Capítulo I. Donde aun no comienza esta historia pero se decide su autor a escribirla
POCOS estuvieron al tanto de cómo compuse estas narraciones, que no es probable sean publicadas en vida de su autor. Aunque esto ocurriese, no ambiciono la honrosa distinción digito monstrarier [1] . Confieso que preferiría permanecer oculto tras la cortina, como el ingenioso manipulador de Polichinela, disfrutando del asombro y de las conjeturas de mi público. Quizás entonces pudiera ver ensalzadas por los juiciosos y admiradas por los sensibles las producciones del desconocido Peter Pattieson, mientras el crítico las atribuyese a alguna celebridad literaria, y la cuestión de cuándo y por quién fueron escritos estos relatos llenara huecos de charla en centenares de círculos y tertulias. No disfrutaré de esto mientras viva; pero a más tampoco se atrevería nunca a aspirar mi vanidad.
Soy demasiado tenaz en mis costumbres, y demasiado poco refinado en mis modales, para envidiar o aspirar a los honores concedidos a mis contemporáneos. No podría mejorar ni una pizca el concepto que tengo de mí mismo aun en el caso de que se me estimase digno de figurar como león [2] , durante un invierno, en la gran metrópolis. No me podría exhibir luciendo mis habilidades, como una fiera de circo bien amaestrada; y todo al barato precio de una taza de café y una rebanadita (fina como barquillo) de pan con mantequilla. Y mal podría resistir mi estómago la repugnante adulación con que en tales ocasiones suele mimar la señora anfitrión a sus monstruos de feria, lo mismo que atiborra a sus loros con dulzainas cuando quiere hacerles hablar ante la gente. Perferiría permanecer toda mi vida en un molino —si me ponen en esa alternativa— moliendo mi propio pan, que servir de diversión a filisteos lords o ladies. Y esto no viene de que sienta aversión, o la finja, por esa aristocracia, sino de que ellos tienen su sitio y yo el mío; como la vasija de hierro y la de barro en la antigua fábula, sería yo quien saldría perdiendo en el caso de un choque. Pero con estos escritos varía el asunto. Pueden ser leídos o dejados a un lado a voluntad; divirtiéndose con su lectura, no promoverán los poderosos falsas esperanzas; no prestándoles atención o condenándolos, no mortificarán al autor; y son contadas las veces que pueden conversar, sin causar uno de estos efectos, con los que esforzaron su ingenio para solaz de ellos. Podría yo decir en el mejor sentido: Parve, nec invideo, sine me, liber, ibis in urbem [3] . Pero no me asocio al pesar de Ovidio por no poder acompañar personalmente al libro que enviaba al mercado de la literatura, el placer y el lujo.
Si no hubiera ya centenares de casos, el destino de mi pobre amigo y compañero de colegio d**k Tinto, sería suficiente para prevenirme contra el afán de buscar la felicidad en la fama que pueda dar el cultivo afortunado de las bellas artes.
Dick Tinto solía derivar su origen —una vez que se tuvo por artista— de la antigua familia de Tinto, del lugar de este nombre en el Lanarkshire, y alguna vez dio a entender que, al usar el lápiz como principal medio de sustento, hubo de manchar en cierto modo su noble sangre. Pero aunque la genealogía de d**k era limpia, algunos de sus antepasados debieron de haber caído aún más que él, ya que el bueno de su padre ejerció el necesario —y confío que honrado— oficio, pero desde luego no muy distinguido, de sastre en el pueblo de Langdirdum, en el oeste. Bajo su humilde techo nació Richard, y desde niño quedó incorporado al humilde negocio de su padre, contrariando en gran manera su vocación. El viejo míster Tinto no pudo alegrarse de haber forzado el genio juvenil de su hijo a torcer su inclinación natural. Le ocurría como al chico que trata de contener con un dedo el cañón de una cisterna mientras el chorro, exasperado por esta compresión, escapa por mil salidas insospechadas y lo empapa por haberse tomado ese trabajo. Que fue lo sucedido a Tinto padre, a quien su prometedor aprendiz no sólo le gastaba toda la tiza en dibujar sobre la mesa de confección, sino que hasta hizo varias caricaturas a los mejores clientes de su padre, los cuales comenzaron a murmurar que resultaba demasiado pesado el que después de ser deformadas sus personas por los trajes del padre, viniera encima a ridiculizarlos el lápiz del hijo. Esto produjo el consiguiente descrédito y pérdida de clientela, hasta que el viejo sastre, cediendo al destino y a las suplicas de su hijo, le consintió probar fortuna en un terreno para el que se hallaba mejor dotado.
Había por esta época en el pueblo de Langdirdum un peripatético «hermano de la brocha» que ejercía su profesión al aire libre y era objeto de admiración para todos los muchachos del pueblo, especialmente para d**k Tinto. Todavía no se había adoptado —entre otras indignas simplificaciones— ese inmoderado afán de economía que cierra un camino fácilmente accesible a los estudiantes de bellas artes, al substituir con caracteres escritos los dibujos simbólicos. Aún no se permitía escribir sobre la puerta enyesada de una taberna o en la muestra de una posada: «La urraca vieja» o «La cabeza del sarraceno», poniéndose, en vez de esta fría descripción, las vivas efigies de la plumífera charlatana y el ceño enturbantado del terrorífico sultán.
Dick Tinto se hizo ayudante de aquel héroe de tan decaída profesión y así, cosa frecuente entre los genios de esta sección de las bellas artes, comenzó a pintan antes de tener noción alguna de dibujo. Su talento para observar la naturaleza le indujo pronto a rectificar los errores de su maestro. Brilló especialmente pintando caballos, por ser éstos un motivo favorito en las muestras de los pueblos escoceses. Y, al estudiar sus adelantos, es sorprendente observar cómo aprendió gradualmente a acortar los lomos y prolongar las patas de estos nobles animales, hasta que fueron pareciéndose menos a los cocodrilos y más a las jacas. La maledicencia, que siempre persigue al mérito con zancadas proporcionadas al avance de éste, ha afirmado que una vez pintó d**k un caballo con cinco patas. Podría basarme para defenderlo en la licencia que suele concederse a esa rama de su profesión, libertad que al permitir toda clase de combinaciones irregulares, puede muy bien extenderse hasta adjudicar un m*****o supernumerario en un tema favorito de las muestras. Pero la causa de un amigo fallecido es sagrada, y no me permitiría tratarla tan por encima. He visitado la muestra en cuestión, que todavía se balancea en Langdirdum; y estoy dispuesto a declarar bajo juramento que lo que ha sido tomado erróneamente como la quinta pata del caballo es, en realidad, la cola de dicho cuadrúpedo. Considerando la postura en que ha sido trazado, viene a ser un alarde artístico. Como la jaca ha sido representada en posición rampante, resulta que la cola, prolongada hasta el suelo forma un point d’appui y sirve de trípode a la figura, ya que sin ella sería difícil concebir, colocados los pies como están, cómo podría sostenerse el corcel sin caerse hacia atrás. Esta atrevida creación se halla, afortunadamente, bajo la custodia de alguien que sabe apreciarla en todo su valor. En efecto, cuando d**k, más perfeccionado ya en su arte, comenzó a dudar de la licitud de una desviación artística tan audaz y quiso hacerle un retrato al posadero para cambiárselo por la obra de su juventud, fue rechazado el amable ofrecimiento por el sensato cliente, el cual había observado, según parece, que, cuando su cerveza fallaba en alegrar a sus huéspedes, bastaba una ojeada a la muestra para ponerles de buen humor, y no era este detalle para ser despreciado por un respetable comerciante.
En medio de sus luchas y necesidades, d**k Tinto recurrió, como sus colegas, a cargar sobre la vanidad de los humanos el impuesto que no pudo sacar del buen gusto y de la liberalidad de éstos; en dos palabras: pintó retratos. Al llegar al grado de perfeccionamiento en que d**k se elevó sobre su primera actividad, y no permitía alusión alguna a ella, fue cuando nos encontramos de nuevo, tras una separación de varios años, en el pueblo de Gandercleugh, yo, con mi actual situación y d**k pintando reproducciones del rostro humano a guinea por cabeza. Remuneración no muy crecida, pero que bastaba por lo pronto para cubrir las modestas necesidades de d**k; de modo que ocupaba una habitación en el hotel Wallace y vivía bien y contento.
Aquella felicidad no podía durar. Cuando el honorable Señor de Gandercleugh con su mujer y sus tres hijas, el clérigo, el aforador, mi estimado mecenas, míster Jedediah Cleishbotham, y una docena más de personas acomodadas hubieron sido consignadas a la inmortalidad por el pincel de Tinto, empezó a flaquear la clientela, y no fue posible arrancar más que coronas y medias coronas de las ásperas manos de los campesinos cuya ambición conducía al estudio de Tinto.
Sin embargo, aunque el horizonte estaba cargado, no estalló ninguna tormenta durante algún tiempo. Mi patrón tenía fe en un huésped que había pagado bien, mientras tuvo medios. Y podía deducirse de la súbita aparición en la sala de un cuadro, al estilo de Rubens, representando a nuestro hotelero con su mujer e hijas, que d**k había encontrado medio de cambiar arte por primeras materias.
Nada más precario que los recursos de esté género. Pudo observarse que d**k se convertía en el hazmerreír del patrón, sin osar defenderse ni vengarse; que su caballete fue a parar a la guardilla; y que ya no se atrevía a frecuentar el club semanal del cual había sido el alma. En fin, que los amigos de d**k temieron le ocurriese lo que al animal llamado perezoso, el cual, una vez que se ha comido la última hoja verde del árbol donde se estableció, acaba cayéndose de las ramas y muere de inanición. Me atreví a insinuarle esto a d**k, aconsejándole que aplicase su inestimable talento a otra esfera de actividad y que abandonara el terreno que tenía ya exprimido hasta la última gota.
—Hay un obstáculo que me impide cambiar de residencia —dijo mi amigo, cogiéndome la mano, con mirada solemne.
—Una cuenta pendiente con el patrón, ¿no es eso? —repliqué con simpatía cordial—. Si puedo serte de alguna utilidad con mis escasos medios…
—¡No, por el alma de Sir Joshua! —contestó el magnánimo joven—. Nunca envolveré a un amigo en las consecuencias de mi mala suerte. Hay una manera de que yo recobre mi libertad. Es preferible arrastrarse por una alcantarilla que seguir en una cárcel.
No comprendí del todo lo que mi amigo quería decir. Parecía que la musa de la pintura le había fallado y era un misterio para mí qué otra diosa podría invocar en su infortunio. Nos separamos, sin embargo, sin más explicaciones y no volví a verle hasta pasados tres días, cuando me instó a participar en el foy con que su patrón se proponía obsequiarlo antes de su partida para Edimburgo.
Encontré a d**k muy animado, silbando, mientras apretaba las correas de la mochila que contenía sus colores, pinceles, paletas y una camisa limpia. Sin duda, quedaba en excelentes relaciones con el hotelero a juzgar por la carne fiambre servida en el reservado de abajo, acompañada por dos vasos de la mejor cerveza negra. Y reconozco que sentí curiosidad por conocer los medios de que se había valido mi amigo para que el aspecto de sus asuntos hubiese experimentado tan súbita mejoría. No creía capaz a d**k de estar en tratos con el diablo, y no podía ocurrírseme por qué medios terrenales había logrado librarse tan felizmente.
Notó mi curiosidad y me estrechó la mano.
—Amigo mío —me dijo—, con gusto ocultaría hasta a ti la degradación a que hube de someterme para retirarme honrosamente de Gandercleugh. Pero ¿qué objeto tendría ocultarlo, si pronto descubrirá todo el pueblo, todo el mundo, a dónde ha llevado la pobreza a Richard Tinto?
Me asaltó entonces un súbito pensamiento; había observado que nuestro patrón llevaba unos pantalones flamantes de pana, en vez de los viejos de fustán.