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Un Milagro de Amor

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El Príncipe Nicolo de Vienz está irritado porque su familia y su Primer Ministro le ruegan continuamente para que se case por el bien de su país y para evitar que un vecino se apodere de él. Finalmente acepta conocer a la Princesa Marzia, la hija del gobernante de Bassanz. Sin embargo, cuando llega, el Príncipe se entera por accidente de que ella está muy enamorada del Conde que había sido enviado para acompañarla a Vienz. Como el Príncipe no quiere casarse con nadie, y mucho menos con alguien que esté enamorado de otro hombre, se escapa a Venecia sin que nadie sepa, excepto su ayuda de cámara, Texxo, que sabe que él está abandonando el Palacio y ordena a Texxo para que cuide los caballos en un hotel, mientras él alquila una góndola para explorar Venecia. En su camino por uno de los canales, el Príncipe se da cuenta de repente de que una niña se asoma por la ventana de una gran casa. Luego, para su sorpresa, ve que ella se está bajando deliberadamente con una cuerda al canal. Pensando rápidamente, mueve su góndola para que ella se caiga y ella le suplica que él se la lleve antes de que nadie vea lo que ha sucedido. El Príncipe descubre entonces que la chica que ha rescatado es increíblemente hermosa y extremadamente inteligente. Embarcaron en una aventura emocionante, sabiendo solamente sus nombres sin apellidos y cómo finalmente se enamoraron. Todo esto se lo cuenta esta historia fascinante y romántica, inusual al estilo de la maravillosa BARBARA CARTLAND.

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CAPÍTULO I: 1845-1
CAPÍTULO I 1845 El Príncipe Nicolo de Vienz llegó cabalgando hasta la puerta principal del Palacio y desmontó. Hubo una breve pausa antes de que un mozo de cuadra llegara corriendo desde las caballerizas. —Su Alteza Real regresó temprano— dijo el mozo sin aliento. —Sí, lo sé— respondió el Príncipe—, pero me parece que este caballo está un poco dañado en su pata delantera izquierda. Dígale a Petre que se encargue de eso. —Muy bien, alteza. El mozo se alejó caminando despacio con el caballo y el Príncipe entró en el Palacio —Su Alteza Real llega temprano— comentó uno de los escuderos. Este había entrado corriendo al vestíbulo cuando lo vio aparecer. —Eso ya me lo dijeron— respondió el Príncipe—. ¿Dónde se encuentra su Alteza Real? —Se encuentra en el jardín, señor— respondió deprisa el escudero—, y parece que el Conde Ruta le está mostrando el lago a su Alteza Real. El Príncipe asintió. Caminó hacia un costado del Palacio que daba al jardín. Mientras lo hacía pensó que la noche anterior debió sugerirle a la Princesa que lo acompañara a montar esa mañana. En realidad, se sintió tan aburrido durante la cena que no le importaba lo que sucediera al día siguiente. La Princesa Marzia de Bassanz había llegado el día anterior acompañada de un séquito compuesto por sus damas de honor y una Condesa como chaperona. El Príncipe se mostró hostil desde el primer momento en que el grupo entró en el Palacio Él había luchado en contra de su gobierno, de su familia y aun en contra de su pueblo, en su decisión de no casarse. Eventualmente cedió ante las peticiones debido a la gran cantidad de revoluciones que brotaron a su alrededor. Se casaría, y su matrimonio uniría a su país con Bassanz, que era un estado bastante grande e independiente y los haría más fuertes a los dos. Vienz había logrado mantenerse independiente mientras que muchas revoluciones y anexiones se llevaban a cabo en los estados al norte de Italia después de la derrota de Napoleón. Sin embargo, el Príncipe siempre pensó que era éste quien había agitado todo. Para los estados y principados pequeños era difícil conservar su independencia. Los países más grandes que los rodeaban eran avariciosos. Austria en particular era una amenaza desde hacía mucho tiempo. El Príncipe pensaba que su Primer Ministro se preocupaba demasiado. Sin embargo, era consciente de que una unión entre Vienz y Bassanz los fortalecería a los dos. Pero al mismo tiempo no tenía deseos de casarse. A los veintisiete años disfrutaba enormemente de la vida. Llevaba cinco años reinando sobre Vienz, desde la muerte de su padre. Tenía ideas propias y muy definidas acerca de lo que debía hacer por su país. Sabía que la gente a la que gobernaba lo admiraba y estaba dispuesta a seguirlo. Pero al mismo tiempo había tenido que escuchar las interminables peticiones de que se casara para tener un heredero. —No tiene caso esperar demasiado tiempo, querido— le había dicho su abuela con lágrimas en los ojos—, sabes que, si algo te sucede, en realidad no hay alguien competente para ocupar tu lugar. —De eso estoy muy consciente— respondió el Príncipe Nicolo—, pero al mismo tiempo no me puedo imaginar a un hijo mío que ocupe el trono y gobierne por lo menos en los próximos veinte años. El Príncipe hablaba con sarcasmo, pero su abuela le respondió muy seria: —Por supuesto que el Primer Ministro y el gabinete lo harían. Pero eso no asegurará la continuidad de nuestra familia. Como tú bien sabes, nosotros hemos reinado sobre Vienz por más de tres siglos. —Algunas veces colgados de los dientes— comentó el Príncipe en broma. Pero su abuela lo tomó muy en serlo. —Reconozco que hubo momentos de ansiedad. Pero la familia sobrevivió y eso es lo que tú debes de hacer en el futuro. Si no era su abuela entonces era el Primer Ministro. Este era un hombre capaz pero nervioso, que siempre anticipaba lo peor. —No me gusta lo que me dicen que está ocurriendo en Austria— le había dicho al Príncipe, no una, sino cien veces—. Nosotros estamos tan bien armados como nos es posible, pero nunca se sabe qué puede ocurrir. —Por supuesto que no lo sabemos— respondió el Príncipe un tanto irritado—, pero nuestro ejército es muy grande comparado con el de otros estados pequeños e independientes y los austríacos lo saben muy bien. —En realidad lo que necesitamos es que su Alteza Real tome una esposa y me parece que la Princesa Marzia es la que más tiene que ofrecer. —Nunca he visto a la Princesa y no pienso casarme a ciegas — declaró el Príncipe. —Se dice que es bien parecida y simpática— comentó el Primer Ministro —, también me han dicho que es muy popular entre su gente. El Príncipe pensó que eso no era precisamente lo que él deseaba en una esposa. Además, sería un error crear esperanzas en la familia real de Bassanz y retirarse al último momento. Pero tampoco era posible seguir defendiéndose. Por fin accedió a invitar a la Princesa a visitarlo para poder conocerse mutuamente. El Príncipe pensó que sería una visita estrictamente social. Pero no es necesario decir que el Primer Ministro, la familia del Príncipe y todas las demás personas de importancia en Vienz pensaban de otra manera. Ellos lo veían como una indicación de él hacía la Princesa de que debían casarse. El Príncipe comentaba que se trataba sólo de un encuentro amistoso entre dos vecinos. Pero los estadistas de ambos lados daban por hecho que el propósito de la reunión era fijar la fecha de la boda. El Príncipe sentía que se encontraba en una trampa de la que era imposible escapar. Eso lo ponía aprensivo y de muy mal humor. El Príncipe había disfrutado de muchas aventuras amorosas con mujeres encantadoras. Desde un principio ellas sabían que era imposible llegar a casarse con él. Por lo tanto, sólo disfrutaban de su compañía. No porque él fuera un Príncipe, sino porque era un hombre muy atractivo. Por su parte él encontraba que por muy atractivas que fueran las mujeres, finalmente se aburría de la relación. Esto era porque él era muy culto. Por lo tanto, le parecía aburrido estar con una mujer que nunca había leído algo que no fuera las columnas de chismes sociales de los diarios. O quizá algunas historias de amor. Estas por lo general no tenían nada que ver con la vida real y estaban muy mal escritas. Por lo tanto, el Príncipe pasaba de una aventura casual a otra. Para cuando su familia se daba cuenta de que había un nuevo rostro en el Palacio, por lo general la dama ya había abandonado el país. «Cuando tenga una esposa», pensaba con frecuencia el Príncipe, «quiero que sea alguien con quien pueda hablar acerca de los asuntos de estado y con quien pueda discutir la manera de mantener feliz a mi propia gente». Pero por lo que había visto en las familias reinantes de otros países dudaba que eso fuera posible. Por supuesto que lo habían invitado a visitar a los gobernantes de otros estados vecinos, grandes y pequeños. Pero encontró que en su mayoría eran muy aburridos. Y también pensaba que no hacían lo suficiente por sus pueblos, ni por el desarrollo de sus países. En la mente del Príncipe siempre estaba presente el temor de que Austria los absorbiera, como ocurrió con muchos otros pequeños estados en el pasado. Y lo que era más, las hijas de los gobernantes que le eran presentadas en cuanto él llegaba, en la mayoría de los casos eran jovencitas tediosas, simples y mal educadas. Era una práctica universal que los hombres recibieran la mejor educación posible. Mientras que las hijas de la realeza y de la aristocracia debían de conformarse con una institutriz. El Príncipe había encontrado que, aunque las Princesas lo miraban con admiración, en realidad tenían muy poco que contribuir a la conversación. Ni siquiera tenían idea de lo que ocurría en el mundo fuera de su propio país. No tenían la menor idea de lo ocurrido en Francia, Suiza, Austria... «¿Cómo es posible», se preguntaba el Príncipe cuando regresaba a su casa después de una visita, «que yo pueda escuchar día tras día y año tras año, una conversación tan tonta como la que he tenido que soportar durante los últimos tres días?» Pero cuando regresaba a Vienz tenía que escuchar una vez más las súplicas acerca de que debía colocar un anillo de matrimonio en el dedo de alguna Princesa simple, pero importante. Según ellos, ésta pronto tendría un heredero brillante. Un heredero que sucediera al Príncipe, cuando éste ya no pudiera gobernar. —Toda esa idea es basura de principio a fin— gritaba el Príncipe. Pero nadie le prestaba atención, excepto su valet a quien le pagaban por hacerlo. Sus protestas caían en oídos sordos. Por fin se vio obligado a invitar a la Princesa Marzia a que lo visitara. El Príncipe trató de que quedara muy en claro que se trataba sólo de un encuentro. Por el momento no se sugería nada más. Pero en el Palacio todos se comportaban como si el matrimonio ya estuviera decidido. Ya era sólo cuestión de recorrer la senda de la catedral donde el arzobispo los estaría esperando. El Príncipe tuvo que reconocer ante sí mismo que aquel asunto estaba fuera de control. Sabía que tenía la culpa por ceder y permitir que invitaran a la Princesa en contra de la voluntad de él. Había sido una trampa desde el principio, pensó ahora. Y le iba a ser muy difícil liberarse de ella. La tarde anterior esperó con aprensión el momento el que debía llegar la comitiva de Bassanz. Y tuvo que reconocer que hacían las cosas con mucho estilo. Se presentaron cuatro carruajes cerrados, cada uno tirado por magníficos caballos. Cuando la Princesa bajó del primer carruaje que se detuvo delante del Palacio, el Príncipe se dio cuenta de que era bastante bonita. Su cabello y sus ojos eran oscuros y tenía un cutis perfecto. Iba vestida de una manera, que inmediatamente indicó al Príncipe, que quienquiera que hubiera montado aquel espectáculo, conocía su oficio muy bien. La Princesa entró en el Palacio llevando un atuendo color de rosa. Las plumas de su sombrero estaban teñidas del mismo color. La Princesa hizo una reverencia muy elaborada delante del Príncipe. Este decidió que la joven representaba su papel muy bien. —Bienvenida a Vienz— expresó el Príncipe—, espero que su Alteza Real disfrute de su estancia aquí. —Estoy segura de que así será— respondió la Princesa con voz suave—, no tenía idea de que su país fuera tan bello. —Lo mismo podría decirse de usted— respondió el Príncipe con galantería. Al hacerlo se dio cuenta de que el Primer Ministro y los demás que los rodeaban tuvieron que hacer un esfuerzo para no aplaudir. Todos bebieron champaña para aliviar el rigor del viaje. Después la Princesa subió a sus habitaciones para cambiarse de ropa para la cena. El Príncipe también se retiró a sus aposentos. La Princesa Marzia habló muy poco mientras bebían el champaña en uno de los enormes salones de recepción que daban al jardín. Pero de pronto el Príncipe notó la presencia del Conde Ruta. Por órdenes suyas el Conde había ido a Bassanz para escoltar a la Princesa y su comitiva durante el viaje a Vienz. Era obvio que él había instruido a la Princesa acerca de lo que debía decir y hacer. El Conde, como jefe de los demás ayudantes de campo, era mayor que ellos. Tenía mucha experiencia en el comportamiento social. Incluso había sugerido algunos cambios en el Palacio que al Príncipe le parecieron de muy buen gusto. Por lo tanto, designó al Conde para ir a Bassanz. Pensaba que era la persona indicada para decirle a la Princesa que aquella era sólo una visita social. El Príncipe insistió en el Conde en lugar de que el Primer Ministro escogiera al emisario. Pues, sin lugar a dudas, el emisario del Primer Ministro le informaría a la Princesa que iba a recibir una propuesta matrimonial antes del fin de la visita. El Príncipe estaba seguro de que el Conde había hecho que la Princesa ensayara lo que debía decir. Después de la cena estuvo todavía más seguro. La Princesa le preguntó acerca de sus caballos. De lo que estaba haciendo para la gente joven de las ciudades.

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