Me tragué las amargas lágrimas que amenazaban con brotar de mis ojos; mi vida era así de cruel. No quería llorar, mucho menos mostrar el dolor que sentía en ese momento. Respiré profundo y me traté de enderezar en la cama. Justo en ese momento, Valentino regresó a la habitación.
—¿Qué te dijo? —preguntó con ansiedad.
—¿Quién me dijo qué?
—No te hagas la desentendida, Katherine. ¿Qué te dijo el idiota de mi jefe?
Estaba a punto de soltarle todo lo que me había dicho, reclamando por su astuta trampa, pero algo dentro de mí me detuvo.
—Lamentó el extraño accidente que tuve y me ofreció el apoyo de su empresa. Tu jefe es muy bueno contigo, ¿no es cierto, Valentino?
—Es un maldito hipócrita. Y si llegas a decir que no fue un accidente, te juro que te hago pagar, Katherine. Nadie puede enterarse.
Los ojos de Valentino se oscurecían cada vez más, y su deseo de verme sufrir se hacía cada vez más evidente. Cada palabra suya me causaba un dolor profundo, pero él era lo único que tenía para sobrevivir. Teníamos cláusulas sobre nuestro patrimonio, y un divorcio en este momento me dejaría en la calle.
—¿Qué quieres de mí, Valentino? —pregunté, con la voz temblando.
—Que renuncies a todo el capital, querida esposa. No quiero volver a verte nunca más.
Asentí con la cabeza, pero mi orgullo y las pérdidas que él me había causado a lo largo del tiempo eran más grandes que sus deseos. Así que, con los labios apretados, refuté su demanda.
—Jamás voy a renunciar a mi patrimonio, voy a luchar, tengo 25 años, y tu me quitaste lo que mis padres nos dejaron a mi y a mi hermana menor con tanto esfuerzo, ¿Y para qué? ¿Para esto? Acabaste conmigo en todo el sentido de la palabra Valentino, no tienes idea de cuanto te odio.
Valentino arrugó la frente, fingiendo preocupación.
—Pregúntame cuánto me importa que te sientas mal, cariñito. Ahora pide la maldita alta voluntaria y sal de este hospital. No quiero volver a este lugar solo para mantener un estatus hipócrita. Mis padres están preocupados por ti, así que a ellos tampoco les dirás la verdad.
Negué con la cabeza, incrédula y llena de impotencia. Estaba a punto de decirle que renunciaría a mi capital, pero eso solo le daría la satisfacción que deseaba.
—Me declaraste la guerra, ¿no es así?
—Katherine, simplemente no te amo. Quiero que estés lejos. Eres una estúpida que no quiere renunciar a su patrimonio. Además, me amas, pequeña perra, y sin mí no puedes vivir, ni tú ni la retrasada de tu hermana.
—¡Cállate! —espete furiosa.
—Es verdad, Katherine, eres una nada sin mí.
—¡Cállate! ¡Maldita sea! —Grité con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, mientras él se burlaba de mi dolor como si fuera un espectáculo. —¡Lárgate, no quiero verte, Valentino! ¡Lárgate! —Grité a todo pulmón. Él sonrió y salió de la habitación, sumido en una ola de risas crueles y rapaces, mientras mi alma se hundía en el profundo abismo de la tristeza.
Esta vez no pude resistir el llanto. Mi corazón se arrugó y las lágrimas comenzaron a caer en torrentes, aumentando mi dolor, no solo físico, sino también emocional.
Días después, me dieron el alta. Mi rostro aún estaba amoratado y mi cuerpo, adolorido. Regresé a la mansión que compartía con Valentino. Todo estaba como lo recordaba, cada cosa en su lugar, salvo Amelia, la pobre mujer que también temía a Valentino debido a las amenazas que él le había hecho.
Suspiré y me senté en una de las sillas de la sala de estar. ¿A quién intentaba engañar? Ahora nada tenía sentido.
Tomé mi teléfono y empecé a revisar algunos asuntos cuando llegó un mensaje de un número desconocido.
«Mientras tú sufres la pérdida de tu hijo, yo estoy disfrutando que tu esposo acaricie mi vientre. Vamos a ser padres.»
Adjunto al mensaje había una foto de una mujer joven, de mí misma edad aproximadamente, su vientre estaba abultado producto del embarazo y Valentino estaba de rodillas besándole el abdomen. Sentí morir.
La imagen fue como una puñalada que acabó conmigo. ¡Maldito traidor! Aunque esto no disminuía lo maltratador que era, confirmaba la clase de ser humano detestable que era Valentino y la magnitud del daño que podía causar.
Me levanté de la silla e intenté llamar al número desde el que recibí el mensaje, pero sonaba apagado. ¡Era obvio! Nadie iba a contestarme.
Lloré con tanto desconsuelo que sentía mi corazón desgarrarse profundamente en mi pecho, y centenares de lágrimas corrían por mis mejillas. No podía describir lo que estaba sintiendo. Quería huir, dejarlo todo, pero eso sería darle gusto a ese malnacido.
Con una profunda tristeza, busqué por toda la casa algún medicamento que pudiera aliviar el dolor que sentía en el corazón, aunque sabía que no había medicina para la tristeza.
En el pasado, me diagnosticaron con depresión severa y me trataron con diversos medicamentos. Aunque no tomé todos, siempre los conservaba para momentos de crisis, y ahora estaba en uno de ellos. Me sentía tan sola y consumida por la soledad que era evidente que nadie podía hacer algo por mí. Solo deseaba que la tierra se abriera bajo mis pies para hundirme en ella y nunca más volver a salir.
El pequeño frasco blanco de pastillas para dormir fue mi salvación. Mientras lloraba sin consuelo, con las manos temblando por los nervios, lo destapé y saqué más de una docena de pastillas. Mi pulso estaba alterado y las lágrimas caían a chorros; solo quería dormir y jamás volver a despertar. Así que las metí todas en la boca y, con un sorbo de agua, tragué algunas. Puse otro puñado de pastillas en mi boca y volví a beber agua.
Me acosté en la gran cama matrimonial de la mansión y recosté mi cabeza sobre la almohada de Valentino, que aún conservaba un toque de su aroma. Las lágrimas se detuvieron un poco y mi corazón comenzó a latir lentamente. Las pastillas no tardaron mucho en hacer efecto. Sentí cómo una paz indescriptible invadía todo mi ser. Mis párpados se volvieron pesados y, sin volver a mirar a mi alrededor, simplemente me quedé dormida… ¿O muerta?