—¡Cómo! —exclamé, moviendo la mano derecha rápidamente, con el dedo índice apretado sobre el pulgar, desde la cadera derecha hasta el hombro izquierdo—. ¿Te has resignado de nuevo a cultivar el arte paterno? ¿Puntadas largas, eh, d**k?
Rechazó esta desafortunada conjetura con un gesto de enfado y un « pché» denotador de un gran desprecio y, conduciéndome a otra habitación, me mostró, apoyada sobre la pared, la majestuosa cabeza de Sir William Wallace, tan tétrica como cuando fue separada del tronco por orden del felón Edward.
Esta obra había sido realizada sobre tablones de un grueso muy respetable, y tenía el extremo superior decorado con herrajes para que la ilustre efigie pudiera colgarse como muestra. Me dijo:
—Ahí está, amigo mío, el honor de Escocia junto con mi indignidad; no, no la mía, sino la de aquellos que, en vez de estimular al arte en su verdadera senda, lo obligan a recurrir a tan viles e indecorosos extremos.
Me esforcé en calmar los agitados sentimientos de mi maltratado amigo. Le recordé que no debía despreciar, como el ciervo de la fábula, las cualidades que lo habían sacado de trances difíciles, en los cuales no le había servido su talento de pintor de retratos y paisajes. Alabé, sobre todo, la ejecución de su cuadro, así como su concepción. Le hice ver que lejos de sentirse deshonrado porque una prueba soberbia de su talento se expusiera a la vista del público, más bien debía alegrarse de que su fama se extendiera con ello.
—Llevas razón, amigo, llevas razón —replicó el pobre d**k, encendiéndose sus ojos de entusiasmo—, ¿por qué he de avergonzarme de ser llamado un… un… —vaciló buscando una expresión— un artista al aire libre? Hoggarth se ha presentado haciendo ese papel en uno de sus mejores grabados. Domenichino, o algún otro, en los tiempos antiguos, y Moreland en los nuestros, ejercitaron su talento de esa manera. Y ¿por qué limitar a las clases pudientes el placer que la obra de arte ha de inspirar a todos? ¿Qué razón hay para que la Pintura sea más avara en el despliegue de sus obras maestras que su hermana la Escultura? Bueno, nos queda muy poco tiempo que estar juntos: el carpintero vendrá dentro de muy poco tiempo a colocar el… el emblema. Y, la verdad, con toda mi filosofía y los ánimos que me das, preferiría irme de Gandercleugh antes de que comience la operación.
Compartimos el banquete de despedida ofrecido por nuestro magnífico hotelero y acompañé a d**k durante un buen trozo de su camino. Iba a pie hasta Edimburgo. Nos separamos a una milla del pueblo, precisamente cuando oímos la distante gritería de los chicos motivada por el izamiento del nuevo símbolo del Wallace. d**k Tinto apresuró el paso para no oír aquello.
En Edimburgo fueron reconocidos los méritos de d**k, y recibió invitaciones a comer y consejos de algunos distinguidos críticos. Pero estos caballeros tenían más pronta su crítica que su bolsa, y d**k pensó que necesitaba más de la bolsa que de la crítica. Por eso se fue a Londres, mercado universal del talento, donde, como suele ocurrir en todos los mercados, de cada mercancía se pone a la venta mucho más de lo que puede venderse.
Dick, a quien todos consideraban excelentemente dotado para su profesión, y que por su carácter vanidosa y confiado no dudaba ni un momento de su triunfo final, se arrojó de cabeza a la multitud que luchaba en trope por destacar. Atropello a otros y a su vez fue atropellado. Finalmente, a fuerza de intrepidez, consiguió significarse algo; llevó cuadros a la exposición de Somerset House y maldijo al jurado de admisión. Pero e pobre d**k había de perder el terreno que conquista tan bizarramente. En las bellas artes apenas si hay alternativa entre el éxito eminente y el fracaso absoluto, y comoquiera que la habilidad de d**k no consiguió asegurarse el primero, cayó en las consecuencias desasí trosas del segundo. Durante algún tiempo fue protegida por algunas personas inteligentes que se precian de originales y de sustentar opiniones opuestas a las corrientes en cuestiones de gusto y crítica. Sin embargo, pronto se cansaron del pobre Tinto, y se descargaron de él como el niño tira lejos de sí su juguete. Creo que la miseria se apoderó de él y lo acompañó hasta su tumba prematura, a la que fue conducido desde una humilde vivienda de la calle Swallow, en cuyo interior su patrona le había acosado con facturas y a cuyo exterior le aguardaban siempre los alguaciles, hasta que la muerte fue a liberarlo. En un rincón del Morning Post se notificó su fallecimiento, con la generosa aclaración de que su estilo revelaba positivo genio, aunque sus producciones fueran demasiado abocetadas. Se añadía un anuncio, en el cual míster Varnish [4] , un acreditado vendedor de grabados, decía conservar varios dibujos y cuadros de Richard Tinto, Esquire, que se hallaban a disposición de los coleccionistas. Así terminó d**k Tinto; lamentable prueba de la gran verdad de que en el arte no se tolera la mediocridad y que quien no pueda subir hasta el último escalón hará bien en no poner el pie en la escalera.
Recuerdo con cariño a Tinto por las muchas conversaciones que sostuvimos, la mayoría de ellas referentes a mi actual tarea. Le encantaba verme adelantar, y hablaba de una edición ilustrada, con cabeceras, viñetas y culs de lampe, y todo ello habría de salir de un amistoso y patriótico lápiz. Persuadió a un viejo sargento de inválidos para que le sirviera de modelo encarnando la figura de Bothwell [5] , a un soldado de los Life Guards para Carlos II, y el campanero de Gandercleugh para David Deans. Y a la vez que se proponía unir de este modo sus fuerzas con las mías, mezcló buenas dosis de crítica sana entre los panegíricos que a veces me tributaba.
—Tus personajes, querido Pattieson —me decía—, charlan demasiado. Hay páginas enteras con sólo diálogo.
—El antiguo filósofo —le respondí— solía decir: «Habla y te diré quién eres», y ¿de qué manera más interesante y eficaz puede presentar un autor sus personae dramatis a sus lectores que por el diálogo revelador del modo de ser de cada uno?
—Ese es un razonamiento falso —dijo Tinto—. Desde luego, te concedo que la conversación posee algún valor en el intercambio humano y no traeré a colación la doctrina de aquel borrachín pitagórico, cuya opinión era que hablando ante una botella se estropeaba la conversación. Pero si estas novelas se publican, ya dirán tus lectores si no llevo razón al decir que nos has dado una página de diálogo por cada idea que pudo expresarse en dos palabras. En cambio, mediante una descripción apropiada se habría conservado lo digno de conservarse y se hubieran evitado esos inacabables dijo él y dijo ella, con los que te has complacido en abarrotar tus páginas.
Le repliqué que confundía las funciones del lápiz y de la pluma; que el «arte sereno y silencioso», como ha llamado a la pintura uno de nuestros primeros poetas contemporáneos, se dirigía necesariamente a la vista por carecer de los medios para interesar el oído, mientras que la poesía o el género que se le aproxima, se ve precisada a hacer todo lo contrario para despertar en el oído ese interés que no podría lograr de la vista.
Dick no se inmutó lo más mínimo con mi argumentación. Decía que la descripción era para el novelista exactamente lo que el dibujo y el colorido eran para el pintor; las palabras eran su colores y, si se sabían emplear adecuadamente, acertarían a situar el ambiente que se trataba de evocar, con tanta eficacia para los ojos de la mente como pudiera conseguirlo la paleta para los ojos físicos. Sostenía que las mismas reglas servían para ambas artes y que el exceso de diálogo venía a confundir la ficción narrativa con el arte dramático, género literario muy diferente, cuya esencia es el diálogo, porque todo en él, a excepción de las palabras, se presenta materialmente, con los trajes, personas y acción sobre el escenario. «Y como nada es más aburrido —decía d**k— que una larga narración escrita con el plan de un drama, cada vez que te has acercado a este género con prolongadas escenas dialogadas, has perdido con ello el poder de retener la atención y excitar la imaginación, en lo cual has conseguido otras veces resultados bastante buenos».
Le agradecí este último cumplido y me mostré dispuesto a intentar por lo menos una vez un estilo más directo. Trataría de que mis actores hicieran más cosas y dijeran menos que en mis anteriores intentos. d**k acogió con satisfacción este propósito y me anunció que viéndome tan dócil, me iba a comunicar, para beneficio de mi musa, un asunto que había estudiado con miras a su propio arte.
—Esta historia —dijo—, pasa por verdadera, pero como ha transcurrido más de un siglo desde que ocurrieron los hechos, podemos tener algunas dudas sobre su exactitud.
Después de hablar así, d**k Tinto revolvió en su carpeta buscando el esbozo del que se proponía sacar algún día un cuadro de catorce pies por ocho. El dibujo, inteligentemente ejecutado —para emplear la expresión exacta— representaba un antiguo hall, decorado y amueblado en lo que ahora llamamos gusto isabelino. La luz, que entraba por la parte superior de un alto ventanal, caía sobre una figura femenina de exquisita belleza, la cual, en actitud de mudo terror, parecía esperar el resultado de una discusión que tenía lugar entre otras dos personas. Una de éstas, un joven con el traje Van Dyck usado en tiempos de Carlos I, y aire de arrebatado orgullo —esto se desprendía por su manera de levantar la cabeza y extender el brazo— parecía estar exigiendo el cumplimiento de un deber, más que pidiendo un favor, a una señora —cuya edad y alguna semejanza en las facciones señalaban como madre de la mujer joven—, y ella daba la impresión de estar escuchando con una mezcla de disgusto y de impaciencia.
Tinto me enseñó su dibujo con un aire misterioso de triunfo y lo contemplaba como un padre cariñoso a un chico que promete, mientras se figura por anticipado el papel que hará en el mundo y a qué altura levantará el nombre de su familia. Lo mantuvo a la distancia del brazo, lo acercó, lo puso sobre un armario, cerró los postigos inferiores de la ventana para lograr una luz más favorable, separóse a la debida distancia arrastrándome consigo, hizo pantalla de sus manos para excluir todo lo que no fuera el objeto favorito, y acabó echando a perder un cuaderno enrollándolo para que sirviera de tubo de observación. Me figuro que mis manifestaciones de entusiasmo no debieron estar a la altura de las circunstancias, porque d**k exclamó con vehemencia:
—Pattieson, creía que tenías ojos en la cara.
Reivindiqué entonces mi derecho a que se me reconociera el funcionamiento de los órganos visuales.
—Pues por mi honor —dijo d**k— juraría eres ciego de nacimiento, ya que no has descubierto a la primera ojeada el tema y el sentido de ese dibujo. No quiero con esto alabar mi trabajo; dejo a otros esas argucias. Conozco mis defectos, sé que mi dibujo y mi colorido podrán mejorarse con el tiempo que pienso dedicar al arte. Pero la concepción, la expresión, las actitudes, todo ello está contando la historia al que mir el dibujo; y si logro terminar el cuadro sin disminuí la concepción original, no podrán alcanzar va al nombre de Tinto las salpicaduras de la envidia y la intriga.
Contesté que admiraba muchísimo el esbozo, pero que, para darme plena cuenta de su mérito, necesitaba saber de qué se trataba.
—De esto precisamente me quejo —contestó Tinto—. Te has acostumbrado tanto a esos detalles farragoso que te has incapacitado para escribir esa impresión instantánea que hiere la mente, al contemplar las felices y expresivas combinaciones de una sola escena, y que no sólo deduce de la posición y actitudes del momento la historia de la vida pasada de los personajes representados y el asunto que traen entre manos, sino que hasta descorre el velo, del futuro y permite una lúcida visión del porvenir de aquéllos.
—En ese caso —repliqué— supera la pintura el asno del celebrado Ginés de Pasamonte, que sólo se ocupaba del pasado y del presente; y hasta a la misma Naturaleza; porque te aseguro, d**k, que si me fuera posible asomarme a ese aposento isabelino y ver en carne y hueso, conversando, a las personas que tú has dibujado, no tendría ni una pizca más de posibilidad para adivinar de qué trataban —no oyéndolos— que ahora mirando tu dibujo. Sólo puedo deducir, a juzgar por la mirada lánguida de la joven y el cuidado que has puesto en dotar al caballero de una pierna muy bien formada, que hay entre ellos alguna relación amorosa.
—¿Cómo puede ocurrírsete esa suposición tan atrevida? —dijo Tinto—. Y la profunda indignación con que ves al joven reclamar sus derechos, la pasiva desesperación de la joven, el aire severo de inflexible decisión en la mujer de más edad, cuyas miradas expresan a la vez la convicción de que está obrando mal y la firme resolución de persistir en la actitud que ha tomado…
—Si sus miradas expresan todo eso, querido Tinto —interrumpí—, entonces tu lápiz rivaliza con el arte dramático de míster Puff en el Crítico, al condensar toda una complicada frase en el expresivo gesto que hace lord Burleigh con la cabeza.
—Mi buen amigo Peter —replicó Tinto—, observo que eres incorregible; sin embargo, me compadezco de tu cerrazón y no quiero que te prives del placer de entender mi cuadro y de lograr, al mismo tiempo, un asunto para tu pluma. Has de saber que el verano pasado, mientras tomaba apuntes en la costa de East Lothian y Berwickshire, me interesó visitar las montañas de Lammermoor, porque me dijeron que había en aquella región algunas antiguas ruinas. Las que más me sorprendieron fueron las ruinas de un antiguo castillo, en el cual existió una vez ese aposento isabelino, como tú lo llamas. Pasé dos o tres días en una granja cercana, cuya vieja dueña conocía muy bien la historia del castillo y los sucesos que tuvieron lugar en él. Uno de éstos era tan interesante que me sentía atraído igualmente a dibujar el paisaje de las viejas ruinas y a representar, en una novela, los singulares acontecimientos ocurridos allí. Aquí están mis notas.
Y el pobre d**k me tendió un paquete de hojas sueltas, garrapateadas en parte a lápiz y en parte a pluma, donde se mezclaban con lo escrito apuntes de caricaturas, esbozos de torres, molinos, caballetes de tejados, palomares…
Me puse a descifrar el manuscrito lo mejor que pude, y lo tejí en la siguiente novela en la cual, ateniéndome en parte —sólo en parte— al consejo de mi amigo Tinto me esforcé en que mi narración fuera más descriptiva que dramática. A pesar de ello, mi propensión favorita me ha vencido a veces, y de cuando en cuando mis personajes, como muchos otros de este mundo parlante, hablan muchísimo más que accionan.