Un año atrás había subido las escaleras a toda velocidad a primeras horas de la mañana, quería tomar café en el apartamento que Tommy había rentado y fastidiarle un rato antes de irme a la universidad y él a su trabajo. Pero, de manera imprevista, casi estampo mi cara en el robusto pecho de un hombre ataviado con uniforme militar.
—Perdóneme —me disculpé avergonzada, apartándome para dejarlo pasar. Miré entonces a Tommy que también se acercaba a la puerta—. No quería interrumpir —dije rápidamente haciendo un gesto inconsciente con las manos.
—Despreocúpate —contestó Tommy ligeramente sonreído— Manuelle ya estaba por irse.
Asentí rápidamente con una sonrisa nerviosa. El tal Manuelle no dijo nada, sólo se mantuvo con cara de cortesía y discreción todo el rato.
—Entiendo —dije, pero igual pasé a la sala, dando la espalda al hombre moreno de quién se despedía Tommy al otro lado del umbral de la puerta. Tomé una taza y la serví, esperando que el vapor del oscuro líquido disminuyera un poco.
—Estuvo fantástico —vociferó Tommy sacudiendo la lacia cabellera que caía sobre su frente una vez que aquel hombre se retiró—. Creo que su tamaño se ajustó perfectamente a mi boca, ¡qué bestia!
Evité comentar al respecto. Y él ignoró mi actitud, tomando de la mesa de cristal su celular móvil, revisando un mensaje que había llegado justo en ese momento.
—Y mira quién apareció nuevamente —susurró como quién pilla a un chiquillo comiendo pastel a escondidas. Giró el aparato para hacerme ver el perfil de quien le había escrito, cosa a la que no le mostré interés—. Quiere venir hoy en la noche. Y presumo que estará genial.
—Tommy —dije con calma—. Sabes que eso que haces no es lo más apropiado, ¿verdad?
Tommy hizo un mohín, poniendo los ojos en blanco.
—¿El sexo? —preguntó como si ya supiera la respuesta—. Sólo es eso, Diana. Sexo. Y es lo que deberías tener tú, así no andarías deambulando por allí con ese positivismo tan característico de ti.
—Oyeee —protesté ante aquel sarcasmo—. Me atrae la idea del sexo, lo que no me gusta es andar por allí con uno y con otro. Es eso lo que quiero que consideres, toma uno y listo. El SIDA no tiene piedad, piensa en eso —Tommy chasqueó la lengua—. Además, deberías considerar a Félix también, sigue en Australia completando lo necesario para que te mudes con él, de verdad te quiere, y no creo que merezca lo que le haces.
—Al diablo —dijo restando importancia a eso—. Quizá Félix me está siendo infiel también. Además, es mi vida, recuerda. Hago con ella lo que quiera.
—Eres bruto, la verdad —dije exhalando al aceptar que éste tuvo siempre oídos sordos.
—Y tú una mojigata —replicó él, entre chocante y divertido.
—Pato —refuté, tomando un sorbo de café, delicioso café aunque cargado de azúcar.
Y allí estaba yo, nuevamente, pero esta vez dentro de la que fue su habitación, frente a la sangrienta escena. Entonces el policía me empujó suavemente hacia la salida, no lo soporté más, comencé a sentir cómo el ácido gástrico subía por mi garganta junto al jugo que hace media hora había consumido y corrí hacia la blanca baranda del balcón frente al apartamento, incliné la mitad superior de mi cuerpo sobre el hierro pintado y me descargué. Varias personas que estaban allí se apartaron asqueados con todo aquello salpicándoles una vez que rebotaba del suelo al caer; me valió siete hectáreas de mierda sus maldiciones en protesta, pues, no pude evitar vomitar nuevamente desde la altura del mismo balcón que daba con las escaleras por donde minutos atrás yo había subido. ¿Cómo no hacerlo mientras tenía esa imagen en mi cabeza? Mi amigo estaba allí, sin párpados y con la gran sonrisa de Glasgow en su rostro. No solamente ese era el daño, pues su garganta estaba degollada, abierta mostrando la carne ya un poco más reseca de como seguramente estuvo un minuto después del corte. Pero la sonrisa, esa sonrisa era lo más aterrador, y curiosamente un hilillo n***o salía de ella, una tira que suavemente se situaba desde adentro sobre sus labios, cayendo hasta su barbilla.