September miró a la mujer sentada a su lado en la sala de espera. La mujer se mantenía calmada, con la mirada en el teléfono en su mano derecha. Deslizaba el dedo, ignorando a los hombres de tinder. September movía la pierna derecha consecuente. Miraba la enorme hora en la pantalla justo al frente. Su vuelo saldría en una hora. Sus manos se mantenían en el bolso de mano, sus ojos en el reloj y su corazón golpeando su pecho con fuerza. Ella no quería llamar la atención, pero lo consiguió.
La mujer que revisaba su nuevo perfil de tinder, miró a su acompañante de silla ser consumida por los nervios. La sensación era tan grande, que comenzaba a adentrarse bajo su piel. Ella detestaba a las personas ansiosas por los vuelos, por ello ingería un par de pastillas antes de abordar, así los nervios de los pasajeros no la infectarían. Miró a la mujer mover la pierna con desesperación a través del rabillo de su ojo. Miró su pantalla. Se debatió entre ayudarla o dejarla hundirse. Ella recordó las veces que odiaba volar y la ayuda que recibió. Si se la negaba, las personas que la ayudaron se sentirían decepcionados.
Buscó dos Valium en su bolso y se las tendió a la mujer. September estaba tan ensimismada en el reloj, que apenas percibió la mano de la mujer moverse hacia ella. Miró dos pastillas en la palma de su mano. Deslizó sus ojos hacia los de ella. La mujer la veía expectante. September sabía que los necesitaba. Conocía el medicamento. Era un depresor del sistema nervioso, un sedante, los mismos que la llevaron a la clínica cuatro veces.
—No, gracias —rechazó las pastillas.
La mujer mantuvo la mano hacia ella.
—No soportarás el vuelo sin ellas —afirmó la mujer.
Era una enorme tentación para una ex adicta. Con toda la fuerza de voluntad que obtuvo en el centro de ayuda por más de diez años, cerró la mano de la mujer y empujó el brazo hacia su pecho. No estaba en condiciones de caer después de años limpia.
—De verdad gracias, pero mejor no —soltó decisiva.
La mujer supo que había algo más, una razón por la que no las tomaba. Sin darle importancia y siendo consciente que la mujer que necesitaba su ayuda no la quería, lanzó las pastillas en su boca y las tragó sin agua. Tomó tantas que el agua no era necesaria. Ella aseguraba que nadie se haría adicto a ellas. Era un sedante, una droga legal, algo a lo que cualquiera podría acceder. Si era tan peligroso como las personas decían, ¿por qué se las vendían?
—Te lo pierdes —comunicó al tragar más saliva.
El amargo sabor no le molestaba. El trabajo de la mujer la hacía tomar vuelos una vez a la semana. La agencia publicitaria para la que trabajaba le pedía viajar frecuentemente. Y después de más de treinta vuelos, el miedo no era su acompañante.
—Algo me dice que eras adicta. —Movió el cuello hacia September y enarcó una ceja—. ¿Me equivoco?
September miró a la mujer a los ojos. No tenía que discutir su vida privada con alguien que, si continuaba de esa manera, terminaría peor que ella. Así que en lugar de defenderse como lo haría una persona normal, le dio una advertencia contundente.
—¿Sabes lo que esas pastillas hacen en ti? —Ella mantuvo la boca cerrada—. Inhiben tu actividad cerebral, por ello te causa un efecto calmante y te produce somnolencia. Con el tiempo perderás coordinación, tu habla se distorsionará, tendrás confusiones, dolores de cabeza, mareos, sentirás la boca seca, sufrirás problemas motrices, pérdida de memoria y baja respiración.
September metió la mano en el bolso de la mujer y extrajo el frasco amarillo con alrededor de diez pastillas de Valium.
—Esto te volverá una adicta en menos de un año. —Movió las pastillas en el frasco de plástico—. Convulsionarás, sufrirás una terrible hipoxia cuando el oxígeno no llegue a tu cerebro y morirás.
September dejó que el conocimiento del laboratorio llenara su lengua. Fue cruel, directa. En su carrera y trabajo aprendió que las cosas debían decirse de la forma más cruel posible para que las personas entendieran el mensaje. Si ella no era severa con la mujer de veinticinco años, terminaría en las calles con una sobredosis. September no quería que nadie más sufriera lo que ella, ni sintiera que su vida se iba al diablo por cometer un error. Si podía salvar a una persona al año, estaría en paz con ella misma.
La mujer ni siquiera escuchó lo que September le indicó. Estaba demasiado molesta cuando ella insertó la mano en su bolso. Se sintió humillada, violentada su privacidad. Haciendo caso omiso a las palabras de September, le quitó el frasco y se colocó de pie. Estaba realmente enojada, irradiando ira por los ojos.
—¿Quién te crees para decirme esa sarta de estupideces? —gruñó entre dientes—. No soy una adicta. Lo controlo.
September también se colocó de pie.
—¿Cuánto tiempo crees que lo controlarás? —Señaló el frasco en su mano—. Las tomas como si fueran mentas.
La mujer apretó el bolso a su pecho y la miró con fiereza.
—Es mi problema. —Movió los hombros—. Encárgate de tu vida y deja a los demás vivir como mejor quieren hacerlo.
La mujer batió el cabello sobre su espalda y abandonó los bancos. Se sentó en la siguiente puerta de embarque. September se vio reflejada en la mujer diez años menor que ella. Miró el reloj en la pantalla y se cansó de esperar en una silla que le incomodaba la espalda. Cuando caminaba a la puerta de embarque miró una pequeña cafetería. Sujetando su bolso, caminó por el pasillo hasta el lugar. Era iluminado, amplio, con sillas y mesas blancas. Había una barra, ventanales que daban hacia la pista de aterrizaje y los monstruos que solo los maniáticos podían volar cada día.
Y justamente uno de esos maniáticos se encontraba sentado en un taburete, con un pote de helado de vainilla sobre la barra. Ace insertó el cubierto en el helado y lo llevó a su boca. El helado era lo único que podía comer antes de un vuelo. El frío descendiendo por su garganta ralentizaba su corazón. Volar después de cinco años no era sencillo. Pasó demasiado tiempo afuera, viendo los aviones volar por encima de su edificio. Volver a sentarse detrás del yugo (el volante del control de vuelo), no sería sencillo.
Ace no se sentía preparado, aunque su instructor, el psicólogo, su padrino de AA, sus amigos y sus padres le aseguraban que estaba listo para retomar su antigua vida. La antigua vida de Ace no era recuperable. Él quería reemplazarla, al igual que la cicatriz en su pecho. No quería regresar a ella. Quería escribir una historia nueva sobre las letras borradas, tinta manchada y carbón corrido.
—¿Estás bien, Ace? —le preguntó Conway.
Ace elevó la mirada del helado.
—Nunca he estado mejor —afirmó una enorme mentira.
Conway lo conocía desde que era el copiloto de los vuelos poco comerciales. Lo conoció desde que se sentó la primera vez en ese mismo taburete y pidió un té helado para tranquilarse. Con los años, los problemas, su divorcio y la muerte de su hijo, Ace dejó de pedir té para ordenarle un whisky seco o un vodka. Conway guardaba una botella bajo la barra, escondida, especial para él. Aprovechaba que en la cafetería no había cámaras para ayudarlo a sobrellevar los vuelos. Cuando se enteró lo que hizo, se lamentó durante mes y medio. No podía creer que la persona a la que le confiaría su vida, estuvo a menos de una hora de perder la suya.
—¿Somos amigos, Ace? —le preguntó.
—Eres el único que me queda. —Clavó el cubierto en el helado—. Si tú no lo eres, no quedaría más que mi sombra.
Conway colocó las manos en la barra e inclinó el cuerpo adelante. Quería retornar a sus antiguas conversaciones.
—Sé que es difícil volver después de mucho tiempo, pero sabes que cuentas conmigo. Confío, creo y estoy seguro que lo harás bien. —Estiró su brazo para apretar su hombro—. Te conozco desde hace años, creo que más de diez, así que no podría estar más orgulloso de ti, y seguro de que no olvidaste nada.
Ace le sonrió y movió el hombro para que quitara su mano.
—Si te hace sentir mejor, le di una ojeada al manual —bromeó.
Conway le sonrió.
—Me alegra tener a este Ace de vuelta.
La mujer miró de soslayo al hombre con el uniforme de piloto en la barra. Ella quería tranquilizarse, no llenarse de nervios. Quería un café, pero lo mejor era que la máquina de bebida escupiera un té. Giró sobre sus talones, justo cuando Ace giró al sentir a alguien más allí dentro. Miró a la mujer de espalda. El cabello n***o golpeaba su espalda, sus botas no sonaban sobre el piso y la bufanda se ondeaba en su cuello a medida que se alejaba.
Ace regresó su atención a Conway y bromearon sobre las turbulencias, las maniobras que olvidó. Le dijo que quizás olvidaría atraer el yugo hacia su cuerpo. Ace no mintió al decirle que ojeó el manual. Siete meses atrás, cuando regresó a la agencia, su jefe, emocionado de que finalmente regresara con ellos, le pidió tomar un par de cursos con Quentin, el entrenador de psicomotriz. Ace temía tanto sujetar un volante, que hasta el segundo mes logró hacerlo. Sus manos temblaban, el sudor se deslizaba por su columna y su corazón cabalgaba como un caballo salvaje.
Cuatro meses después estaba sentado en la cafetería del aeropuerto, conversando con el único hombre que estuvo en el funeral de su hijo porque así lo quisiera, no para quedar bien. Ace terminó su helado y la conversación con Conway. Sujetó su gorra, movió las hombreras de su chaqueta y la abotonó. Las cuatro líneas amarillas en su uniforme le otorgaban el poder de llevar el avión, al igual que el peso de la vida de doscientas personas.
Ace respiró profundo, se colocó la gorra, insertó una mano en su bolsillo y caminó igual que cinco años atrás, cuando se sentía el rey del lugar con más de cuatro tragos en su sistema. Esa vez no fue diferente. Las mujeres lo miraban como un imponente piloto, alguien con el que tendrían una aventura en la cabina, un seductor que haría lo necesario para complacerlas en la cama. Para todos era una persona extraordinaria por llevar el mando, sin embargo, para Ace era una soga que se apretaba en su cuello.
Acercándose a la puerta de embarque, miró a una mujer.
—Capitán —saludó una de las azafatas.
—Señorita Cross —saludó de regreso—. ¿Todo listo?
La mujer enarcó su ceja izquierda.
—Lo esperábamos —susurró seductora.
Ace la miró a los ojos y un poco más abajo. Estaba oxidado volando, pero no para llevar esa mujer a su cama.
—Es hora de volar —afirmó sonriéndole.