LEANDRO MACKENZIE
Después de la embarazosa visita a la esposa de mi estimado empleado estrella, me invadió un torbellino de confusión. Esa mujer era un enigma total y, al analizarla en persona, la impresión que me causó fue aún mayor. Es una joven sencilla, de la misma edad que mi hermana, y, al igual que ella, consumida por la ilusión de un mismo hombre.
Pensar en eso me enfurecía. Me serví una copa de licor y me recliné en mi gran sillón, cuando, de repente, la puerta de mi oficina se abrió para dar paso a Jennifer, mi querida hermana menor.
—¿Por qué has congelado mis cuentas, Leandro? —Jennifer golpeó mi escritorio y sus ojos azules se clavaron en los míos con una intensidad amenazante.
—Porque soy tu albacea —respondí—. ¿Acaso has olvidado las condiciones impuestas por nuestros padres? Solo puedo darte control sobre tu herencia hasta que obtengas un título profesional, y, por lo que veo, el único título que obtendrás será el de madre soltera. —La miré de arriba abajo, irritado. Con solo 22 años, su vientre abultado revelaba sus seis meses de embarazo, y el padre de su hijo es un estúpido empleado de mi compañía. No pudo haber escogido peor.
—¡Cállate, entrometido! Necesito que descongeles mis cuentas. Tengo necesidades, gastos y un montón de cosas que cubrir, Leandro.
—Pues dile al padre de tu hijo que se haga cargo. ¿O es que ese imbécil no tiene dinero para hacerlo? Ah, claro, lo había olvidado: ¡Tiene esposa! —exploté, furioso.
—Él está a punto de divorciarse de ella. Esa mujer no me llega ni a los tobillos. Además, hermanito, debe estar revolcándose en su tristeza porque ya debe saber de mi relación con Valentino.
Mi hermana soltó una carcajada malévola, burlándose del dolor de otra mujer, una que acababa de perder a su hijo y que había estado a punto de morir a manos de un hombre patético y abusivo.
—¿Qué hiciste, Jennifer?
—Le conté a esa mujer sobre mi relación con Valentino para que se largue de su mansión y nos deje el camino libre.
Mis mejillas se tiñeron de rojo profundo mientras la miraba con ira.
—¿Estás construyendo tu felicidad a costa de la tristeza de otra mujer?
—No es mi problema. ¿Por qué la defiendes tanto?
—Porque está pasando por lo mismo que nuestra hermana, está siendo abusada por un hombre misógino y maltratador. Ella no es realmente quien me preocupa, Jennifer. ¡Quien me preocupa eres tú! No quiero perderte, y menos en manos de ese imbécil. La última golpiza que le dio a esa mujer fue asquerosa, terrible, ¡casi la mata! ¿Quieres ser la próxima víctima?
Jennifer apretó los puños, sus nudillos blanquecinos parecían a punto de estallar de rabia.
—Él no va a hacerme eso a mí. Esa mujer lo provoca, es ella quien hace que él la golpee y la trate así, es una completa bruja, una mujer dañina.
—¿Qué? ¿Quién te dijo eso, Jennifer? ¿Estás ciega o qué? No quieres ver la realidad de las cosas. Estás enamorada de un hombre demasiado malo. Hermana, por favor, recuerda lo que le pasó a Margaret. Tú eres lo único que me queda.
Tomé de la mano a mi hermana, tratando de hacerla razonar, pero definitivamente estaba enamorada. Se zafó bruscamente de mi agarre y me miró con repudio.
—No te metas en mi vida, Leandro. Quiero que me dejes en paz. Soy adulta, y si no me devuelves mis cuentas, tendré que hablar con mi abogado.
—Jennifer, te ordeno, no es una cuestión de si quieres o no, te ordeno que te alejes de Valentino. Soy tu hermano mayor y no puedo permitir que sigas en esa situación.
Jennifer me miró furiosa y sacudió la cabeza.
—¡Estás loco! No me voy a alejar de Valentino. ¡Nunca! —Jennifer salió de mi oficina, y golpeó la puerta con fuerza al irse. Su partida me hizo enloquecer; no quería perderla.
La única manera de que ella se alejara de Valentino sería si él se apartara de nuestras vidas para siempre. La única persona que podía ayudarme era Katherine Olson. Si ella lo denunciaba y lograba que lo metieran preso, Valentino ya no estaría con Jennifer.
Me puse el abrigo y salí de mi oficina directo a su casa. Ella tenía que escucharme; estaba en sus manos evitar que la vida de otra joven inocente estuviera en peligro.
—Rigoberto, llévame a esta dirección, por favor —ordené a mi chofer.
—Sí, señor, como ordene.
Veinte minutos después, estaba frente a la gran mansión de mi empleado. La casa era algo peculiar y muy por encima de los estándares de una familia promedio que vivía con un sueldo de cinco cifras al mes. ¡No quería eso para mi hermana menor!
Me bajé del auto, aclaré mi garganta y crucé el umbral, timbrando en la inmensa puerta marrón que presidía la entrada.
Me sorprendió que nadie abriera la puerta, ya que mi investigador privado me había informado que Katherine estaba en casa. Volví a timbrar y, de nuevo, no obtuve respuesta. Un oscuro presentimiento se apoderó de mí, llenándome de nervios. Intenté forzar la puerta principal, pero fue en vano. Me dirigí hacia la parte trasera y descubrí que la puerta de la cocina estaba entreabierta.
Entré, buscando a Katherine.
—¡Katherine! Disculpa, soy Leandro Mackenzie. ¡Katherine! —llamé, pero no obtuve respuesta.
Tal vez había salido y mi investigador no la vio. Movido por la curiosidad de saber cómo vivían, comencé a recorrer cada rincón de la casa. Cada espacio estaba frío y parecía desolado, reflejando una profunda tristeza y soledad que me daba escalofríos.
El polvo acumulado en los muebles era prueba de un abandono evidente, una muestra palpable de depresión.
Subí las escaleras despacio, observando a mi alrededor. La mansión, antigua y desordenada, mostraba signos de decadencia. Abrí la puerta de una de las habitaciones; era la de huéspedes, y no vi nada fuera de lo común. Al final del pasillo, había una habitación con la puerta entreabierta. A medida que me acercaba, mi corazón latía con fuerza, como si presintiera que iba a encontrar algo aterrador. Me apresuré y abrí la puerta, quedándome completamente petrificado al ver su menuda figura extendida sobre la cama.
Sí, era ella, la pobre Katherine, que estaba completamente inconsciente, ni siquiera dormida, ¿o tal vez muerta? A su lado había su teléfono celular y un bote de pastillas, derramadas sobre la cama, una clara indicación de que había intentado acabar con su vida.
—¡Katherine! ¡Katherine! ¿Qué hiciste, mujer? —La levanté entre mis brazos. Su rostro aún reflejaba las manchas moradas de los golpes que le había dado el salvaje. Quise desfallecer; me hubiera gustado agarrarlo por el cuello y matarlo con mis propias manos, pero esa criatura no merecía ni existir ni ser nombrada.
Bajé por las escaleras con ella en mis brazos y encontré la puerta principal. Salí al exterior y me dirigí al auto.
—Rigoberto, ayúdame, por favor.
—Claro, señor. —Rigoberto salió corriendo, abrió la puerta trasera y me ayudó a colocarla sobre el asiento. Se subió rápidamente al auto y arrancó con velocidad.
—Llévame a la clínica Mercy, a la parte de medicina privada, por favor.
—Claro, señor.
Recosté la cabeza de la pobre Katherine sobre mis piernas. Sus facciones perfectas, su rostro inocente y su cuerpo curvilíneo me hicieron tener pensamientos nefastos y confusos. Katherine tenía 25 años, y yo, 41. Tragué saliva arrepentido por encontrar atractiva a una mujer de su edad, tan cerca de la edad de mi hermana Jennifer. Aunque mi hermana tenía 22 años, la diferencia no era mucha.
Moví su cabeza, tratando de que ella volviera en sí, pero no reaccionaba. ¿Qué había hecho, muchacha?
—Resiste, Katherine, por favor, resiste… —repetía, mientras acariciaba su suave mejilla.
Su semblante era terrible; su pálido rostro reflejaba demasiada tristeza, y me conmovía saber que mi hermana era la causa de ese dolor.
Unos minutos después, llegamos a la clínica. Rigoberto me ayudó a colocarla en una camilla.
—¡Ayúdenla, por favor! Parece que se intoxicó o intentó quitarse la vida. ¡Ayúdenme!
—Claro, señor —respondió una enfermera desde lejos—. Espérenos aquí, no puede ingresar.
Katherine fue llevada por el oscuro pasillo del hospital, y yo me quedé allí, afuera, esperando alguna noticia sobre su vida. Pasaron horas mientras permanecía allí, aunque perfectamente podría haber llamado a Valentino, no tenía forma de explicar cómo la había encontrado en ese estado. Sin embargo, decidí quedarme con ella hasta que despertara y pudiéramos hablar.
Mientras esperaba, logré ver en su teléfono los mensajes de mi hermana. Jennifer tenía un corazón de piedra. Lo peor era que ella también estaba en riesgo de terminar como Katherine. Esa idea me estremeció.