Capítulo II. Una familia que viene a menos, otra que se encumbra y un hijo que hereda un afán de venganza
EN un montañoso desfiladero, que va elevándose y estrechándose desde las fértiles llanuras de East Lothian, levantábase en tiempos pasados un espacioso castillo, del cual sólo quedan ruinas. Sus antiguos propietarios constituían un linaje de barones poderosos y guerreros, del mismo nombre que el castillo, o sea, Ravenswood. Su ascendencia se extendía hasta un período remoto y habían emparentado con los Douglas, Hume, Swinton, Hay y otras familias distinguidas y potentes de la misma región. Su historia se vio envuelta con frecuencia con la de Escocia, en cuyos anales se hallan registradas sus hazañas. El castillo de Ravenswood era de importancia estratégica tanto en casos de guerra con el extranjero como en el de luchas intestinas, por dominar en parte un paso entre el Berwickshire —o Merse, como se llama esta provincia del sureste de Escocia—, y los Lothians. Fue sitiado frecuentemente con ardor y defendido con obstinación; y, desde luego, sus dueños desempeñaron un papel importante en la historia, Pero aquella familia tuvo sus mudanzas como todo lo de este inundo. Había caído mucho de su esplendor a mediados del siglo diecisiete; y hacia el período de la Revolución, el último propietario del castillo de Ravenswood se vio forzado a abandonar la antigua mansión familiar y trasladarse a una torre solitaria y batida por las olas —situada en la lúgubre playa que va de Saint Abb’s Head al pueblo de Eyemouth— frente al tempestuoso mar del Norte. Su nueva residencia estaba rodeada por una agreste tierra de pastos, resto de su propiedad.
Lord Ravenswood, heredero de esta arruinada familia, no se adaptaba a su nueva condición. En la guerra civil de 1689 se hizo del bando que fue vencido [6] y, aunque no perdió la vida ni los bienes, le suprimieron el título.
Luego, si se le siguió llamando lord Ravenswood, era sólo por cortesía. Heredó el orgullo y la turbulencia de su casa, pero no la fortuna, y, habiendo imputado el definitivo hundimiento de su familia a cierto individuo, distinguió a éste con toda la fuerza de su odio. Y precisamente era este hombre quien se había convertido en propietario, mediante compra, de Ravenswood y de los bienes anejos. Descendía de una familia mucho menos antigua que la de lord Ravenswood, y que sólo adquirió importancia política y riquezas durante las grandes guerras civiles. Él se dedicó a la abogacía y desempeñó altos cargos y siempre supo pescar en el río revuelto de un Estado dividido en facciones y gobernado por delegación. Se ingenió para amasar una gran fortuna en, un país donde había muy poco que poseer, y conocía por igual el poder de la riqueza y los diversos modos de aumentarla, sabiendo usarla como instrumento para incrementar su influencia.
Con estas facultades resultaba un peligroso antagonista para el fiero e imprudente Ravenswood. Lo que no se sabía con seguridad era si había dado motivo para la enemistad que le tenía el barón. Unos decían que la discordia surgió sólo a causa del espíritu vindicativo y de la envidia de lord Ravenswood, que no podía ver con paciencia cómo otro, aun por legítima compra, se había hecho dueño de las tierras y el castillo de sus abuelos. Pero la mayoría de la gente, inclinada a calumniar a los poderosos cuando están ausentes, así como a lisonjearlos cuando presentes, sostenía una opinión menos caritativa. Decían que el lord Keeper [7] (pues a tal altura se había elevado Sir William Ashton) había realizado antes de la compra definitiva del dominio de Ravenswood, amplias transacciones pecuniarias con el entonces propietario. Y, preguntándose cuál de los dos haría prevalecer su derecho en asuntos tan complicados, se inclinaban a creer que el frío abogado y político hábil había de llevar notable ventaja sobre su contrario, de carácter arrebatado e imprudente, a quien había sabido envolver ya en dificultades legales y en lazos pecuniarios.
Los tiempos que corrían daban más verosimilitud a estas sospechas. «En aquellos días no había rey en Israel». Desde la marcha de Jacobo VI [8] para ceñir la corona de Inglaterra, más rica y poderosa, habían existido en Escocia partidos enemigos, formados por la aristocracia, entre los que se balanceaba la soberanía delegada, hoy un partido y mañana el otro, según triunfaban o no sus intrigas en la corte de St. James. Con ello, no había poder supremo ante el cual pudieran apelar los oprimidos por la tiranía subordinada para obtener justicia o misericordia. Aunque un monarca sea lo indolente, egoísta y arbitrario que quiera, sin embargo, sus intereses están de tal modo ligados a los de sus súbditos y las dañosas consecuencias del ejercicio de su autoridad son tan directas cuando la emplea para el mal, que el sentido político tiende siempre a establecer el trono sobre una base de rectitud. Así, hasta soberanos usurpadores o tiranos han sido rigurosos en la administración de justicia entre sus súbditos, siempre que su propio poder o sus pasiones no se hallaran comprometidos con esto.
Es muy distinto cuando la soberanía ha sido delegada en el jefe de un partido, a quien un líder contrario va pisando los talones en la carrera de la ambición. Tan breve y precario disfrute del poder ha de emplearse en recompensar a los partidarios, extender su influencia y aplastar a los adversarios. Hasta Abu Hassan, el más desinteresado de todos los virreyes, no se olvidó durante su califato de un día, de enviar una douceur de mil monedas de oro a los de su casa; y los regentes escoceses, elevados al poder por la fuerza de sus partidos, no dejaron de emplear el mismo sistema de recompensa.
La administración de justicia, sobre todo, padecía la más burda parcialidad. Apenas se daba algún caso de importancia en que los jueces no se inclinaran del lado de sus amigos. Resistían tan mal a esa tentación que el refrán: «Dime quién es el hombre y te diré cuál es la ley», prevaleció escandalosamente. Una corrupción abría el camino a otras aún más licenciosas. El juez que empleaba su autoridad para apoyar a un amigo en un proceso y en otro para hundir a un enemigo, y cuya sentencias se basaban en motivos familiares o conexiones políticas, no podía ser inaccesible a la bolsa de los pudientes, la cual, según se decía, caía con demasiada frecuencia en la balanza para que el litigante pobre perdiera. Los funcionarios subordinados mostraban pocos escrúpulos ante el soborno. Se enviaban valiosísimos regalos y sacos de dinero para influenciar la conducta del Consejo real y ni siquiera se tenía la decencia de ocultarlo. En una época semejante no era demasiado calumnioso suponer que un hombre experto en leyes y m*****o de un poderoso partido triunfante, pudiera encontrar y usar los medios de vencer a un adversario menos hábil y peor situado. Y si se puede pensar que la conciencia de Sir William Ashton era demasiado delicada para aprovecharse de esas ventajas, se pensó también que su ambición había encontrado en las instigaciones de su esposa un estímulo tan fuerte como antaño Macbeth en la suya.
Lady Ashton pertenecía a una familia más distinguida que la de su marido, ventaja que supo utilizar para extender la influencia de éste sobre los demás y la suya propia sobre él. Había sido hermosa y conservaba una apariencia majestuosa. Dotada por la Naturaleza de una gran energía y de pasiones violentas, le había enseñado la experiencia a emplear la primera y ocultar, ya que no moderar, las segundas. Observaba estrictamente las formas —por lo menos— de la devoción; su hospitalidad era espléndida, incluso hasta caer en la ostentación; sus modales, de acuerdo con lo que entonces se estimaba más en Escocia, eran graves, dignos y severamente regulados por las reglas de la etiqueta. Su reputación había estado siempre por encima del hábito de la calumnia. Y a pesar de todas estas cualidades, muy raramente se hablaba de Lady Ashton afectuosamente. Sus actos resultaban motivados claramente por el interés —si no el suyo, el de su familia—; y cuando las gentes maliciosas se dan cuenta de casos como éste, es muy difícil burlar su aguda p*********n con apariencias. Se veía que lady Ashton, en medio de sus más encantadoras atenciones para con los demás, no perdía ni un momento de vista su objetivo, como el halcón que en sus aéreos giros no aparta nunca los ojos de su codiciada presa. De ahí que las personas de su misma condición social acogieran con suspicacia sus finezas; y en sus inferiores producían éstas un efecto en que entraba el temor. Impresión útil para sus propósitos, ya que reforzaba su autoridad, pero triste por ser prueba de que no la estimaban.
Se dijo que hasta su esposo, cuyo éxito en la vida debía tanto al talento y la habilidad de ella, la trataba con respetuoso temor y no con afecto confiado. Y hasta se creyó saber que a veces le parecía haber pagado por su encumbramiento un precio demasiado elevado: la esclavitud conyugal. Sobre todo esto se pueden hacer muchas suposiciones, pero poco se puede afirmar con exactitud. Lady Ashton consideraba el honor de su marido como suyo propio, y se daba perfecta cuenta de cuánto se hubiera perjudicado aquél de aparecer Sir William ante la gente como vasallo de su mujer. Por ello decía tener por infalibles las opiniones de él, recurría a sus consejos en criterios de gusto y consultaba sus sentimientos con el aire deferente que una esposa sumisa habría de guardar para con un marido de la categoría de Sir William Ashton. Pero en todo esto había algo que sonaba a hueco, y a los que observaban a esta pareja con maliciosa curiosidad les parecía evidente que la dama miraba a su marido con algún desprecio —por darse en ella un carácter más firme, un origen más noble y una mayor ambición— y que él le tenía miedo y envidia en vez de sentir en su pecho un impulso de amor y admiración.
Pero como quiera que los principales intereses de Sir William Ashton y su esposa eran los mismos, iban ambos a una, aunque sin cordialidad, y se guardaban mutuamente este respeto que sabían necesario para asegurarse el de la gente.
Les nacieron varios hijos, de los que sobrevivieron tres. El mayor de ellos se hallaba ausente, viajando. Los dos siguientes, una muchacha de diecisiete años y un muchacho tres años más joven, residían en Edimburgo con sus padres durante las sesiones del Parlamento escocés y del Consejo Privado, y otras temporadas en el antiguo castillo gótico de Ravenswood, que había sido ampliado por el Lord Keeper en el estilo del siglo XVII.
Allan Ravenswood, propietario anterior de aquella vetusta mansión y de los extensos terrenos anejos a ella, continuó sosteniendo durante algún tiempo una guerra ineficaz contra su sucesor acerca de varios extremos a que habían dado lugar sus precedentes negociaciones, y en cada caso lo iba venciendo su rico e influyente antagonista, hasta que la muerte cerró el litigio citando a Ravenswood ante un Tribunal superior. El hilo de su vida, que estaba ya muy gastado, se quebró durante un ataque de furia violenta e impotente que estalló en él al enterarse de que había perdido una causa. Su hijo presenció su agonía y oyó las maldiciones que profirió contra su adversario, como si con esto le dejara en legado su afán de venganza. Otras circunstancias vinieron a exasperar esta pasión que era, y había venido siendo desde atrás, el vicio predominante del carácter escocés.
Era una noche de noviembre y el acantilado estaba cubierto de espesa niebla. Se abrieron las grandes puertas de la torre medio derruida, en la cual había vivido Lord Ravenswood sus últimos y atormentados años, para que sus restos mortales pasaran a otra mansión aún más lúgubre y solitaria. Entonces, cuando iba a entrar en el recinto del olvido, fue cuando volvió a recibir los homenajes que le habían faltado durante tantos años. Las banderas, los emblemas y cotas de su familia desfilaban en triste procesión desde las arcadas del patio. La aristocracia de la región asistía de luto riguroso y atemperaba el paso de sus caballos a la solemne marcha propia de las circunstancias. Las trompetas, de las que pendían crespones, lanzaban sus notas prolongadas y melancólicas para coordinar los movimientos de la procesión. Numerosísimos acompañantes de inferior posición social cerraban el cortejo, el cual no había terminado aún de salir cuando la carroza fúnebre ya se hallaba en la capilla.
Contra la costumbre, e incluso la ley de aquella época, fue a oficiar en la ceremonia un sacerdote de la Comunión Episcopal escocesa —vistiendo sobrepelliz—, que se preparó a leer ante el ataúd el servicio funeral. Éste había sido el deseo de Lord Ravenswood. Las autoridades eclesiásticas presbiterianas del distrito, considerando la ceremonia como un insulto, acudieron al Lord Keeper, por ser el consejero privado más próximo, para que les diera una orden que evitara se llevase a cabo. Así, cuando el clérigo había abierto su libro de oraciones, apareció un representante de la ley acompañado por algunos hombres armados y le mandó que callase. Este atropello, que indignó a todos los presentes, le llegó al alma a Edgard —hijo único del difunto—, joven de unos veinte años llamado por todos el Master [9] de Ravenswood. Se llevó la mano a la espada y, conminando al oficial para que desistiera de su misión, mandó al sacerdote que continuase. El enviado trató de cumplir su cometido, pero, como vio brillar ante él un centenar de espadas, se contentó con protestar contra la violencia de que había sido objeto en el cumplimiento de su deber. Y permaneció apartado, espectador malhumorado y torvo de las honras fúnebres, murmurando entre dientes, como diciendo: «Ya sentirás lo que has hecho».
La escena era digna de ser pintada por un artista. El sacerdote prosiguiendo el servicio en condiciones tan extrañas, los parientes del muerto expresando más ira que dolor y las espadas desenvainadas formando un contraste violento con los trajes de riguroso luto. Sólo en el rostro del joven predominaba una honda pena sobre la reciente irritación. Un pariente notó que palidecía mortalmente cuando una vez terminados los ritos, se procedió a enterrar el c*****r descendiéndolo a la cripta. Se ofreció a sostener al joven, ayuda que Edgard rechazó con un gesto. Sin una lágrima, cumplió éste con el último deber. Se colocó la losa sobre la sepultura, la puerta de la cripta fue cerrada con pesada llave y ésta quedó en poder del joven.
Cuando salieron de la capilla, Edgard se detuvo en las gradas y dijo:
—Caballeros y amigos: Habéis cumplido hoy coni un sagrado deber. Los ritos que en otros países se conceden al más humilde cristiano, hubieran sido negados al cuerpo de vuestro pariente y amigo —que no procede desde luego de la casa más humilde de Escocia— si vuestro valor no lo hubiera impedido. Otros entierran a sus muertos con dolor y lágrimas, en silencio y reverentemente; nuestros ritos funerarios son en cambio obstaculizados por la intromisión de alguaciles y rufianes, y nuestra pena empalidece ante el fuego de nuestra justa indignación. Pero afortunadamente sé de qué aljaba procede esta flecha. Sólo podía haber cometido la vil crueldad de turbar estos funerales quien estuvo cavando la fosa. ¡Que me castigue el Cielo si no devuelvo a ese hombre y a su casa la ruina y la desgracia que me causó a mí y a la mía!
Muchos de los presentes aplaudieron esta alocución, pero los más fríos y sensatos lamentaron que hubiera sido pronunciada. No estaba el heredero de Ravenswood en condiciones de permitirse provocar más la hostilidad de su adversario. Sin embargo, esta aprensión resultó injustificada, por lo menos en cuanto a las inmediatas consecuencias de este asunto.
La comitiva volvió a la torre para brindar allí profusamente —según la costumbre que se mantuvo hasta hace poco en Escocia— a la salud del difunto, haciendo que se animara la casa enlutada con la jovialidad y los excesos. Así reducían, con los gastos de una diversión prolongada y espléndida, las modestas rentas del heredero de aquel cuyas exequias honraban de manera tan singular. Pero esta era la costumbre, y se observó rigurosamente. Las mesas nadaban en vino; el populacho festejaba la ocasión en el patio y los labradores en la cocina; y apenas bastaron dos años de renta de lo que restaba a Ravenswood para costear la orgía funeraria. El vino produjo sus efectos en todos menos en el Master Ravenswood, título que aún conservaba aunque el de su padre se perdiera desde que fue abolido como sanción. Escuchó el joven mil exclamaciones contra el Lord Keeper, y apasionadas protestas de adhesión a él y al honor de su casa; escuchó con disgusto este entusiasta hervor que bien sabía se desvanecería como las burbujas carmesíes de aquel vino que lo había originado.
Cuando quedó vacía la última jarra, se despidieron los juerguistas reiterando sus protestas, que caerían en el olvido a la mañana siguiente si quienes las hacían no juzgaban necesario para su seguridad personal retractarse de modo más explícito.
Aceptando sus despedidas con despectivo continente, Ravenswood pudo ver despejada por fin de tanta algarabía su ruinosa mansión, y volvió al hall doblemente solitario por haber cesado los ecos del bullicio. Pero ahora lo habitaban los fantasmas que la imaginación del joven heredero conjuraba ante él; el deslucido honor de su casa y la fortuna hundida, la destrucción de sus propias esperanzas y el triunfo de la familia causante de su ruina. En todo ello había amplio campo de meditación para una mente inclinada por naturaleza a la melancolía.
El campesino que me muestra las ruinas de la torre, las cuales coronan aún el prominente acantilado y presencian la guerra de las olas, afirma que en aquella noche fatal el Master de Ravenswood evocó, con sus amargas quejas desesperadas, algún espíritu del mal, bajo cuyo malvado influjo se tejieron los sucesos posteriores. Pero ¿qué espíritu infernal es capaz de sugerir decisiones más desesperadas que las nacidas bajo la presión de nuestras violentas e incontrolables pasiones?