Luciano tenía el mismo esquema de seguridad que el presidente de los Estados Unidos, tal vez hasta peor.
Cinco camionetas blindadas, todas idénticas y polarizadas, de tal manera que en un posible atentado no supieran con exactitud en cuál camioneta estaba el objetivo.
Yo ya le había preguntado a él en días anteriores si no encontraba todo esto como exasperante, pero él me dijo que, al igual que yo, que había nacido en cuna de oro, todo esto se le hacía de lo más normal.
Llegamos al vecindario más exclusivo de Roma, en donde las mansiones por supuesto que eran de estilo clásico, casi asemejándose a los castillos, teniendo en cuenta que la arquitectura de Europa no era tan moderna como la de mi continente, pero eso no las hacía ver menos impresionantes, sino todo lo contrario: era majestuoso.
Los Mancini resultaron vivir en la más impresionante mansión que yo hubiera visto alguna vez, cuya reja de entrada a la propiedad incluso tenía el símbolo de los Mancini, que constaba de la “M” rodeada por serpientes.
—Joven Mancini, ya llegamos —anunció el chófer, y Luciano sacó su pene de mi boca con un obsceno pop.
Sí. El muy hijo de puta se había atrevido a hacerme un oral en el camino, aunque claro que teniendo la decencia de pedirle a su chófer que subiera aquella persiana oscura que daba algo de intimidad para los que estuvieran en los asientos de atrás.
Yo había preparado unas arepas para regalarle a la familia de Luciano, aunque no estaba seguro siquiera de si les iban a gustar, pero yo no podía dejar las buenas costumbres que me enseñaron en casa, y no era capaz de llegar de visita a un lugar sin llevar algo.
Lo primero que vi cuando las grandes puertas de la mansión se abrieron, fue juguetes regados por todas partes, y las mucamas recogiéndolos.
—¿Dónde están mis dos pequeños diablillos? —dijo Luciano en voz alta para que sus hermanos pequeños lo escucharan, y unos segundos después aparecieron los pequeños gemelos Gianluigi y Lorenzo.
Tenían cinco años, y me parecieron los dos muñequitos más hermosos que yo jamás había visto. Eran mucho más bonitos que los nenés de los comerciales, y estaban adorablemente vestidos como solo unos niños ricos italianos podían vestir, con unos glamorosos conjuntos de la línea infantil de Cavalli.
Estaban incluso mejor vestidos que yo, que me había venido con un polo con raya diplomática, jeans oscuros y las jordans que siempre usaba.
Incluso Luciano se había venido con su mejor look entre elegante y casual de Armani, porque al parecer su padre le exigía con la vestimenta. Y yo...bueno, había dejado toda mi ropa medio elegante en Colombia, porque no había visto la necesidad de echarla a la maleta.
Mientras que Luciano se deshacía en arrumacos con sus hermanos, me di cuenta de que en medio de las dos largas escaleras de mármol que llevaban al segundo piso, estaba el cuadro de la Monna Lisa, con un vidrio protector.
Supuse que era una imitación, porque...claro, la original estaba en el museo de Louvre, ¿verdad?
Pero...¿por qué alguien tan millonario como Massimo Mancini compraría imitaciones? Eso solo era para los de la clase media que en realidad no apreciaban el arte.
Luciano debió haber notado que me quedé parado observando la pintura, porque apareció detrás mío, abrazándome por la cintura.
No evité sonrojarme, a la vez que él me daba un besito en la nuca. Cielos...este chico sí que sabía cómo ponerme las piernas de mantequilla.
—Todos la conocen como “la Monna Lisa” o “la Gioconda” —dijo Luciano, mientras que sus hermanos seguían en su cuento, corriendo por toda la estancia, perseguidos por las mucamas para que no hicieran daños —, pero su verdadero nombre era Luciana Mancini.
Yo fruncí el ceño, por un momento creyendo que me estaba gastando una broma, pero al voltearme a verlo, él parecía estar contándome aquello como si me estuviera hablando de su padre.
—Así es, mi Ferdinando. La Gioconda era una Mancini, amante de Leonardo Da Vinci —continuó él, acercándome más hacia la pintura, que tenía un vidrio protector más ancho que el del museo de Louvre —, y estás presenciando a la pintura original, no a una réplica.
Abrí los ojos como platos. ¿La super conocida Monna Lisa era una Mancini, y tenían su pintura original? ¿Los Mancini habían estado relacionados con Da Vinci? Eso sería mucho, pero mucho nivel.
Y por si no me hubiera quedado claro el nivel que tenía esta familia, vi que las puertas de un salón cercano a la sala se abrieron, y las mucamas de inmediato corrieron a alejar a los gemelos de ahí, con todo y sus juguetes, y vi a varios hombres con pinta de escoltas, pero de mucho más...nivel, por así decirlo, y vi al mismísimo papa con ellos.
Sí. Era el puñetero papa, el sumo pontífice, el representante de Dios en la tierra, o como lo quieran llamar.
Estaba aquí. Como invitado de Massimo Mancini. ¿No se supone que el papa era el que recibía las visitas en el Vaticano, y que él no salía a visitar a nadie?
Wow. Entonces los Mancini sí que debían de ser muy importantes.
El anciano pontífice, que apenas y podía caminar, nos volteó a mirar, y yo no supe de qué manera saludarlo, pero Luciano apenas le dio un asentimiento de cabeza y le dijo:
—Su excelencia. Me place ver que goza de buena salud.
El soberano del Estado del Vaticano apenas le devolvió el asentimiento, y a mí ni me volvió a determinar, y siguió con su camino.
Solo hasta cuando el papa estuvo muy lejos con sus escoltas, fue que me atreví a preguntarle a Luciano:
—¿Qué rayos hacía aquí el papa?
—Viene al menos una vez al mes. Ya sabes...negocios —se limitó a decir Luciano, y yo decidí que no necesitaba saber más.
Unos pasos rápidos se escucharon en las escaleras, como si alguien estuviera bajando por ellas a toda velocidad, y vi entonces a un muchacho, un adolescente contemporáneo a Alejandro, que apenas vio a Luciano esbozó una tierna sonrisa que enamoraría a cualquiera, y saltó a él para darle un fuerte abrazo.
—¡Santino! —exclamó Luciano, contentísimo por ver a otro de sus hermanos menores.
Se estuvieron un buen rato así. Abrazándose y dándose mimos como si no se hubieran visto en un largo tiempo, y cuando al fin el muchacho soltó a Luciano, reparó en mi presencia y me miró con el ceño fruncido. Claro, Luciano debía ser de esos que casi no llevaba amigos a casa, porque con su complicada forma de ser ni siquiera tenía amigos.
Solamente yo era el estúpido que me lo aguantaba, y que bueno...que tal vez lo dominaba, solo un poquito.
—Santino, él es Fernando. Amigo de la universidad y mi roomie —me presentó Luciano, de paso presionándome con eso de irme a vivir con él definitivamente, porque si me estaba presentando como su compañero de piso, es porque ya había tomado la decisión.
El niño me dirigió una tierna sonrisa y me estrechó la mano. Tenía una energía bonita, como la de Alejito, haciendo que claramente no pareciera un Mancini.
—Fer, él es Santino. El mejor piloto de autos de carrera del mundo, y el que sin duda será el ganador de la Fórmula 1, Nascar, y todas esas competiciones —continuó Luciano con las presentaciones, y el muchacho se sonrojó.
—Solo soy un simple aprendiz, no creo que papá me permita continuar con eso como algo para ganarme la vida. Él dice que debo estudiar una carrera universitaria y bla bla bla —dijo el niño, y Luciano le revolvió la castaña cabellera —. Uh, déjame adivinar de dónde eres... ¿Argentina?
—Ay carajo, claro que no, Dios me salve —dije, y Luciano soltó una risotada.
—Lo siento, es que...bueno, dicen que los hombres de allá son los que son atractivos —dijo el muchacho, y yo solté un bufido.
—Chico, en Colombia lo que hay es sabor.
—¿Eres colombiano? ¡Qué guay! —dijo el muchacho con una sincera emoción, y me tomó de una muñeca y me arrastró a la cocina —¡Hazme un café! Que aquí nadie sabe prepararlo bien si no es con cafetera de cápsulas.
El muchacho en definitiva era la versión italiana de Alejandro, y me cayó muy bien.
Solo me faltaba conocer a Vicenzo, el Mancini que faltaba. Luciano hasta hace unos días me había revelado que Vicenzo hace parte del regimiento extranjero de infantería de la Legión Francesa.
Sí, yo no era el único que tenía un hermano militar. Pero claro, Vicenzo hacía parte de un ejército mucho más...letal, por así decirlo.
—¡Ven! ¡Papá ya se desocupó! —dijo Luciano halándome de nuevo hacia la estancia, pero yo ya había alcanzado a dejarle preparada su taza de café a Santino.
Cuando llegamos a la sala, vi una figura alta dándonos la espalda, viendo hacia los grandes ventanales que daban vista al frondoso jardín delantero de la propiedad, bebiendo un vaso de ron y fumando un cigarro.
Como yo no estaba acostumbrado al humo de cigarro, tosí, y eso fue lo que le anunció mi presencia a Massimo.
El hombre se volteó, y pude confirmar entonces que estaba ante la presencia del hombre más espectacularmente bello de todo el planeta.
Las fotos no le hacían justicia. Este hombre, viéndolo en persona, es despampanante. Simplemente perfecto.
Rasgos muy masculinos y marcados —los cuales contrastaban con los de Luciano, que eran incluso un poco femeninos—, ojos celestes penetrantes, barba perfectamente recortada, labios carnosos, cabello castaño con tan solo unas pocas canas perfectamente engominado en un peinado dapper, cuerpo de contextura delgada pero atlética, como el de Luciano, y por supuesto que estaba vestido pulcramente con un traje de Armani hecho a la medida, y unos zapatos lustrados de esos que tenían la suela roja.
Sentí vergüenza de haberme ido con mis jordans puestas. ¿En serio no había echado en mi equipaje unos zapatos elegantes?
—Hola papi. Él es Fernando, ¿recuerdas que te hablé de él? —dijo Luciano, y yo no evité sentirme sonrojar. ¿En serio Luciano ya se había tomado la molestia de hablarle de mí a su padre? Aunque sé que obviamente no le ha dicho que tenemos...algo. Luciano es un gay de clóset, eso me quedó claro desde que lo conocí.
El hombre posó sus intimidantes ojos en mí, y yo me sentí nervioso, no supe por qué. Ese era tal vez el mayor talento de ese hombre. Intimidar a cualquier con su felina mirada.
Cuando se fijó en mis jordans, yo no pude sentirme más avergonzado. ¿En serio yo era integrante de una de las familias más ricas de Colombia? Pues no lo estaba demostrando, y eso es lo que muy seguramente estaba pensando Massimo.
—Don Massimo —me animé a saludarlo, acercándome y tendiéndole la mano.
—Joven Orejuela, un gusto conocerlo —dijo Massimo en su muy marcado acento italiano, estrechándome la mano con firmeza —. Mi hijo me habló de ti. Dice que eres de la familia Bustamante, los de la marca de café.
—Sí —confirmé, y él asintió.
—Y también eres hijo del magistrado al que mataron. Mi más sentido pésame, muchacho. La noticia llegó hasta estos lares —me apretó el hombro amistosamente, y yo me sentí sonrojar —. Es muy admirable que hayas decidido seguir estudiando y no estancarte por el luto, lo mismo hice yo cuando mi hermano murió.
Luciano aun no me había hablado sobre eso, pero en lo que pude averiguar en internet, el único hermano de Massimo fue asesinado, dejando un hijo que para ese entonces ni siquiera había nacido porque estaba en el vientre de su madre, así que Massimo lo adoptó. Vicenzo.
No. Vicenzo como tal no era hermano de Luciano. Era su primo, pero a todos los efectos legales y de crianza, sí eran hermanos.
—Me preguntaba si Fernando podía acompañarnos para ir por nuestros trajes, ya que él no tiene uno y lo invité a mi fiesta —dijo Luciano, por supuesto que diciéndole entre líneas a Massimo que si podía pagar por mi traje.
—Sí. En definitiva necesita ropa...y zapatos adecuados —dijo el hombre mayor, volviendo a mirar mis jordans con evidente disgusto. Dios, qué vergüenza.
Fue así que una hora después estuvimos montados en el jet privado de Massimo que nos llevó a Milán.
Wow. Qué nivel el de esta familia si en serio tenían aviones y toda la cosa. Indiscutiblemente debían de tener negocios de dudosa procedencia, porque era imposible que todo esto fuera por el salario de congresista de Massimo.
Cuando llegamos a la sede principal de Armani, Massimo fue recibido como si fuera el puñetero presidente del país. Incluso nos ofrecieron champán.
Ya estaba de noche cuando yo me probé mi vigésimo traje, y al fin habíamos encontrado el adecuado: uno gris que quedaba con mi piel trigueña.
Me miré frente a los tres grandes espejos de cuerpo completo. Esta era la primera vez que yo usaba un traje así, porque en las pocas audiencias que tuve en mis prácticas de la universidad usé más bien oufits entre elegantes y casuales.
Massimo se acercó por detrás y posó una de sus fuertes manos en mi hombro, admirando también lo bien que me veía.
—Es así como te debes vestir siempre —dijo el hombre, para después acomodarme la corbata y verme con esos penetrantes ojos azules que intimidarían y derretirían a cualquiera —. Estarás al frente del negocio de tu familia. Debes lucir como el importante hombre que eres.
Y sin decirme nada más, se dirigió hasta donde yo había dejado mis jordans, y las botó a la basura.
—Pe-pero...con esas son en las que monto en mi skate —dije, a punto de ir a buscar los tenis de nuevo a la basura, pero Massimo me tomó fuertemente por la muñeca y me impidió llegar hasta la cesta en donde habían ido a parar mis jordans.
—Ya no estás para que andes en patinetas, hijo —dijo Massimo con esa mirada tan intimidante que solo él tenía —. Debes madurar.