Esa tarde había estado libre en mi horario de clases, de modo que, como buena ciudadana, preparé una merienda, bebí mucha agua y me encerré en mi vaporoso cuchitril de habitación a continuar con las asignaciones universitarias. Por lo general solía amar las visitas diarias que le hacía a Tommy, ya que estar en su apartamento era mucho mejor que permanecer en mi polvoriento cuarto que mágicamente expulsaba telarañas a montón, por más que las arrancara de las paredes con evidente obstinación, parecían multiplicarse de inmediato, de modo que durante un tiempo decidí convivir con mis amigas de ocho patas. El techo tenía orificios que varias veces tuve que cubrir con anime o plástico para que, en época de lluvias mi espacio rentado no se volviera un océano en el cual definitivamente yo no sería la sirena, ya que mi físico, ligado a mi carácter daría más como resultado la apariencia de un kraken. Eso pasa cuando tienes tan bajos recursos económicos y escasos ingresos como para limitarte a vivir en semejante horno ya que el precio es un poco más aceptable para el bolsillo en comparación con el precio de otras habitaciones para estudiantes. El lado bueno de todo éste martirio es la anciana dueña de la casa, ella es tan… amable, gentil, humanitaria, de vez en cuando histérica, pero siempre con complejo de abuela, de esas que suelen perdonar que hayas olvidado barrer o lavar tus propios platos (no sin antes regañarte, claro) y que frecuentemente tocan tu puerta con la intención de preguntar si ya almorzaste para entonces ofrecer algún delicioso menú. Así que continué con un forzado análisis de mi tarea, todo enredado y agotador, ya necesitaba un descanso, estar siempre pegada al ordenador portátil era algo dañino a fin de cuentas.
Entonces un golpeteo a la madera de la puerta de mi habitación, situada en el primer piso de la casa vecina a la de Tommy, se hizo escuchar. Me enderecé sobre el asiento y sin prisa pero sin pausa fui hacia allí, seguramente sería la señora Bianca con intención de asegurarse que todo estuviera bien. Antes de abrir paseé mi vista por toda el área, buscando algún detalle que ésta pudiese tomar como razón para reclamar, pero todo estaba controlado, al parecer. Eché un mechón de mi cabello detrás de la oreja, ajusté mis gafas y a mitad del segundo golpeteo abrí la puerta.
—Hola, fea —me saludó Tommy sonriente.
—Hola —le saludé devolviendo la sonrisa mientras fruncía mi entrecejo un poco—. ¿Qué… haces acá? Digo… no sueles venir, siempre soy la que sube a tu apartamento.
—Es que me siento sólo —admitió como siempre, haciendo de sus labios un puchero, aún de pie el otro lado del umbral y yo dentro de la habitación, sosteniéndome de la puerta, respondí:
—Estaba haciendo algunas tareas, pero ya me desocuparé y hablaremos —dije, dejando la puerta entreabierta para que pasara pero él se quedó allí a la espera de que metiera mi ordenador portátil dentro de un bolso o algo así—. Aún no son las seis de la tarde —hablé, tomando en cuenta el detalle—. Esperaba que estuvieras en tu trabajo.
—Hoy decidí venir temprano —contestó él, encogiéndose de hombros, despreocupado.
—¿No piensas pasar? —inquirí ordenando el montón de papeles que se situaban regados sobre la mesa junto a lápices y cuadernos.
—Vine a buscarte para que vayamos a mi apartamento —aclaró él recostando uno de sus hombros del umbral con los brazos cruzados de frente a mí, y pude notar lo bien que le lucía esa camisa de cuadros bajo la cual cargaba puesta una franela blanca—. Estar al menos cinco minutos dentro de esta cueva mínimo me causaría alergia crónica —criticó al tiempo que deslizaba sus pálidos y largos dedos de suave piel sobre el lado del umbral con el cual no había tenido contacto, posteriormente los frotó unos con otros e hizo como quién los sacude para librarse de alguna impureza que hayan arrastrado consigo, manteniendo la nariz ligeramente arrugada en una expresión de asco.
—Qué exagerado —me burlé, decidiendo seguir la corriente a la conversación—. Limpié la habitación hace un mes, ahora me corresponde hacerlo al cabo de un semestre —bromeé.
Bromas, eso era lo que me haría falta a partir de su muerte, sus bromas, su compañía; incluso las pequeñas discusiones en pelea que teníamos. Pero ya era muy tarde para rectificar acerca de eso, nada podría hacer frente a su cadáver aparte de llorarlo, llorar esas lágrimas que en silencio comenzaban a derramar mis ojos color marrón mientras mis manos comenzaban a temblar con tiesa ligereza.
—Señorita —volvió a hablar el policía que me había sacado de allí—. ¿Qué hace aquí? Le he dicho que no es apropiada su presencia en éste lugar.
—Es... —titubeé automáticamente, con los ojos puestos sobre el cadáver, totalmente hipnotizada pero fríamente consciente como para no olvidarlo jamás— es mi amigo…
—Nos llevaremos esto —habló nuevamente el forense colocando el objeto que extrajo de la ahora negruzca boca de Tommy, situándolo entonces en una bandeja plateada una vez que lo introdujo en una transparente bolsa de muestras con la ayuda de una pinza.
Imagino ahora que en ese momento mi rostro estaba ligeramente contraído, con los ojos vueltos dos lagos repletos de líquido lagrimal y mis labios reteniendo cuanta cosa quise gritar en esa oportunidad. Todo lo demás transcurrió como un flash back, mi mente bloqueó algunos detalles desde ese preciso instante, sin embargo, mi cerebro aún arroja fragmentos de aquello, fragmentos derretidos, convertidos a chispas ardientes y humeantes que al chocar con mi alma se funden haciendo un ruido tan fastidioso que me hace sentir como si los dientes fueran a estallar dentro de mi boca. Cubierto con una sábana blanca sobre una camilla, se trasladaba el cadáver de Tommy con la ayuda de dos paramédicos que cargaban el objeto por los dos extremos; aún tengo el nítido recuerdo del parpadeante alumbrar de las luces de los autos de policía sobre cada superficie, sobre mi rostro mientras el cristal de mis gafas replicaba el reflejo sobre cada persona curiosa que permanecía en el lugar, sobre los policías, sobre el forense y sobre una madre que gritaba el nombre de Tommy en medio de un desgarrado llanto acompañado de alaridos que emanaron de las gargantas de aquel trío de hermanas, mientras el hermano mayor, Darwin, permanecía con rostro sombrío y mirada baja, abrazando a dos de ellas que ya se habían salido de control.
Esa noche estuve en vela, sollozando en voz baja con la mirada pegada al techo, me levanté frecuentemente a deambular por la sala de la residencia, tomé café frío que había dejado en la nevera pero aquel líquido extrañamente me supo asqueroso, igual que el sabor del recuerdo de haber visto cómo el cubierto cuerpo de mi amigo era introducido dentro de la ambulancia que posteriormente cerró sus puertas y aceleró hacia la morgue del hospital.