—¿En serio no puedo cambiar ninguna clase? —le pregunté a la secretaria de admisiones, y ella negó con la cabeza.
—Lo siento, joven Orejuela, pero los cupos en los demás grupos están copados.
Resoplé, mirando la gran mancha de café que había en mi chaqueta.
Ya llevaba un mes de clases, y Mancini se estaba empeñando en hacerme la vida imposible; hoy me había cobrado lo que sucedió el primer día que nos conocimos, y me aplicó el “ojo por ojo y diente por diente”, derramándome su café encima, alegando que se había tropezado, cuando no fue así.
Eso, y otras cosillas por ahí, como ponerme el pie cuando yo iba pasando al frente de él y hacerme trastabillar.
Ahora, yo estaba tratando de cambiar de grupo, aunque fuera en una sola materia. Pero era como si el destino estuviera en mi contra, y ahora no podía cambiarme de ninguna clase, y tendría que seguir viendo la puñetera cara bonita de Mancini y aguantarme su actitud de mierda.
Y como si definitivamente el destino me odiara, entré a mi clase de Justicia Penal Internacional, y el maestro anunció:
—Muy bien, estudiantes, para el trabajo de fin de semestre haremos una simulación de una audiencia de la Corte Penal Internacional, pero antes de conformar el tribunal, los dividiré en parejas para que realicen un trabajo escrito y una exposición en donde analizarán una sentencia importante de dicho tribunal, lo cual equivaldrá al 50% de la nota del segundo corte.
Un silencio sepulcral se apoderó del salón-auditorio. Este maestro en especial es conocido en la universidad por no poner más de 6.0 en los trabajos escritos y exposiciones, y todos queríamos un buen promedio, sobre todo los que tenían que mantener sus becas.
Y yo por supuesto que quería un buen promedio, para tratar de estar al nivel de Carlos.
Mi hermano no era un militar sin estudios. Era el más estudiado de la familia, con varios posgrados y actualmente está cursando un doctorado, y tiene promedio de 10, todo un cerebrito.
Y yo por supuesto que no me podía quedar atrás.
—Me he tomado la molestia de conformar las parejas, para que no se molesten en encontrar pareja, en especial los que son nuevos en esta universidad —continuó el maestro, mirando su planilla —Abagnale con Abutori...—mierda, estaba yendo en orden alfabético.
Y yo iba seguido de mi peor pesadilla en la lista por orden alfabético...
—Mancini y Orejuela —dijo el maestro, y no quise ver la cara del chico pecoso que estaba a dos filas tras de mí, pero supuse que fue como la que hice yo, de completo martirio.
Oh sí, definitivamente el universo estaba en mi contra.
La clase finalizó hora y media después, y yo tuve que tragarme mi orgullo y acercármele a Mancini, que estaba en una esquina del salón hablando con sus otros amigos de la élite italiana.
Este tipo podía caerme como una patada en las huevas, pero teníamos que separar lo personal de lo académico si queríamos sacar avante el máster.
—Oye, Mancini, ¿en dónde nos encontramos para empezar a hacer el trabajo? —le pregunté, y él, a pesar de que tenía ganas de matarme, al parecer también tuvo algo de cordura y recordó que dependía de los dos que obtuviéramos una buena calificación, y me respondió:
—Vivo cerca del coliseo, dame tu número y te enviaré la dirección.
Yo no lo sabía en ese momento, pero era ese muy académico intercambio de números lo que empezaría con todo lo nuestro.
****
Yo sabía que Mancini era un niño rico que se podía permitir ciertos lujos. Pero ciertamente no me esperé que se tomara la molestia de enviar a un chófer a recogerme para ir a su apartamento, mucho menos cuando en toda la semana previa a nuestro encuentro académico tuviéramos constantes peleas en los pasillos y en el campus.
Es como sí el no tolerara mi presencia, ni yo la de él.
El hijo de puta resultó vivir en un edificio de lujo en pleno centro histórico de Roma, situado entre la Piazza di Spagna y la Fontana di Trevi.
Ascensor privado, arte renacentista, sofás de lujo..., todo parecía tan caro, y claramente gritaba “Dinastía Mancini”.
Fue una mucama la que me abrió las puertas del lujoso apartamento, así que a primera vista no me encontré a Luciano, pero sí a tres gatos que corrieron a retorcerse a mis pies, y uno de ellos hasta me rasguñó un tobillo.
Siempre he detestado a los gatos.
—¡Da Vinci! ¡Mussolini! ¡Vivaldi! —gritó desde no muy lejos una voz que reconocí como la de Mancini, y apareció en la estancia, con una bata de baño, claro signo de que se había acabado de duchar —¡A ver pues! ¡A sus casitas!
—¡Auch! ¡Uno de tus demonios peludos me arañó! —me quejé, y después lo fulminé con la mirada cuando el susodicho gato que me atacó se subió a sus brazos, y Luciano lo acarició, como premiándolo por lo que había hecho.
—Mussolini percibe las malas vibras —dijo el muy idiota, mirándome con sorna —. Claramente tú las tienes.
—Como sea —saqué de mi mochila una bolsa de pan que había comprado en la panadería que estaba cerca de mi residencia. Oh, el pan italiano sí que es exquisito, y en el mes que yo ya llevaba aquí, me había engordado un poquitín —. Traje...pan.
Creo que en todo el mundo compartimos la costumbre de llevar algún presente comestible a una casa en donde somos invitados, y como yo fui educado con valores, no dejé que mi animadversión hacia Mancini me hiciera pasar por maleducado.
—No como pan, no ayuda en nada a mi figura de ciclista —dijo el muy idiota, ni siquiera dignándose a recibirlo por mera educación —, y tú deberías cuidarte de las harinas también, que ya se te está saliendo la tripa.
Yo ya había chismoseado desde hace semanas el i********: de Mancini, así que pude ver que a él le gustaba practicar el ciclismo, no de manera profesional, pero sí como su mayor pasatiempo.
Y esta mañana él había estado en su bicicleta, por eso estaba recién bañado.
No es que yo chismoseara mucho sus r************* , simplemente...no tenía nada más que hacer.
—Ya me cambio. Espérame en mi estudio, la mucama te guiará —dijo Luciano, volviendo a su habitación, con sus tres fastidiosos gatos siguiéndole el paso.
Este lujoso apartamento se lo había comprado su padre, eso seguro. Por supuesto que un joven estudiante de 22 años que todavía no trabajaba, no tendría la manera de costearse un lugar así.
La mucama me guió al estudio, que constaba de una gran biblioteca y cómodos sofás de lectura, y una mesa para sentarse a hacer trabajos.
Aproveché para fisgonear un poco, y vi algunas fotos por ahí que Luciano tenía con su familia.
En unas aparecía con su padre, pero en la mayoría aparecía con sus hermanos.
El que era casi de su edad me pareció...letal. Esa era la palabra para describir la belleza del muchacho.
Su mirada cristalina, con esos ojos tan parecidos a los de Massimo, eran su mayor atractivo, y tenía las facciones tan finísimas y afiladas como las de Luciano.
Ambos se parecían, y bastante, pero mientras que la belleza de Luciano era arrolladora, la de su hermano era...temible. Claramente le había heredado a su padre la mirada intimidadora.
Yo no había encontrado nada en internet sobre ese misterioso hermano, pero por la foto que pude ver, en la que los tres hermanos mayores del clan Mancini estaban en una ceremonia de ascenso militar, con el ojiazul vestido con un uniforme de gala, me quedó muy claro que, si algo teníamos Luciano y yo en común, es que éramos hermanos de militares.
Por supuesto que algún Mancini tenía que haber continuado con el legado militar de la familia, ya que ni Massimo ni Luciano lo habían hecho.
Los hermanos menores sí que parecían ser unas ternuritas. El que era adolescente me recordaba mucho a Alejo, con esa mirada tierna y encantadora, y los otros dos niños eran apenas unos bebés, en la foto tenían entre cuatro y cinco años.
No seguí fisgoneando y me senté en el espacioso escritorio, saqué los libros que había pedido prestados de la biblioteca, y todo lo que necesitaríamos para hacer el trabajo.
Luciano llegó unos minutos después, vestido con una corta pantaloneta de andar por casa y una camiseta de Led Zeppelin.
No sé por qué rayos la vista de sus bien trabajadas piernas fue directo a mi polla, que se sintió apretada en los pantalones.
Jodida mierda.
La falta de sexo en meses me estaba jugando una muy mala pasada si en serio me estaba prendiendo por lo más insignificante, y se suponía que a mí Luciano solo me causaba disgusto, no atracción.
Pero claro, me era imposible ignorar el atractivo de esos ojos grises, sus labios carnosos, su cuerpo de ciclista, y hasta su grosera manera de hablarme me parecía terriblemente atractiva.
Pero hoy Luciano no parecía tener ganas de pelear conmigo, porque, sin contar lo que me dijo sobre las malas vibras que su gato supuestamente encontraba en mí, no me había vuelto a decir nada.
Estuvimos sentados dos horas en el escritorio leyendo la sentencia que el maestro nos había asignado y haciendo un resumen, y Luciano parecía muy concentrado en el trabajo, y para nada interesado en joderme la vida, como se había esmerado tanto en hacerlo en todo este mes.
—Ok, ya es la hora del almuerzo —dijo Luciano, levantándose, indicándome con un gesto de la mano que lo siguiera.
La mucama ya se había ido, ya que al parecer solo trabajaba para Luciano en las mañanas, pero dejó nuestro almuerzo en unas bandejas tapadas.
Por supuesto que era spaguetti. Los italianos comían spaguetti casi todos los días. Y, a decir verdad, yo ya estaba harto del spaguetti, pero por supuesto que no se lo iba a negar a Luciano. Yo estaba de invitado aquí, no podía ser maleducado.
—¿Querrás algo de vino? —preguntó Luciano mientras se dirigía al lugar en donde tenía su gran colección de vinos.
Wow. Y a mí que mi papá no me dejaba tocar ninguna botella que había en la casa.
—Sí. Gracias —respondí, y él no tardó en sentarse conmigo en la barra de la cocina, llenando las dos copas.
—¿Sabes? Me tomé la molestia de averiguar sobre ti, porque claro, no puedo dejar a cualquiera entrar a mi casa —dijo Luciano, mientras atacábamos nuestros platos —. No sabía que tú eras el hijo del magistrado colombiano al que mataron hace unos meses —oh, entonces por eso parecía estar tan blando conmigo hoy. Sentía lástima por mí, y lo demostró en su gesto melancólico —. Lo siento mucho. Nadie se merece pasar por eso, yo enloquecería si algo le pasara a mi padre —me volvió a llenar la copa, porque en cuestión de minutos ya me había bebido todo —. No es que sea el mejor papá del mundo, pero yo lo quiero, y sé que él me quiere.
No le pregunté la razón por la que creía que su padre no era el mejor papá del mundo, la razón era muy típica en casi todas las familias de clase alta: el papá ausente que trataba de llenar ese vacío en la vida de su hijo con cosas materiales.
Pero mi papá había hecho el esfuerzo por no ser un padre ausente, máxime cuando mamá murió y quedó él solo con tres hijos. Él por supuesto que no había querido que nosotros sintiéramos la ausencia de ambos progenitores, así que había hecho hasta lo imposible por reducir su carga laboral y trabajar solo en las mañanas, mientras que Alejandro estuvo pequeño. Solo fue hasta que Alejo llegó a la adolescencia que mi padre volvió a trabajar tiempo completo.
—¿Y solo porque sabes que perdí hace poco a mi padre me dejas de tratar como a una mierda? —entorné los ojos y seguí engullendo la pasta —. Deberías tratar bien a los demás sin importar si están pasando por un mal momento o no. Nadie te quiere en la universidad, ¿sabes? Solo te temen.
—Pues...lo siento si en algún momento te traté mal. No es que me guste tratar así a las personas —se excusó él, y a mí la verdad me sorprendió que siquiera se disculpara. Las personas mierditas como él ni siquiera se tomaban la molestia de reconocer que habían actuado mal, mucho menos de pedir disculpas —. Me caes bien, Fernando, en serio que sí. Simplemente...—apretó los labios, mirando hacia otro lugar, sin ningún punto en específico —me acostumbré desde pequeño a tratar así a las personas, porque así me trataron a mí —se terminó su copa, y la volvió a llenar —, y no, no te lo digo para que sientas lástima por mí. Gracias al trato que me dieron de pequeño, es que no me dejo pisotear por nadie. Soy un Mancini, y los Mancini nos hacemos respetar, así haya que utilizar el miedo como un medio.
La verdad sí que sentí lástima por él. Ya había tenido un mes para analizar su comportamiento, y en realidad era a mí al que menos me trataba mal. Con otros chicos de la universidad era todo un demonio. Era como si disfrutara siendo cruel con los demás, aunque él me lo negara, y según mi padre —que por supuesto que había sido muy bueno analizando los comportamientos de los criminales y la razón de ser de que fueran unos sociópatas—, aquello era un claro signo de psicopatía.
Por supuesto que en esas dos horas que tuvimos de estudio, me di el tiempo de analizar la caligrafía de Luciano. Entre muchas cosas que le aprendí a mi padre criminalista, fue a tratar de leer a una persona por medio de la grafología.
La letra de una persona decía mucho sobre su personalidad. Los grafólogos podían saber al analizar la letra de una persona incluso cómo era su desempeño s****l.
Mi papá decía que, cuantos más adornos tuvieran las letras, más psicópata era la persona. Y Luciano le daba al menos tres vueltas al rabito de cada letra, de paso revelando que es alguien obsesivo.
Pero, aunque su caligrafía tenía claros signos de un trastorno de la personalidad, no tenía signo alguno de maldad.
Era...una persona herida. Un niño que al parecer había sido descuidado por su padre en la infancia, y quien sea que lo haya cuidado lo hizo muy mal y hasta le dejó traumas, porque, analizando mejor su caligrafía, los márgenes a la izquierda estaban muy pegados al borde, lo cual indicaba miedos.
—Si quieres desahogarte conmigo sobre algo, puedes hacerlo —le dije, hablando muy suave, como si alguien nos estuviera escuchando, aunque ya no había nadie en el apartamento aparte de nosotros.
Él por un momento vaciló, y vi en sus ojos un brillo que antes no le había visto. El brillo de alguien que por un breve instante se sintió feliz porque alguien al fin lo comprendía, pero no duró mucho tiempo, porque a los pocos segundos después volvió a poner su cara de matón y dijo:
—No te metas en mis asuntos.
Él estaba muy equivocado si en serio pretendía que no me iba a meter en sus asuntos. Por supuesto que lo iba a hacer.
Yo no sabía por qué rayos ahora sentía ganas de ayudar a este idiota, cuando todavía era un completo desconocido para mí; pero el caso era que yo era tan buena persona, que quería ayudar a alguien que estaba dando claros signos de que solo necesitaba a alguien con quien desahogarse.