September escuchó el anuncio de ingreso por los parlantes. Respiró profundo, apretó su bolso y extendió el boleto. El conducto traslúcido por el que caminó, solo le causó aún más ansiedad y nervios. Se repitió que estaría bien, que sus sueños no eran reales. Ni siquiera conocía a su piloto, pero debía ser demasiada coincidencia que se tratara del hombre con el que soñó las últimas semanas. September estaría bien, sin embargo, Ace estaba nervioso de volar después de tanto tiempo.
September miró a las azafatas sonreírles a todos los pasajeros y escuchó las indicaciones de sus asientos. Cuando llegó su turno, enarcó una ceja al mirar las marcas de mordiscos en el cuello de la mujer. No era de su incumbencia, pero saber que eran tan cliché como cualquier película, la tranquilizó un poco.
—Bienvenida a bordo —saludó su compañera.
—Gracias.
Extendió su boleto para verificar el número de asiento y la mujer le indicó donde quedaba. Era la primera vez que entraba a un avión. Se sentía igual que un autobús de viajes largos, solo que ese estaba presurizado y volaría a una velocidad de ochocientos kilómetros por hora. Una caída y sería lo último que sabrían de ella. No llevaba más equipaje que su bolso de mano, así que se sentó junto a la ventanilla y apretó sus manos en su regazo.
September sentía que no respiraba el mismo oxígeno que afuera. Evitó mirar el pasillo y a las personas, sin embargo, cuando miró a la ventanilla, sus nervios aumentaron. Buscó a tientas la cortina y la bajó. Estaba tan nerviosa que no notó cuando una señora de sesenta años se sentó a su lado. El asiento era de tres, así que la señora quedó en el centro cuando un hombre se sentó a su lado.
September movió su cuerpo a la ventana. Se pegó al avión todo lo que pudo, considerando que era pequeña y no abarcaba demasiado espacio. Sus ojos eran tan curiosos, que cuando los pasajeros terminaron de subir y cerraron la puerta, supo que estaría en apuros. Por las bocinas se escuchó el mensaje grabado del uso correcto del cinturón, que recogieran sus mesitas si las tenían bajas y apagaran los celulares hasta que el avión se estabilizara. September apagó el celular y apretó su bolso.
Eran tanto sus nervios, el sudor que salpicaba su frente y la angustia por el sueño que no dejaba de golpear su mente, que la mujer a su lado sonrió. Era como ver a su hija. Su hija odiaba volar, pero la mujer a su lado era valiente por intentarlo. Cuando se abrochó el cinturón, miró hacia la mujer y volvió a sonreír.
—¿Primera vez volando? —le preguntó a September.
Ella giró su cuello y encontró los ojos grises de la mujer.
—¿Se nota? —respondió con una risa nerviosa.
September sentía la garganta seca. No la dejaron abordar con una botella de agua. Se sentían igual que los meses de abstinencia. Cuando vio acercarse a una de las azafatas, elevó su mano. La mujer le sonrió y se acercó al asiento para preguntarle si tenía alguna duda sobre las explicaciones o necesitaba algo.
—¿Podría darme un vaso de agua? —le preguntó.
—Me temo que no. —Hizo un mohín con el rostro—. Solo se entregan bebidas cuando el avión despega.
September asintió y dejó que la azafata se marchara.
—Estarás bien. —La anciana apretó su mano sobre la separación de los asientos. September miró la arrugada mano de la mujer sobre la suya, inspirándole algo de confianza—. La probabilidad de que un avión caiga es de uno en un millón.
September podía ser considerada una de esas pocas mujeres que eran atraídas por la mala suerte, que en palabras de personas sofisticadas y cultas, significaría un cúmulo de malas decisiones. September apuñó la mano que la mujer apretada, tragó grueso y la miró a los ojos, encontrando en ellos la respuesta que buscaba.
—A veces me siento una en un millón —le comentó.
La anciana agrandó su sonrisa.
—No esta vez —afirmó.
Cuando encendieron los motores, September soltó el aire y cerró los ojos. Solo quería llegar. El vuelo era corto, pero no lo bastante corto como para sentir sus pies en el suelo pronto.
—Buenos días, damas y caballeros —saludó un hombre de voz gutural por las pequeñas bocinas de la cabina—. Mi nombre es Ace Kingston y seré su piloto esta mañana. Contamos con cielos despejados y un agradable clima en Londres. Les agradecemos la confianza para volar con nosotros y les deseamos un feliz viaje.
Ace quitó la mano del comunicador y miró la pista. Su compañero ese día era Kendall Bull, uno de los pilotos de baja jerarquía al que Ace enseñaría a volar sin usar el automático. Kendall estuvo en los mismos entrenamientos de Ace, y fue el único que accedió a volar con él después de cinco años. Sus compañeros no confiaban en la memoria del capitán, menos cuando bromeó con el sueño de que volaba un avión y sufría una falla mecánica que los desplomaría al océano bastante rápido.
Kendall miró a Ace maniobrar el yugo. Ace debía familiarizarse de nuevo con su avión, el que siempre le daban en la aerolínea. Se colocó los auriculares para comunicarse con la torre de control.
—Control, Ace Kingston, capitán del Alexpress. Vuelo ciento cincuenta a Londres. Revisión del avión completa —habló mientras revisaba los controles de aceleración y los indicadores de combustible—. Solicito permito para despegar.
No estaban completamente listos con la revisión, pero mientras revisaba el six pack, que aunque sonara igual que un pack de cerveza, comprendían la altitud, inclinación, brújula y velocidad. Eran círculos negros con números y agujas como un reloj. Kendall se encargó de revisar el altímetro, el indicador de la velocidad vertical y el indicador de rumbo, mientras Ace se encargó del indicador de viraje y banqueo, el horizonte superficial y el indicaron de velocidad aerodinámica. Básicamente debían asegurarse de la velocidad en el aire del avión, las inclinaciones, el nivel por encima del mar, la brújula, el rumbo y la velocidad del ascenso y descenso, que básicamente debía mantenerse en cero.
Revisaron el tren de aterrizaje y Ace colocó los pies en los pedales del timón. Era casi igual que manejar un auto, solo que los pedales controlaban el desplazamiento izquierda derecha, controlando el viraje, algo que el yugo no haría. Y de todo lo que más le costó aprender a Kendall, los controles fue lo peor.
—Alexpress, permiso de despegue concedido —comunicó control—. Que tengan buen viaje.
Ace apretó el yugo y empujó la perilla de combustible. Kendall movió la palanca adelante y las ruedas comenzaron a moverse. Las ruedas intentaron girar a la izquierda, movimiento que Ace conocía, pero que nunca permitía. Mantuvo el rumbo, aumentando la velocidad y el movimiento sobre la pista. Por la velocidad del viento, Ace giró el yugo hacia la corriente. Presionó los pedales cuando intentó virarse, por lo que al tomar más velocidad, regresó el yugo a su lugar. Kendal elevó lentamente la velocidad. Para poder volar, debía alcanzar la máxima velocidad, y solo eso evitaría la torsión del avión al momento del ascenso.
Ace creía que sería más complicado de lo que era. Cuando tomó el control, fue como manejar su auto. Se sentía en casa, como si el tiempo no hubiese transcurrido. Cuando alcanzó los cien nudos, la nariz del avión se levantó ligeramente del suelo, indicando que era momento de tirar del yugo hacia su pecho. Todo el avión dejó la pista, volando como tanto amaba hacer antes de perderlo. Mantuvo la velocidad y posicionó correctamente el timón.
Una vez que alcanzaron la altura segura y el régimen de ascenso estuvo como señalaba el indicador de velocidad vertical, regresó el tren de aterrizaje a la posición neutral. Revisó el indicador de altitud y elevó un poco la nariz el avión para mantener la altitud correcta. Kendall lo miró con una sonrisa. Estaba orgulloso de él.
—¿Lo extrañabas? —le preguntó mientras revisaba la velocidad.
—Un poco —respondió Ace con una mueca.
Kendall ajustó la potencia a un setenta y cinco porciento para lograr el vuelo recto y nivelado. Para que no se congelara el carburador, Kendall envió calor por medio de una perilla, eso evitaría que se formara hielo por la altitud. Cuando finalmente alcanzaron la velocidad crucero, bloquearon los controles para mantener la potencia constante y enfocarse en mantenerlo nivelado. Ace configuró el compensador, ya que Kendall era bastante nuevo volando y no entendía bien cómo se hacía.
Y así voló de nuevo, después de tantos meses de ardua preparación, de negatividad, de no confiar en él mismo. Ace Kinston marcó una nueva línea en su vida, una que no podía volver a borrar por malas decisiones, aunque una de esas decisiones repartía agua en la cabina trasera. September recibió su agua después de tanto tiempo. Sentía un extraño frío en el vientre por la altitud, igual que un zumbido en los oídos y cierta presión en la cabeza, lo que volvía a confirmar que odiaba volar.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó la anciana.
September bebió de la botella y asintió.
—Sí. Gracias.
La mujer apretó su mano y volvió a su libro. Leía el clásico Matar a un ruiseñor, mientras ella sentía que si colocaba sus ojos en un libro vomitaría. La azafata que le entregó el agua, tocó la puerta de la cabina de mando y asomó la mitad de su cuerpo cuando Kendall abrió. Les preguntó si querían algo, pero ambos negaron. Cuando la puerta volvió a cerrarse, Kendall miró a Ace por el rabillo del ojo. Sabía que algo planeaba con la mujer.
—¿Sales con la azafata?
Ace sonrió ladeado.
—No tenemos nada —aseguró mirando el cúmulo de nubes.
Kendall miró el sol que se proyectaba en el horizonte.
—Nunca tienes nada con nadie —le comentó en broma.
Ace elevó de nuevo la nariz del avión.
—Tengo reglas que las mujeres no acatan. —Ace respiró profundo—. Una relación no es como volar un avión. No hay un manual, no te enseñan qué debes hacer, no sigues un radar. Solo usas el instinto, el mismo que siempre te lleva al fracaso.
Kendall no podía estar más de acuerdo. Sus relaciones eran un fiasco, pero nunca dejaba de intentarlo, algo que Ace debía aprender. Que su pasado fuese oscuro, no significa que su futuro lo sería, aunque Kendall dudaba que la azafata fuese su futuro.
—Tus reglas son estúpidas —expulsó Kendall.
Despegó una mano del yugo y golpeó el hombro de Kendall.
—¿Qué sería la vida sin las reglas? —argumentó Ace.
Kendall conocía la respuesta; un caos total.
—A veces pareces el hombre más inteligente, y en ocasiones eres un completo idiota —comunicó en el asiento a su lado.
Ace, mirando el horizonte, sonrió.
—También balanceo mi vida —finiquitó.
Kendall entrevió la respuesta de Ace. Sí tenía algo con la mujer, o de otra manera no se habría abotonado mal la camisa antes de entrar a la cabina. Eso no era algo que le extrañase, todos se acostaban con todos, incluso en el baño a pleno vuelo. Que Ace lo hiciera no era novedad, sino que lo hiciera con una mujer casada.