Roma, la cuna del derecho.
Fue en esta histórica ciudad en donde surgió el derecho romano, y fue de ese primer ordenamiento jurídico formalmente establecido del que se derivó todo lo que hoy se conoce como el Derecho.
Yo había durado seis meses con mi padre decidiendo a dónde me iría a estudiar mi máster. Él en principio había querido que lo hiciera en alguna prestigiosa universidad de Estados Unidos, como Harvard o Stanford, pero yo me terminé decidiendo por Italia, precisamente por ese significado histórico que implicaba para el mundo de las leyes, y porque de por sí Roma me parecía una ciudad tranquila para vivir y estudiar, mientras que todo en Estados Unidos me parecía caótico. Yo en definitiva no me imaginaba estando en una gran ciudad como Nueva York. El solo hecho de pensarlo me daba pánico.
Fue difícil para mí, que desde pequeño había estado acostumbrado a tener chófer y toda la cosa, verme por mí mismo en una ciudad que solo conocía de a medias, de cuando vine en unas vacaciones familiares.
Tuve que tomar el autobús, porque tomar un taxi salía caro, si me ponía a hacer la conversión de euros a peso colombiano. Carlos por supuesto que me había dado dinero, el cual cambiamos a euros en el aeropuerto de Bogotá, y me estaría enviando más cada 15 días, pero él me tenía muy controlados los gastos.
Sí, se suponía que yo tras la muerte de mi padre había heredado una gran fortuna, y no solo recibía lo correspondiente a las ganancias de Café Bustamante y del buffet de mi padre, sino que además era beneficiario de la pensión de mis padres hasta que terminara de estudiar, pero era Carlos el que tenía que recoger ese dinero y enviármelo por transferencia internacional, y si se le daba la gana no enviarme nada, bien podría dejarme en la miseria.
Y así era mi padre. Me había controlado los gastos hasta el último día de su muerte.
—No quiero que mis hijos sean los típicos muchachos ricos y malcriados —me había dicho mi padre una vez, sentado en el escritorio de su oficina en la corte suprema, sin despegar la vista de una importante sentencia que tenía que firmar.
Él estaba enojado porque yo le había pedido quince millones de pesos (casi 4.000 dólares) para irme de viaje con mis amigos de la universidad.
—Pe-pero...se van a burlar de mí, papá —le dije, y es que se suponía que por yo ser el heredero del mayor emporio del café e hijo de un magistrado, debía ser el que mandara en la universidad.
En la Universidad de Los Andes, todos eran hijos de congresistas, empresarios, y demás..., y aunque yo nunca había actuado como un fachero, o como le solemos decir en Colombia a los chicos ricos, “gomelo”, y de hecho era el de corazón más humilde, aun así tenía cierto orgullo que me hacía querer seguir ocupando el puesto del chico más popular de la universidad. Yo me luchaba ese puesto con uno de los hijos del clan Cortés, otra de las familias más millonarias de Colombia, y fue él quien propuso el plan a los de mi facultad de irnos de viaje a las playas del caribe.
—Pues te aguantas, y listo —dijo mi padre, bebiendo de su taza que tenía la bandera LGBT y decía “amo a mi hijo gay” —, y, de todas formas, no te dejaría ir solo a un viaje de puros jóvenes irresponsables, a menos que fueras con Carlos, y no creo que tu hermano tenga tiempo para esas cosas, si a duras penas tiene tiempo para planes familiares.
Mi papá siempre había sido un tanto...sobreprotector con todos nosotros. Durante todo el año pasado, como Alejandro estaba en ese año en que todas sus amigas del colegio cumplían 15 años, él mismo lo había acompañado a las fiestas de quinceañera, y a mí...bueno, me dejaba ir a alguna fiesta solo con la condición de que él me llevaba y me recogía.
—Lo siento, hijo, pero en mi época de detective tuve que levantar muchos cuerpos descuartizados de jóvenes que habían ido en planes supuestamente “sanos” con sus amigos universitarios —dijo papá, y yo hice una mueca de asco.
A él sí que le encantaba recordar sus tiempos de detective, y eso de los cuerpos descuartizados había sido el pan de cada día para él, por eso hablaba de aquello con toda la naturalidad del mundo.
Lo único bueno de estar en un país en donde mi familia no era conocida, es que no tenía que andar escoltado por cinco gorilas, y podía al fin sentirme...libre.
Me bajé del autobús con mis dos grandes maletas, y mi mochila y mi skate colgando en mi espalda, y miré la entrada del alojamiento estudiantil que sería mi hogar por dos años.
Quedaba a cinco cuadras de la universidad, así que muy bien podría irme en mi skate.
Me registré en la recepción, checaron que efectivamente mi padre había dejado todo p**o para el alojamiento de dos años, me dieron las llaves, y entré a mi habitación.
Era pequeña, como cualquier habitación de universitario, pero era acogedora. La cama era semidoble, cómoda, tenía aire acondicionado y calefacción, baño privado, wi-fi, escritorio, en fin...no estaba mal.
Le escribí a Carlos para decirle que había llegado bien, y me tumbé en la cama para recuperar el sueño perdido por el vuelo de día y medio.
Dos días después...
Llegué montado en mi skate a la Sapienza Universidad de Roma.
Es una de las mayores universidades de Europa, y se encuentra entre las primeras del mundo por número de estudiantes.
Además, también es una de las más antiguas, ya que fue fundada en el año 1.303 por el papa Bonifacio VIII.
Pero, contrario a lo que muchos piensan, es una de las universidades con la matrícula más barata, si comparamos el precio con las universidades de Estados Unidos, en donde solamente los billonarios pueden estudiar, o los que fueran beneficiarios de alguna beca.
Fue por eso que me sentí en mi salsa al ver a muchos suramericanos en el campus, y varios europeos que no tenían pinta de ser millonarios.
Me sentí...bien. Cómodo.
En Bogotá, yo siempre había tenido la necesidad de verme como un chico facherito, siempre bien vestido y toda la cuestión, porque las apariencias en Colombia tendían a ser a veces fastidiosas, pero aquí en Europa todo era más relajado. Nadie estaba aparentando nada, porque aquí la gente sí venía a lo que era: a estudiar, no a hacer vida social.
Y fue por eso que me sorprendí cuando minutos después llegaron cinco camionetas blindadas a la entrada del campus, y de estas se bajaron varios hombres con clara pinta de ser escoltas, y uno de ellos corrió a abrir la puerta de la camioneta de la mitad, y de esa se bajó un muchacho al que no le pude ver la cara porque los gorilas que lo estaban custodiando eran más altos que él. Lo único que pude ver fue que tenía unas zapatillas blancas Reebok, así que tenía que ser un estudiante.
“Es el hijo mayor del senador Mancini”, escuché a varios murmurar.
Fruncí el ceño. Si bien esta no era una universidad precisamente para pobres, tampoco es que los ricos pusieran a sus hijos a estudiar aquí. Bueno, mi papá lo había hecho, pero porque fue la opción que más me gustó. Tal vez pasó lo mismo con el susodicho hijo del tal senador.
Me adentré en los pasillos de la universidad, y todas las chicas italianas parecían estar locas por ese tipo, así que ni me determinaron.
—Había escuchado que el hijo del senador Mancini no quería estudiar su máster aquí, quería irse a Inglaterra, pero su padre no lo dejó —le escuché decir a una de las chicas, mientras buscaba mi casillero.
—Sí, debe ser aburrido hacer el posgrado en la misma universidad en la que estudiaste el pregrado —dijo otra chica, echándose aire con un abanico japonés, como si estuviera delirando por el susodicho muchacho —, pero según he escuchado, es porque su padre lo mima tanto, que no lo quiere lejos de él.
—Pues alabado sea Massimo Mancini, porque podremos tener unos cuantos años más a su hijo por aquí —dijo otra chica, y yo rodé los ojos.
No conocía al tal Mancini, pero ya me estaba cayendo mal.
Ya había tenido la suficiente experiencia con hijos de congresistas como para saber que todos eran unos idiotas que creían que, porque sus progenitores eran los padres de la patria, podían pasar por encima de los demás.
No me aguanté las ganas y busqué en google el nombre de Massimo Mancini, y por poco y me voy de culo.
Es un hombre de unos 45 años más o menos. Rasgos muy masculinos y marcados, ojos azul cielo muy penetrantes, piel bronceada, y una mirada que decía “peligro”. Muy bien podría ser el villano de una telenovela mexicana, pero esa mirada malvada era al parecer su mayor atractivo.
Economista con varios posgrados en administración pública, e hijo de la dinastía Mancini, un histórico linaje de la nobleza italiana que databa del siglo quinto. Se habían unido en su momento a los Médici, y cuando la monarquía en Italia cayó, aun así, los Mancini siguieron teniendo un papel importante en la economía y la política italiana. Incluso encontré una foto del abuelo de Massimo, en donde aparecía junto a Benito Mussolini, importante personaje en la segunda guerra mundial.
Desde duques casados con princesas de la realeza italiana, hasta militares condecorados y políticos influyentes, los Mancini eran los que mandaban en Italia. Se decía incluso que el papa no tomaba una decisión sin antes consultar con ellos.
Y ahora, el que era el patriarca de ese antiguo linaje era Massimo, desde que su padre, un condecorado coronel del ejército italiano, falleció hace 15 años mientras dormía.
Poco se hablaba en internet sobre sus hijos, lo único que encontré es que tenía cinco en total. Dos veinteañeros, un adolescente y dos infantes, y no tenía esposa, ni nunca la había tenido, siendo así el soltero más codiciado de Italia. ¿Cómo tuvo a sus hijos? Por vientre de alquiler, al no querer atarse a ninguna mujer que después le quitara la mitad de su fortuna y que se llevara a sus hijos.
Un hombre inteligente, al fin y al cabo. Yo también esperaba nunca atarme a ninguna mujer, ellas solo significaban problemas. Díganme machista, pero es que deseo tener paz en mi vida.
Duré media hora buscando mi salón de clase. La universidad era grande, y al parecer yo no le caía bien a nadie por el simple hecho de ser colombiano.
Si bien yo no tenía los rasgos típicos que los europeos creían que todos los latinoamericanos teníamos, supuse que en el acento se me notaba de dónde venía.
Ya iba diez minutos tarde a mi clase, así que usé mi skate para andar más rápido por el pasillo, aunque sabía que eso estaba prohibido.
Estaba tan concentrado viendo mi itinerario de clases mientras iba rodando en la patineta y bebiendo un café que me había acabado de comprar en la cafetería del campus, que no me di cuenta cuando alguien se me atravesó en el camino y choqué contra él, derramándole el café encima.
Me encontré entonces con los ojos grises más penetrantes y hermosos que había visto en mi vida, que hacían parte del rostro igualmente hermosísimo que yo jamás me hubiera imaginado ver, no al menos en este plano astral, porque tal rostro podía ser solamente de un ángel.
Era la viva imagen del estereotipo del italiano perfecto.
Facciones finas y afiladas, nariz pequeña y respingada, piel blanca y pecosa, labios carnosos, y un cabello castaño rebelde parecido al mío. Al parecer, a ninguno de los dos le gustaba usar gel en el cabello, ni mucho menos cortárselo demasiado.
—¡Imbecille! —gritó él, enojado, y me miró con ganas de matarme.
Incluso estando así, enojado y con el ceño fruncido, no dejaba de verse hermoso.
Mi corazón empezó a latir con fuerza, y sentí el estómago calientito.
Un silencio sepulcral se formó en todo el pasillo. Los chicos que estaban pululando por ahí se quedaron callados, observándome con terror, como si yo estuviera a punto de morir.
El chico de las pecas bonitas me volvió a mirar como si yo hubiera firmado mi sentencia de muerte, para después ver la gran mancha de café en su polo azul de Lacoste.
Murmuró varias groserías en italiano que yo no entendí, y desapareció por uno de los pasillos.
Los que habían presenciado todo apenas se me quedaron mirando, y hablaron entre sí, y yo me enojé e hice mi mejor cara de tiburón, esa que le había heredado a mamá.
—¿Qué? ¿Alguien tiene algo que decirme?
Un chico se animó a acercarse a mí, y mirándome con pésame, me dijo:
—Amigo, búscate otra universidad, porque aquí no podrás seguir.
—¿Por qué? ¿Acaso ese pecoso es el rey de Italia? —pregunté.
—Algo así —respondió el muchacho, y a mí se me bajó todo cuando reveló —: es Luciano Mancini, el hijo del senador Massimo Mancini, y es el demonio encarnado.
Por un momento me asusté, pero... ¡vamos! Soy Fernando Orejuela Bustamante, mi familia también es muy importante, no se supone que yo me deje intimidar por alguien que está a mi mismo nivel, así que, manteniendo mi gesto serio, dije:
—Pues el que se va a tener que cambiar de universidad será él si se atreve siquiera a decirme algo. Soy Fernando Orejuela Bustamante, uno de los dueños de Café Bustamante, sí...esa marca de café que muy seguramente está en las alacenas de sus cocinas.
Varios chicos soltaron una risotada.
Sí, bueno...al parecer eso para ellos sonó muy estúpido, teniendo en cuenta que al parecer era más importante una familia de políticos que una familia de simples abogados y empresarios cafeteros.
Y como si yo no pudiera tener más mala suerte, ingresé al fin al salón en donde tendría mi primera clase: Fundamentos de la dogmática y Teoría del Delito, y dos minutos después entró el susodicho Mancini, con una camiseta de la selección de fútbol de Italia, con la dorsal de Andrea Pirlo, al parecer siendo eso lo único que había tenido de ropa de repuesto en su casillero.
Como yo había llegado tarde, me tuve que hacer en los puestos de atrás —a mí siempre me había gustado hacerme adelante—, y Mancini también tuvo que hacerse atrás, justo al lado mío, y me dirigió una mirada venenosa.
Ok, creo que he empezado mi primer día de clases con el pie izquierdo.