La única manera en que estaba logrando hacer frente al dolor era manteniéndome ocupado.
Mientras se acercaba el día de mi vuelo a Italia, me dedicaba a ayudar incluso a las señoras del servicio con los quehaceres de la casa. No me quería quedar quieto, porque si me quedaba sin hacer nada, eso significaba pensar en papá y deprimirme.
Pero lo que más disfrutaba, aparte de jugar fútbol, era salir a montar en mi patineta de skate.
A mi padre nunca le gustó que yo hiciera skate, pero lo terminó por aceptar. En el tiempo en que practiqué fútbol de manera casi profesional, me decía que montar patineta era peligroso porque podía caerme y lesionarme; así que, cuando entré a la universidad y supe que definitivamente no podría dedicarme al fútbol, mi padre simplemente se cansó de decirme que no me montara en “esa tabla que llama al peligro”.
Recuerdo que la primera vez que me compré una patineta, fue a mis 10 años, y como mi padre no me la quiso comprar, pues yo ahorré de lo que me daba en las mesadas. Mi padre rara vez me negaba un capricho. Ok, bueno, tal vez se había negado a comprarme un iPhone, porque según él, todos los celulares servían para lo mismo, y él no quería que yo fuera un niño malcriado que solo se compraba el celular de moda para encajar en la élite.
El caso fue que cuando al fin ahorré lo suficiente y me compré una patineta, en mi primera montada por las calles del conjunto residencial, me caí y me raspé las rodillas.
Si mi padre no me regañó, fue porque él nunca fue capaz de levantarnos la voz, a ninguno de los tres, y cuando creí que me quitaría la patineta, en realidad lo que hizo fue comprarme rodilleras, un casco, una bolsa para cargar mi skate a todas partes, e instaló un soporte en mi habitación para colgar allí la patineta.
Así de alcahueta había sido mi padre. Incluso regañó a Carlos cuando el muy idiota, de pura maldad, se paró en mi amado skate, y con sus 120 kilos de peso rompió una llanta.
Recuerdo haberme puesto a llorar por eso, y papá lo hizo comprarme el repuesto de la llanta, por supuesto.
El día de hoy opté por ir a la pista especial que hay para skaters, la única que había en mi pequeña ciudad.
Yo ya tenía una buena colección de patinetas, pero mi favorita fue la que me compró Carlos por mi cumpleaños 21, de la marca Fila.
Me fui vestido como cualquier skater. Puro oufit urbano. Pero, claro, skater adinerado, al fin y al cabo.
Una camisa holgada de Balenciaga, sudadera jogger, mis amados tenis Nike Jordan, y mi gorra de los Lakers.
“El skater facherito” me decían varios en esa pista de skateboard, y si no fuera porque yo iba con mis escoltas, hace rato me hubieran robado mis tenis, porque costaban más que mi celular.
Mi jefe de escoltas, Miguel, parecía un halcón, mirando que nadie pareciera sospechoso. Obviamente que desde lo de mi padre, estaban más preocupados por mi seguridad.
Cuando Miguel me dijo que todo parecía estar en orden, me puse mis auriculares inalámbricos y reproduje mi playlist de Panic At The Disco, y le di rienda suelta a mi skate.
Daba risa ver cómo mis escoltas corrían por toda la pista, intentando seguirme el paso, pero yo era muy rápido.
Sorteé todos obstáculos con facilidad y las ramplas, pero los recuerdos de mi padre viéndome desde un lado de la pista, aplaudiendo cada vez que yo lograba hacer alguna pirueta, por más mínima que fuera, llegaron a mi mente, y me caí de bruces al no lograr sortear el último obstáculo.
Al estar con todas mis protecciones no me lastimé, pero aun así me quedé tirado en el suelo, llorando.
Llorando porque mi papá ya no estaba para verme hacer skate. Llorando porque mi papá no había estado para ver el momento en que recibía mi título como abogado. Llorando porque no podría acompañarme a mi primera audiencia. Llorando porque no me vería casar ni teniendo hijos.
Llorando porque me dejó huérfano, cuando yo aún estaba en una edad complicada y necesitaba de su apoyo, máxime teniendo un hermano mayor tan ausente que no podría llenar ese vacío dejado por mi padre.
Escuché unos pasos acercándose muy lentamente hacia mí, y supuse que era Miguel. El único de mis escoltas que se atrevía a acercarse cuando yo tenía alguno de mis ataques depresivos era él.
—Joven Fernando...—susurró el militar jubilado, sobándome la espalda.
Por supuesto que a simple vista se notaba que yo no me había partido algo. La que estaba rota era mi alma, y yo no sabía si algún día podía recuperarme.
—Estoy bien —logré decir, y él me ayudó a incorporarme.
Regresé a casa, y al entrar en la habitación de Alejo, lo vi haciendo las maletas.
Ambos no iríamos al tiempo. Él tomaría un vuelo a Estados Unidos, y yo a Italia. Me mataba separarme de él por tanto tiempo, cuando se suponía que teníamos que estar más unidos que nunca, pero él insistió en que la distancia no nos afectaría en nada, y que, por el contrario, nos uniría más.
—¿Cómo vas con tu equipaje? —me preguntó Alejo, mientras yo me sentaba en su cama.
Durante todas las noches que habían seguido a la muerte de papá, yo había estado durmiendo con Alejo, porque si dormía solo, se volvía a reproducir en mi mente el momento en que le dispararon. Se reproducía una, y otra, y otra vez.
Pero como Alejito siempre ha sido mi luz, en algo me tranquilizaba al dormir con él.
No sé qué rayos haré cuando esté en Italia. Dormiré solo en una habitación de una residencia universitaria.
Y yo estaba 100% seguro de que no haría ningún amigo. No cuando la amargura parecía crecer en mí con cada día que pasaba.
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La despedida con mis hermanos en el aeropuerto internacional El Dorado de Bogotá, fue muy melancólica.
Alejandro y yo lloramos mientras nos despedíamos, mientras que Carlos se mantuvo sereno, como siempre, no queriendo demostrar sus sentimientos, pero por la manera en que me abrazó se le notaba que internamente estaba sufriendo.
No pude dormir en toda la noche que duró el vuelo hasta París, que es en donde haría mi trasbordo a Roma. Había un bebé llorón atrás, y una señora con tos en el asiento de al frente. Me dediqué entonces a ver películas durante esas 10 horas que duró el vuelo, hasta que llegué al aeropuerto de París, y gracias a que había llevado mi skate conmigo, pude movilizarme en él para llegar más rápido a abordar el siguiente vuelo con destino a Roma.
La gente apenas me miraba, preguntándose cómo rayos hacía para ser capaz de andar en mi patineta, mientras desayunaba un croissant con café, sin derramar una sola gota.
La práctica...todo estaba en la práctica.
“Vuelo 879 con destino a Roma, a cinco minutos de cerrar las puertas de embarque” se escuchó por la megafonía de esa sección del aeropuerto, y fui más rápido en mi patineta, causando alguno que otro estrago por ahí, pero logré llegar a tiempo y abordar el avión que me llevaría a la capital de Italia, sin saber en ese momento que aquel destino académico daría un giro trascendental a mi vida.