CAPÍTULO I: 1845-2

1898 Words
Si habían desarrollado algo nuevo en cuanto a instrumentos, que comenzaban a captar la atención de la mayoría de los países de Europa. Al contestarle, el Príncipe se dio cuenta de que en realidad la Princesa no estaba interesada en sus respuestas. No significaban nada para ella. Pero al mismo tiempo el Príncipe se dijo que era un buen esfuerzo por parte del Conde. Más tarde lo felicitaría por ser un buen tutor. Por sugerencia del Conde bailaron después de la cena. Aquello era un cambio en lugar de permanecer sentados, conversando, cosa que el Príncipe solía preferir. Era obvio que a la orquesta que solía tocar en el Palacio le habían pedido que interpretara melodías nuevas para el baile. La Princesa era buena bailarina. Y el Príncipe abrió el baile con ella. Todos bailaron al ritmo de una tonada que cautivó a Paris el año anterior. Aquello hizo recordar al Príncipe que entonces estuvo cortejando a una de las cortesanas más atractivas de aquella capital. Aquella no sólo era atractiva a su manera, también era inteligente y divertida. El Príncipe se río con ella más que en ninguna otra aventura. La Princesa Marzía, sin embargo, permaneció en silencio hasta el final del baile. Entonces dijo casi como si repitiera una lección: —Su Alteza Real es un excelente bailarín. —Usted también— respondió él. —En casa no tenemos muchos bailes— comentó la Princesa—, pero estuve practicando durante el último mes. El Príncipe no tuvo que preguntar por qué. Se refería al mes en que en Palacio se estuvo discutiendo acerca de la posibilidad de invitar a la Princesa a Vienz. Sin lugar a dudas alguien le informó que era probable que el Príncipe organizara un baile para después de las cenas. Cuando el Príncipe se retiró a su habitación sintió como si lo estuvieran encadenando. Le era imposible encontrar fallas en la Princesa, como todos esperaban que lo hiciera. Cuando él le dio las buenas noches la Princesa pronunció lo que estaba seguro que era un discurso muy bien ensayado. Ella le comentó lo mucho que estaba disfrutando su visita a Vienz. Lo encantada que estaba con el Palacio en sí. —Mañana debe usted mostrarme sus caballos. Me dicen que son extraordinarios. —Eso pienso— respondió el Príncipe—, pero cuando usted llegó noté que sus caballos también estaban perfectamente igualados. Por un momento la Princesa pareció no comprender lo que el Príncipe le decía. Entonces el Conde intervino: —Su Majestad acaba de comprar los caballos que trajeron a su Alteza Real hasta aquí. El los compro porque, como su Alteza pudo comprobar, están perfectamente emparejados. Es muy difícil encontrar varios pares así. —Estoy de acuerdo con usted— respondió el Príncipe. No obstante, sabía que los caballos habían sido comprados para esa ocasión en especial. Cuando se retiró a dormir, el Príncipe permaneció un buen rato despierto pensando en la Princesa. Era muy difícil encontrar alguna falla en su actuación. Algo dentro de él le decía que aquello era para beneficio de él y. sólo de él. El hecho de que en Bassanz se hubieran tomado tanto trabajo lo hacía sospechar. También aumentaba su sensación de encontrarse en una trampa. Por fin había cedido ante la presión de su Primer Ministro y de su familia al invitar a la Princesa Marzia al Palacio' Trato de ser lo más claro posible acerca de que esa situación no lo comprometía en lo mínimo. Pero ahora pensaba que había sido un tonto al doblegarse ante ellos. Lo que debió hacer fue viajar a Bassanz, visitar al padre de la Princesa y así conocerla â ella de manera informal. Pero dejó que el Primer Ministro arreglara todo. Estaba seguro de que en Bassanz esperaban la noticia de que el matrimonio ya estaba arreglado. —Porqué me metí en este lio?— se preguntó el Príncipe en voz alta, cuando le costó tanto trabajo dormir. A la mañana siguiente, se levantó temprano y salió a montar solo en cuanto desayunó. Por supuesto, tenía que llevar un guardaespaldas de guardia. Pero por instrucciones suyas, se mantenía bastante retirado. Si había algo que le disgustaba era que la gente le hablara en las mañanas antes de darse tiempo de pensar en lo que tenía que hacer durante el día. Como no había dormido bien, ahora cabalgó más rápido que de costumbre, por lo que a su guardaespaldas le costó trabajo mantenerlo a la vista. Cuando se dio la media vuelta fue porque tuvo la sospecha de que, si permanecía alejado del Palacio demasiado tiempo, a su llegada lo iban a recibir con otra representación. Todavía era temprano. No tenía alguna cita por lo menos en una hora. Cabalgó hasta la puerta principal, desmontó y entró. Le informaron que la Princesa estaba en el jardín y a él le pareció que era una oportunidad muy buena de poder hablar con ella de manera sensata. Ya tenía bien pensado lo que le iba a decir. Se dijo a sí mismo que cualquier mujer comprendería sus sentimientos si tenía buen tacto. Le iba a decir que no quería comprometerse antes que los dos estuvieran seguros de que se llevaban bien. «Le diré qué es lo que espero de mi esposa», pensó. «Si a ella no le gusta, entonces podremos aceptar que esta idea, que no es nuestra sino de quienes nos rodean, la podemos hacer a un lado.» Pero mientras pensaba en eso, estaba seguro de que la Princesa le tenía demasiado miedo a sus padres como para no aceptar la proposición de él en el momento en que la recibiera. —Lo que debo hacer— se dijo en voz alta el Príncipe—, es convencerla de que ella debe tener una mente propia y que, si no me ama, entonces sería fatal que nos casáramos y tuviéramos hijos. Él no sabía que había tenido aquella idea en su mente desde niño. Aun en medio de sus aventuras con las cortesanas y con las mujeres casadas, él siempre estuvo seguro de que aquello no era lo que deseaba ni lo que quería tener. Sabía muy bien que para los Príncipes en su posición el matrimonio no era un asunto de amor. Lo que importaba era el beneficio que la unión podía aportar a los países sobre los cuales gobernaban. Pero al mismo tiempo sería muy tonto si no se diera cuenta de que las mujeres lo encontraban muy atractivo. Por lo general había muchas lágrimas al final de sus aventuras amorosas. Por lo tanto, el problema no era si la mujer lo amaba a él, sino si él podía amarla a ella. «Quiero amar a mi esposa», pensó el Príncipe durante la noche. «Quiero amar a la madre de mis hijos y que mi Palacio sea un lugar muy feliz.» Había visitado muchos países desde que comenzó su reinado en Vienz. Y pensaba que en la mayoría de ellos las familias reales eran muy aburridas. Aun cuando la reina o Princesa aparentaba amar a su esposo, por lo general éste se aburría con ella. Demostraban con claridad que no esperaban que ellas participaran en la toma de decisiones importantes o en las conversaciones inteligentes. Al ver esa situación el Príncipe se decía a sí mismo que aquello era algo que le parecía intolerable. —Lo que yo. deseo es que mi esposa esté enamorada de mí y yo de ella— decidió. Se dijo que hasta ahora su corazón nunca había sido tocado, a pesar de las fieras pasiones que experimentaba cuando hacía el amor. Sabía que una aventura amorosa para él no era más que un placer pasajero. Y el amor que él buscaba era algo que debía durar por el resto de su vida. Quizá buscaba lo imposible. Tal vez aquello era algo que nunca iba a encontrar. Sin embargo, los libros que llenaban su biblioteca le decían que sí era posible. En la historia había muchos hombres que fueron más grandes debido al amor. Y eso era todavía más importante en el caso de Reyes y Príncipes. —¿Cómo es posible que un matrimonio arreglado, que simplemente cambia la condición de un país, resulte satisfactorio? —se preguntó. Todos los hombres desean encontrar el amor verdadero y perfecto que es la meta desde el comienzo de los tiempos. «¿Me podré enamorar de esta niña?» Una fuerza superior a él le dio la respuesta. «Sólo si es así le pediré que se case conmigo, por mucho que los demás me traten de forzar». Aquella decisión resonaba en sus oídos cuando salió por la parte de atrás del Palacio Entonces se detuvo un momento para contemplar su belleza. Los jardines estaban repletos con flores de todos los colores. Más allá se veía el lago artificial que su padre construyó y que él había mejorado considerablemente. Estaba perfectamente cementado y muy bien diseñado y al centro tenía un grupo de cupidos que rodeaban a la diosa Afrodita. Él era todavía muy joven cuando escuchó acerca de la diosa del amor. Su maestro le hablaba acerca de Delfos y de los dioses del Olimpo. La historia de Afrodita lo emocionó. Buscó representaciones de ella en los libros y cuando fue mayor visitó Grecia simplemente para verla. De los griegos aprendió lo mucho que la reverenciaban y la amaban. Las flores que bordeaban el lago y los árboles que plantó siempre le resultaban muy agradables. Pensó que nadie podría dejar de conmoverse por la belleza de lo que estaba viendo ahora. Sin embargo, no había señales de la Princesa ni del Conde. Supuso entonces que debían de estar sentados dentro del cómodo albergue que él había mandado construir en forma de templo a un lado del lago. Era allí donde él también solía sentarse. Su madre siempre acudía allí, cuando deseaba rezar, en lugar de ir a la capilla del Palacio. El Príncipe caminó despacio hacia el pequeño templo que destacaba sobre el verde de los árboles. Mientras avanzaba pensó que algún día llevaría a Grecia a la mujer a la que amara y que lo amara a él. Irían de templo en templo buscando a Afrodita, quien ya los habría bendecido. La diosa significaba tanto para él que jamás había tenido una aventura amorosa en Grecia. Conocía muy bien el porqué, aunque no siempre lo expresaba con palabras. Esperaba el d]a en que él pudiera presentar ante la diosa a la mujer a la que realmente amaba. A menudo se decía a sí mismo que era demasiado sentimental. Pero al mismo tiempo no podía luchar en contra de lo que creía desde que comenzó a encontrar deseables a las mujeres. Para poder ver mejor a Afrodita, el Príncipe no caminó por la orilla del lago sino entre los árboles. Llegó hasta el pequeño templo por la parte de atrás. Cuando estaba, a punto de entrar para decirles que ya había llegado escuchó al Conde que exclamaba: —Mi vida, mi amor. Es maravilloso poder estar a solas contigo por un momento, pero es una agonía tener que regresar al Palacio. El Príncipe se quedó paralizado. Entonces una voz suave respondió: —Yo... te... amo…como voy a poder… aceptar al Príncipe Nicolo como lo desean... papá y todos los demás? —Tendrás que hacerlo porque eso ayudará a tu país y también a este— respondió el Conde—, pero cuando te cases con el Príncipe yo tendré que marcharme. —¡No! ¡No! Las palabras de la Princesa fueron como un grito de su corazón. —¿Cómo... podrías... dejarme? ^Cómo soportaría yo... estar aquí... si no puedo... verte? —Has pensado en la agonía que eso va a ser para mí?—preguntó él. —Para mí... será mucho peor si no puedo... verte. Preferiría morir que... perderte— exclamo la joven. —No debes hablar así. No está bien que yo te escuche, pero como sabes, te amo desde el primer momento en que te vi. —Y yo... te amo... a ti. Tú eres el... hombre de mis sueños y desde que te... conocí, cada noche sueño que... estamos juntos. Por favor, mi amor, cásate conmigo... para poder estar juntos para siempre.
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