Rachel
El sonido agudo de la alarma de mi celular rompe el silencio de la habitación, marcando el inicio de otro día en mi monótona vida. Me levanto de la cama, sintiendo la calidez familiar de las sábanas enredadas a mi alrededor. Pero esta vez, hay algo diferente, algo que se agita bajo mi piel.
Una sensación de calor se apodera de mí, una especie de fuego interno que se aviva con cada latido de mi corazón. Ignoro el vértigo que me envuelve, achacándolo al simple hecho de que estoy en uno de mis días fértiles. Siempre me sucede. Entro en el día 13 de mi ciclo menstrual, y mi temperatura corporal aumenta un poco y...y me excito más.
Al principio creí que yo estaba enferma, pero no les dije nada a mis padres por vergüenza, y es que, desde que cumplí los dieciséis años, era tanta la excitación que yo sentía en esos días del mes, que me restregaba contra lo que fuera. Una vez incluso me restregué contra el borde de la mesa del comedor, ya que estaba muy desesperada por sentir algo.
Me volví adicta a la masturbación, o al menos solo durante esos días del mes. Hace dos meses incluso falté al trabajo durante mis tres días de ovulación para quedarme en cama, haciendo el amor conmigo misma hasta el cansancio, y le inventé a mi jefe de la firma que estaba enferma.
He escuchado a otras mujeres comentar sobre cómo la ovulación les provoca mucha excitación, así que asumo que lo que me ocurre es normal.
Después de todo, mi vida está lejos de ser una novela romántica, y estos pequeños caprichos del cuerpo son simplemente parte del paquete.
Sí. Sigo siendo virgen a mis veintitrés años de edad. Por alguna razón que desconozco, me da pavor acostarme con algún hombre. O sea, soy hetero, de eso estoy segura, pero es como si los chicos me causaran...asco.
Una vez tuve sexo a medias con una mujer, pero no me gustó. O sea, nos besamos y toda la cosa y nos dimos el lote por un buen rato, pero no sentí lo que esperaba que debía sentir al tener sexo con alguien.
Pero la calentura que estoy sintiendo hoy es...diferente. No sé cómo explicarlo. Solo sé que es diferente. Es algo más...fuerte. Mucho más fuerte que las veces anteriores, así que me veo obligada a buscar mi neceser del amor —que es el neceser en donde guardo mis juguetes sexuales —, y saco mi satisfyer. Este pequeño pero poderoso artefacto es mi mejor amigo.
Miro la hora en mi celular. Solo tengo tres minutos para hacer esto, así que, ¡vamos, Rachel! ¡Tú puedes!
Me quito los pantalones de pijama, abro las piernas y ubico el succionador en mi puntito de nervios, poniendo el aparato en su máxima potencia y...¡Oh, Dios! No me tardo ni un minuto en tener el primer orgasmo, así que continúo, y cuando logro tener el tercero, considero que ya es suficiente, ya que en serio debo alistarme para ir al trabajo. Hoy tengo un importante juicio en la corte, y el destino de mi carrera podría depender de esta audiencia, y no puedo darme el lujo de llegar tarde a la firma, porque, si bien la audiencia es en la tarde, debo llegar temprano a las oficinas de la firma para preparar lo que diré en la audiencia, asesorada por uno de los abogados senior.
Me paro de la cama rápidamente, dejando atrás el rastro de la intensidad matutina que aún resuena en mi cuerpo. La elegancia del traje oscuro que mi padre me regaló hace dos años como un regalo de navidad se convierte en mi armadura para enfrentar el día. Me pongo los tacones que siempre uso para los juicios importantes, me peino y me maquillo con precisión, todo con la rapidez que el reloj no me permite ignorar.
La importancia de la audiencia se cierne sobre mí, una presión constante que impulsa cada uno de mis movimientos. Mi reflejo en el espejo refleja la seriedad de la situación, pero también la determinación que arde en mis ojos. Este día no será definido por las sorpresas matutinas de mis días calenturientos, sino por mi habilidad para enfrentar los desafíos que se presenten en el camino.
Corro hacia la estación de tren, la urgencia de llegar a tiempo guiando cada zancada. Los pasillos se convierten en un túnel de prisa y expectación, y el sonido de los tacones resuena en la estación mientras abordo el tren que me llevará a Nueva York. En este vagón de acero y luces parpadeantes, sostengo la certeza de que este día, sin importar lo que haya sucedido en la intimidad de mi habitación, será un punto de inflexión en mi vida.
La estación, con su bullicio habitual y el traqueteo constante de los trenes, me recibe con la efervescencia característica de una mañana laboral en Nueva York. Las miradas curiosas de los perros callejeros vuelven a posarse sobre mí, una repetición extraña de lo que ha sido una constante en mi rutina diaria. Ignoro a esos chuchos, centrada en el tiempo que se escapa y la importancia de la audiencia que me espera.
Al consultar la hora en mi reloj de muñeca, veo que aún tengo algunos minutos antes de sumergirme en el mundo de decisiones legales y estrategias judiciales, y un aroma tentador me guía hacia mi refugio temporal, Bobby's Coffee, un lugar que me ha servido de escape en incontables ocasiones, ya que adoro el café, y siento que, sin el café, no puedo funcionar.
Ingreso al local y me uno a la fila, repasando mentalmente lo que voy a decir en la audiencia. Cuando mi turno finalmente llega, mi boca se dispone a decir la orden habitual:
—Un americano recargado y sin azúcar.
De repente, al levantar la mirada para dirigirme al hombre que está en la caja, el aire se me escapa de los pulmones.
Ante mí, con unos ojos verdes que parecen dos esmeraldas brillantes, está un hombre que yo no había visto antes trabajando en este lugar. Un hombre hermoso. Muy hermoso. El más exquisitamente hermoso que he visto en mi puta vida. Un desconocido que de repente se vuelve un imán para mis pensamientos, desencadenando una atracción que no puedo explicar.
Es que es...¡es malditamente perfecto! Tal vez tiene unos treinta años a cuestas, y su apariencia es una amalgama perfecta de virilidad y encanto. Su barba oscura del mismo color de su cabello, meticulosamente recortada, enmarca un rostro que parece haber sido esculpido por las mismas manos que dieron forma a los dioses griegos.
Sus músculos, que parecen amenazar con romper la tela de la camisa, revelan una fuerza que contrasta con la delicadeza con la que maneja la cafetera. Cada movimiento es preciso, casi coreografiado, como si hubiera perfeccionado el arte de hacer café con la misma destreza que los bailarines ejecutan una obra maestra en el escenario.
En él, encuentro un aire de perfección que me transporta a los cuentos de hadas de mi infancia. Es como si un príncipe de las películas de Disney hubiera decidido abandonar su reino para mezclarse entre los plebeyos del mundo real, y aunque no lleva corona ni vestiduras regias, su presencia irradia una majestuosidad que va más allá de cualquier título de nobleza.
La atracción que siento es magnética, como si estuviera ante alguien que desafía las leyes de lo ordinario. Cierro los ojos por un instante, preguntándome si este encuentro casual en Bobby's Coffee es más que una simple casualidad.
En este lugar, donde la rutina se ha vuelto un lienzo para lo extraordinario, me encuentro frente a un hombre que despierta fantasías que solo existían en los cuentos de hadas.
—Un americano recargado sin azúcar, ¿verdad? —dice él, su voz resonando con una seguridad que no esperaba, ofreciéndome el café en un vaso de poliestireno.
Asiento, incapaz de apartar mis ojos de los suyos. No es solo la forma en que me atiende, sino la chispa de conexión que parece saltar entre nosotros. Mis latidos se aceleran, y mientras él me recibe el dinero, me pregunto cómo un encuentro tan casual puede desencadenar sensaciones tan intensas.
La rutina matutina ha dejado de serlo, y ahora, frente a este hombre de ojos verdes, me encuentro en medio de un momento que podría cambiarlo todo en mi vida.