde se encuentra mi madre, la esposa de mi tío y mi prima Alicia, no quede vulnerable. —¿Y cómo lo sabes? Quizás ellos también quieran hacer duelo por su ser querido. Lo miro con gesto duro, porque sabe que desapruebo por completo todo esto, y estoy porque me han obligado. Quizás mi madre tenía razón y habría sido mejor para mí quedarme en la inconsciencia que me brindaba Londres. Si me hubieran dejando allá, no estaría en la horrible situación que me encuentro ahora. Pero tampoco habrías conocido a Alejandro. Un pensamiento de dolor acompañado de decenas de imágenes junto a él me sorprende como si fuera un flashback. Alejandro, mi amor, el único hombre en mi vida… Resoplo con ganas y presto atención a la respuesta que me ha brindado mi padre. —Porque le conozco. Sé cómo es Fabián, explosivo, sanguíneo, intenso. Se pasa la mano por el pelo, castaño, largo y ahora alborotado por su manía de peinarlo con las manos cuando está nervioso o estresado. Pongo la mano en su hombro para demostrarle mi apoyo. Imagino cómo debe de sentirse y sé que no ha de ser fácil. Sé que no soy la única que la está pasando mal así que trato de ser humana, porque no puedo olvidar que en este infierno estamos todos ardiendo. —¿Piensas matarle? — pregunto dudosa. Trago en seco, muy consciente de cuál será la respuesta. Desvío la mirada hacia el paisaje otra vez, para no enfrentarme a lo que sus ojos me puedan decir, y para que no vea la fragilidad que hay en los míos. No se trata de un simple encuentro, esto es la guerra y sé cuál es el rumbo que tomarán las cosas. Si mi padre logra asesinar a Fabián, ese podría ser el fin de todo esto. Para algunos sería la luz al final del túnel, el cierre de esta guerra, pero para mí significa el inicio de lo peor: cuando Alejandro se entere que han matado a su padre, es prácticamente imposible que se quede de brazos cruzados, irá en busca del culpable y ahí sí que no habrá vuelta atrás. Una lágrima se desplaza por mi mejilla a toda prisa, hasta caer sobre el suéter n***o de lana que traigo debajo del abrigo. La seco con rapidez, tratando de no dejar ver lo mucho que me afecta todo esto. Para mí es demasiado duro, porque ya sea de una manera o de otra, voy a perder lo más valioso que he adquirido desde que llegué a Roma: el amor de Alejandro. —Bianca… — mi padre me llama para que lo enfrente, quiere que le mira a los ojos, pero no cedo, no estoy lista para esto. Quizás lo mejor que puedo hacer es irme a casa y hacer como mi madre, encerrarme a llorar mis pérdidas. —Bianca… — vuelve a llamarme y esta vez exploto con frenesí. —¡¿QUÉ, PAPÁ?! ¡Dime qué es lo que quieres de mí! — estoy llorando en el interior del auto, tras haber gritado como una posesa, exasperada por todo lo que estoy enfrentado. —Que entiendas que este es mi deber. Con esa frase culmina todo posible discurso y me mira impasible, inmutable, con un temperamento tan frío como la nieve de las montañas. Me bajo del auto frustrada, hecha una furia más bien, porque a diferencia de él, yo soy más sangre caliente, como lo era mi abuelo. Doy un portazo y me dirijo a los árboles. Necesito respirar, necesito digerir este nudo de sentimientos que se ha atorado en mi garganta, sin embargo, el tiempo de paz no me dura mucho porque escucho a mis espaldas cómo todo el mundo se pone en su lugar y lo sé antes de que Petro lo anuncie: han llegado. Me doy la vuelta de regreso al auto para refugiarme detrás de la puerta y saco de mi cinturón la Glock nueve milímetros que me han facilitado. Tiene seguro puesto, pero igual la empuño con fuerza al ver que eso es lo que hace la mayoría. Los demás están provistos con armas de calibre mucho mayor al mío, pero no me sorprende porque siendo una neófita, mucho hacen con confiarme una. De no ser por Petro, quien me dio un taller intensivo anoche de cómo usarla, recargarla y disparar, estaría más perdida que una gallina ciega. Decenas de vehículos de todo tipo se acercan con prisa hasta el lugar donde estamos nosotros. Los modelos varían desde SUVS hasta autos de lujo, todos con los cristales totalmente negros. Se van alineando frente a nosotros hasta quedar en una especie de media luna. Mi padre se queda detrás de la puerta, al igual que yo, arma en mano, esperando que salga alguno de ellos, apuntando con el lente de su fusil. Sé que espera por Fabián. Quizás sea el dolor, la rabia y sed de venganza que le hagan creer que Lombardi será tan tonto como para meterse solito en la boca del lobo, pero de mi parte, hay algo que no me cuadra en todo esto, así que quito el seguro de mi arma, porque, aunque no quiero matar a nadie, estoy seguro de que no me voy a dejar morir. De pronto, un sujeto alto, flacuchento, de aspecto mortecino se baja con gracia de uno de los vehículos. Tiene cara de despreocupado, a pesar de que los hombres de mi padre tienen decenas de puntos rojos en su pecho, lo que lo tiene más cerca de la muerte de lo que se imagina. Baja la mirada hasta su pecho, donde ser perciben los puntos de los francotiradores sobre su camisa negra y sonríe como si no le importara nada. Es calvo, y una bufanda atada a su cuello compone su atuendo lúgubre por completo. —Buenos días, estimados. Bajen sus armas, por favor, he venido en son de paz. Mi padre mira a su hermano mayor, dudoso si confiar o no, pero al final GianMarco asiente con la cabeza y esa señal es suficiente para que las luces vayan desapareciendo lentamente. —Muy amables — concede con gracia, sin borrar su sonrisa. — He venido en nombre de la familia Lombardi, como sabrán están ocupados tratando otros asuntos más… fúnebres — su voz se escucha clara y fuerte a pesar de que está a algunos veinte metros de distancia. —¿Qué haces aquí, Admos? Mi padre sale detrás del auto y lo encara enfadado, sé que esperaba vengarse del que fue su amigo y aliado, pero como supuse, eso no será hoy. —El señor Fabián me ha enviado a buscar a su hijo, así que será mejor que me lo entreguen y dejemos la fiesta en paz. —¿En paz dices? — GianMarco sale también a encararlo, colérico — En paz estaré cuando él se encuentre siete metros bajo tierra, y descanse junto a su hermanito. Imagino que le ha encantado el regalo… — dice con sarna, riendo con maldad. Lo miro con asombro, no hay rastro de tío amoroso en su cara, ahora es un mafioso en todo su esplendor. El rostro del tal Admos lo mira con odio, seguro dolido por la muerte de su jefe. —Entréguennos al muchacho — dice conciliador. —¡Si quiere a su hijo, que lo venga a buscar él mismo! — sentencia, conciliador. Con esa orden, las lucecitas vuelven a aparecer en el pecho de Admos y a él no le queda más que recular, porque les triplicamos en número y sabe que no les importará acabar con ellos, siendo poco más que esbirros. Tras contemplar la inminente derrota, se da media vuelta y se marcha, desfilando con su caravana de autos. —¿Eso ha sido todo? — pregunto un tanto aliviada de que no haya ningún muerto. —No, hija, este solo es el comienzo. Fabián seguro que está planeando el contraataque y hay que estar alerta.
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