Un nuevo día comenzó para Katherine. Esperó que Allan despertara para verlo y comer algo ligero con él. Su hijo le dijo que estaba aprendiendo a sumar cifras más altas y que su abuela lo estaba enseñando a escribir palabras más largas. Tenía una confusión con el cinco y la ese, y la efe la escribía al revés, al igual que la zeta. Katherine le dijo que ella también lo ayudaría el domingo cuando estuviese libre en la constructora. Para Allan, su madre era una mujer que trabajaba construyendo cosas. Era pequeño para decirle que trabajaba en un club, y tampoco necesitaba saberlo. Con la constructora bastaba.
—También hicimos un dibujo en la escuela —dijo Allan cuando saltó de la silla para buscar el dibujo que hicieron con su profesora—. La profesora nos dijo que dibujáramos a nuestro héroe. Yo hice a Iron man porque sabes que me encanta y también te hice a ti, mami, porque eres mi heroína por cuidar de mí.
Katherine miró el dibujo que hizo con creyones y colores, donde ella estaba elevando el brazo gordo y llevaba una capa morada de superheroína. No tenía nada escrito porque su hijo aun no sabía formular palabras completas, pero decía “mami”. Katherine siempre escuchó en el trabajo que era una heroína, una triunfadora, pero ella no se sentía así. No sentía que fuese la super mujer, ni la mujer maravilla. Solo era una hija y una madre. No obstante, el dibujo de Allan le tocó el corazón y lo apretó a su pecho justo cuando con la otra mano lo atrajo a su costado.
—¿Sabes cuánto te ama mamá? —le preguntó.
Allan asintió con la cabeza.
—De aquí —dijo tocándose el corazón—, al cielo.
—Y más arriba —dijo ella apretándolo a su cuerpo—. Te amo.
—También te amo, mami —repitió él tierno—, mucho muchote.
Katherine le sonrió y le apretó el mentón. Allan era tan tierno con ella, que no imaginaba a su hijo siendo un bravucón. Era tan dulce con ella y con su abuelita, que merecía todo lo mejor del mundo. No importa cuántas veces se tuviera que deslizar por ese tubo, su hijo tendría lo mejor que existiera en el puto planeta.
—Lo amé —le dijo Kat sobre el dibujo—. Lo pegaré del refrigerador como todo lo que haces para mí y la abuela.
Katherine caminó con Allan siguiendo sus pasos y pegó con un imán en forma de letra el dibujo a los cientos que llenaban la puerta del refrigerador. Katherine le dijo que usaran el resto de los imanes para hacer la palabra mamá. Katherine lo alzó en brazo y Allan usó ambas manos para buscar las letras. Había sujetado la doble u por la eme. Katherine le dijo que esa no, y Allan buscó la eme. Solo había una, así que ella le dijo que solo por ese momento usaría la doble u para que saliera la palabra completa.
—¿Esta bien, mami? —preguntó con su voz dulce.
Katherine le dio un sonoro beso en la mejilla en señal de sí.
—¿Me llevarás a la escuela? —preguntó esperanzado.
La escuela estaba al otro lado del trabajo. Se encontraban en polos opuestos, pero cuando Katherine miró a Rachell, le sonrió y le dijo a su hijo que irían en el auto de la abuela. Katherine usaba su motocicleta para llegar al trabajo, pero esa mañana llevaría a su hijo en un viejo Volkswagen de su madre.
—¿Te importa si me llevo el auto? —le preguntó a Rachell—. Prometo que lo regresaré cuando salga del trabajo.
Rachell le sonrió y le entregó las llaves.
—¿Cuál es la regla para usar el auto de la abuela? —le preguntó Rachell a Allan, siendo parte de la rutina de cada mañana.
—No comer, no ensuciar, ni rayarlo —repitió Allan.
Rachell le quitó el cabello de la frente y lo besó.
—Ese es mi nieto hermoso —le dijo amorosa.
Katherine le dijo a su madre que regresaría en la tarde, o hasta la noche, que esperase su auto sano y salvo. Rachell se despidió de ambos y le dijo a Katherine que estaban escuchando una canción para aprenderse las sílabas y que estaba en el estéreo del auto. Katherine no solía llevar al niño a la escuela y desconocía gran parte de su rutina, pero Allan fue tierno cuando ella le ajustó el cinturón y le preguntó dos veces antes de salir si quería ir al baño.
—Estoy bien, mami —le dijo con su caballo de juguete.
Katherine salió de la cochera y miró por el viejo retrovisor de su madre a Allan. Miró también su reloj. Le gustaba estar con su hijo, pero la distancia era tanta, que tendría que pisar el acelerador si quería llegar a tiempo. Katherine encendió el estéreo y la canción comenzó a sonar por los altavoces del auto, y Allan comenzó a cantar y animó a Katherine a que cantara con él.
—No sé la canción, bebé —dijo ella.
—Yo te la enseño —dijo y comenzó a cantar mientras Katherine se detenía en el semáforo en rojo—. Todas las palabras, sean cortas o largas, se dividen en trocitos, sílabas se llaman.
Allan gritó.
—Sol —y aplaudió—. Sol.
Katherine rio alto
—Luna —dijo y aplaudió dos veces—. Luna.
Luego siguió con pato y siete animales más. La canción parecía interminable para cuando dejaron de cantar sobre animales.
—Si tu quieres contar las sílabas conmigo, vamos juntos a aplaudir, y será muy divertido —dijo gritando y aplaudiendo.
Katherine le dijo que era hermosa y que le encantó, y en pocas manzanas más, llegaron a la escuela. Las mamás elegantes estaban dejando a sus hijos, mientas Katherine bajó con botas de trabajo, una camisa de cuadros y un pantalón de mezclilla azul oscuro. Las mujeres se bajaron los lentes para mirarla y comenzaron a cuchichear. Hablaron de que el niño sí tenía madre y que finalmente la conocían. Incluso bromearon sobre su ropa y a lo que se dedicaba, y si sabía dónde estudiaba su hijo.
—Tu abuela vendrá por ti más tarde —dijo dándole un beso.
—Te amo, mami.
Katherine jugó el juego de quitarle la nariz y ambos rieron.
—Yo te amo más —dijo abrazándolo y revisando su bomba de insulina—. Hoy irás con la abuela a cambiar el catéter en el doctor.
Allan asintió y ella lo acompañó hasta la puerta donde la profesora le dijo a Katherine que era un gusto volverla a ver. Katherine le dijo que el placer era mutuo, y escuchó que continuaban cuchicheando de ella, incluso de su cabello rubio.
—Hasta luego —le dijo Katherine a la profesora.
Katherine se acercó al auto y esperó hasta que tocaran el timbre para ir a los salones. Katherine se cruzó de brazos y se recostó en la puerta del copiloto. Las tres mujeres que la criticaron se despidieron de sus hijos regordetes y con anteojos y caminaron juntas. Esperaban que Katherine no estuviera, pero ahí estaba, luciendo tan corriente como era posible para una escuela como esa. Katherine inscribió a su hijo en esa escuela porque era de las mejores, y Allan lo merecía. No lo inscribió para que los hijos de los ricos le hicieran bullying, ni para soportar las quejas de las madres que usaban ropa interior ancha y cogían con sus esposos como misioneros. Quizás ella no llevaba el cabello planchado ni las uñas pintadas, pero mantenía la boca cerrada sobre los demás.
—¡Señoras! —dijo Katherine cuando alzó la mano derecha, desde donde sobresalió el dedo del medio—. Usen el dedo que su marido no les da, y dejen la vida de los demás en paz.
Katherine bajó el dedo y frunció el ceño.
—Es una grosera —dijo la del bolso Gucci falso.
—Una vulgar —comentó la otra.
—A mucha honra —dijo Katherine mirándolas a las tres—. Prefiero ser vulgar y una grosera, a ser la envidiosa que no puede usar un par de pantalones sin que la llamen ordinaria.
Katherine miró a la que iba en el medio. Era la abeja reina.
—Si tu hijo vuelve a tocar al mío, te arrancaré las extensiones —amenazó Katherine—. Aun no sabes lo salvaje que puedo ser.
Katherine la tenía atragantada en la garganta desde que Rachell le dijo que el hijo de la mujer ante ella había empujado a Allan y se burlaba de su bomba de insulina. Katherine no necesitó que la mujer le dijera su nombre para saber que era tal cual como Rachell se lo contó dos noches atrás. Katherine se acercó más a ella y le tocó el centro del pecho con las uñas sin pintura.
—Tu hijo toca al mío, y no tendré piedad —advirtió Katherine enojada, antes de sonreírles—. Que tengan un maravilloso día.
Katherine giró y la coleta de caballo que llevaba rozó la nariz y la mejilla de la abeja reina. La mujer se limpió la nariz de inmediato y las tres miraron a Katherine entrar de nuevo en su auto y hacer un ademán para despedirse de ellas. Katherine pisó el acelerador y salió de la zona escolar de baja velocidad. Soltó un suspiro cuando salió de ese lugar infestado de tiburones y condujo de regreso a la constructora. Debía marcar el horario estipulado por Mark, y colocó la huella en la puerta de la constructora.
Le marcó los quince minutos que llegó tarde, al igual que la fotografía que se tomó y algunos de sus datos personales. La puerta se abrió y Katherine fue directo a su casillero para colocarse el chaleco naranja y el casco. Katherine debía cruzar la oficina de Mark para llegar a la parte trasera de la constructora donde estaba su personal, y Mark miró arriba justo cuando ella cruzó apresurada el enorme cristal de su oficina. Mark se colocó de pie y abrió la puerta justo cuando ella iba cruzando.
—Llegas tarde, James.
Ella se detuvo y miró sus botas sucias.
—Solo quince minutos —le dijo al girar hacia él.
Mark cruzó el umbral de la puerta.
—Quince minutos que tendré que descontarte —le dijo—. Será igual de justo contigo que con el resto de mis empleados.
Katherine metió una mano en el bolsillo de su pantalón.
—Y yo también seré igual que ellos cuando me pidas que te ayude con la contabilidad —dijo Katherine—. No te conviene.
Katherine giró sus pies de regreso al pasillo.
—¡Te despediría si no fueras mi sobrina! —gritó Mark.
Katherine alzó las manos y sonrió mientras se alejaba. Tenía que preparar al equipo que saldría de la constructora en los camiones para comenzar el trabajo ese día en el terreno donde erigirían el centro comercial. Katherine salió a la luz del sol. Las maquinarias estaban en una de las esquinas del lugar. Había materiales de construcción, arena, tierra, rocas, tubos largos de metal y un enorme espacio donde se reunía el personal.
—¡Batallón! —gritó Katherine cuando salió a la luz del sol con el silbato colgando de su cuello—. Informes.
Katherine era la líder de todo el batallón, pero estaban divididos por jefes de equipo. Los tres hombres que eran los líderes dejaron las conversaciones y se acercaron a ella para decirle que estaban esperando que ella llegase para que ordenara que las maquinarias salieran. Lo primero que debían hacer era examinar el terreno antes de iniciar con los cimientos. Debía limpiarse y excavarse. A menudo, se retiraba la capa superior del suelo y los fragmentos eran apilados en otro lugar cercano, donde permanecerían hasta que fuesen empleados posteriormente en las bases de los cimientos. Una vez que todo se realizase y que la base de los cimientos se inspeccionase, se comenzaría a cubrir con material.
—Pueden decirles a los maquinistas que salgan —dijo Katherine—. Tienen que retirar la tierra y nivelar el terreno. Dile al equipo Bravo que se aliste para comenzar con los cimientos esta misma tarde, y llama a Cobra para que comience a desplegar el material que solicité la semana pasada. Necesitaré los trompos de concreto para mañana temprano, y dos camiones para retirar los excedentes que no necesitaremos. El arquitecto vendrá hoy para darnos las órdenes de cómo quiere el centro comercial.
Katherine miró a dos de los hombres mirarse.
—No quiero que se repita lo del edificio gubernamental —aclaró Katherine—. No quiero peleas, ni contratiempos. Quiero que el edificio este para la fecha que lo solicitaron. ¿Entendido?
—Sí, capitana —dijeron los tres hombres al unísono.
Katherine giró y la mayoría le vio el culo apretado en el pantalón. La mujer era una bomba sexi con el cuerpo delgado y las proporciones ideales de tetas y culo. Muchos tenían fantasías con ella, con poderla coger, entre ellos Tyler, uno de los trabajadores más antiguos de Mark. Era un hombre que tenía barriga de cervecero y que se quedaba dormido en los bares los viernes por la noche cuando Mark les pagaba la semana de trabajo.
—Katherine James —llamó el hombre temprano esa mañana—. Te ves hermosa. ¿Cuándo será el día que me digas que sí a una cita?
Katherine estaba caminando a su oficina.
—El día después de jamás —dijo Katherine cuando abrió la puerta y buscó la documentación para movilizar las máquinas.
Tyler se quitó el casco y se peinó el cabello para que le cubriera la calvicie que le comenzó a los treinta y pocos años.
—Por favor, Katherine. ¿Cuánto más debo rogarte?
Katherine hurgó en sus documentos hasta encontrarlo.
—Hasta que termine de derretirse la Antártida —dijo mirándolo y caminando a un lado de él—. Ya no insistas.
Tyler la siguió como un cachorrito de nuevo hasta el exterior. Katherine iría en el auto de la constructora con la documentación, para que la policía no colocase peros para movilizar las maquinas.
—¿Por qué no quieres salir conmigo? —preguntó Tyler.
Katherine se tocó y no llevaba las llaves, por lo que regresó.
—¿Te lo repito de nuevo? —preguntó Katherine al regresar a su oficina y él le dijo que sí—. Eres un hombre de cuarenta y ocho años, divorciado, que no le paga la manutención a su esposa embarazada, y con severos problemas de alcoholismo.
Tyler carraspeó la garganta. Era cierto todo lo que la mujer le dijo. Él estaba evadiendo los impuestos y la manutención de sus tres hijos, contando el que llevaba su ex esposa en el vientre. Apenas acababa de firmar los papeles del divorcio y el acoso hacía Katherine era tanto, que de no ser inofensivo, lo habría despedido.
—Solo bebo los fines de semana —dijo Tyler.
—Y también los días de semana —dijo Katherine cuando él la siguió de nuevo al exterior—. ¡Llegas ebrio al trabajo!
—Pero tengo buenos sentimientos.
Katherine sonó la alarma de la camioneta y abrió la puerta.
—Lo siento, Tyler, pero no p**o la insulina de mi hijo con buenos sentimientos —dijo subiendo al auto y cerrando la puerta.
Katherine no bajó el cristal y Tyler lo golpeó.
—Puedo ser un padre para Adam.
Katherine arrugó el entrecejo
—Ni siquiera su nombre te lo aprendiste, y así quieres casarte conmigo —dijo Katherine—. ¿Por qué mejor no vas a trabajar?
Katherine bajó un poco el cristal y Tyler apretó el borde.
—Dime que sí —imploró—. Seré un buen padre.
—Claro. No fuiste bueno con tus cuatro hijos, pero sí con el mío —dijo ella—. Es bastante convincente. Déjame pensarlo.
Eso le dio esperanzas a Tyler.
—¿En serio?
—¡Obvio no! —gritó ella—. Quita tu mano o te la cortaré, y no tienes un buen seguro médico para que la peguen de nuevo.
Tyler retrocedió cuando ella comenzó a subir el cristal.
—Adiós, Tyler —le dijo despidiéndose.
Katherine tenía que lidiar con esas propuestas cada día del año. Algunos lo dieron por sentado, y otros se esforzaron para que ella los aceptara. Katherine no se involucraba con los hombres de su trabajo, y menos cuando eran como Tyler. Casi todos estaban casados o divorciados sin la menor disposición afectiva. Conocía “mejores hombres” en el club, y eso era mucho decir.
Katherine llegó a salvo con la maquinaria al terreno donde fabricarían el centro comercial. Tenía alrededor de cincuenta mil metros cuadrados, y sería el más importante centro comercial da la región. Todos los permisos estaban en la carpeta que Katherine llevaba en el asiento junto a ella, y al cerrar la puerta del auto, soltó un suspiro. Podía caber un vecindario en ese lugar. Era el capricho de otro rico que adquirió todo el terreno para hacerse aún más rico. Los obreros le preguntaron a Katherine si comenzaban, y ella les dijo que rellenaran y emparejaran.
Así fue la siguiente hora hasta que uno de los camiones que solicitó que llegase en una semana, atracó en los espacios de descargue. Katherine preguntó qué sucedió, y le dijeron que Mark había pedido que lo moviesen. Katherine quiso llamar a Mark, pero el teléfono estaba ocupado, por lo que ella se ocupó.
—¿Qué traen?
—Madera —dijo el chofer.
Katherine le dijo que abrieran la puerta trasera. Necesitaba ver la mercancía. Habían pedido madera para las repisas y las bibliotecas de las oficinas. No querían madera para los umbrales ni para el área de la cocina. Todo sería metal de acero inoxidable. Cuando el hombre abrió la puerta, Katherine esperó que la luz golpeara el material, y de inmediato supo lo que era.
—¿Qué carajos es esto? —preguntó ella señalándolo.
El hombre que abrió la puerta la miró.
—Es la madera que pidieron.
—Yo pedí roble y caoba, y me enviaron multilaminado —dijo Katherine cuando se alzó para sujetar uno de los trozos de un metro que apenas pesaba un kilo—. ¡Esto no sirve!
Katherine arrojó el trozo de material atrás, y lo siguiente que escuchó fue el golpe seco contra alguien, un sonido de caída y un quejido de dolor. Katherine y los demás miraron hacia atrás, al hombre de traje oscuro que estaba tirado en el piso.
—¡Puta madre! —gritó el hombre al que la madera lo golpeó.
El golpe del material fue lo bastante fuerte y sorpresivo como para hacerlo caer al suelo de espaldas. Alguien se rio alto y otro le golpeó el estómago. Escucharon carraspeos de garganta y la voz de Katherine repitiendo malas palabras mientras el hombre se tocaba la frente; lugar donde el material lo golpeó.
—Mierda —gruñó Katherine entre dientes. Ella carraspeó su garganta, unió sus manos y miró a todos los que la observaban como si lo hubiese matado—. Por eso se debe usar un casco.
Katherine caminó hacia el hombre que continuaba retorciéndose en el suelo, con las piernas recogidas y ambas manos en su rostro. Junto a él había un tubo de planos y una carpeta que gracias a la ausencia de viento, no se fue de su lado.
—¡Tienes que usar un casco! —gritó Katherine cuando se acercó más al hombre—. Es la importancia de los cascos.
El hombre estaba sumamente adolorido y enojado.
—¡Lamento que no supiera que llovería madera! —gritó él.
Katherine apretó los dientes.
—No es madera —corrigió ella—. Es multilaminado.
—¡Me importa mierda! —gritó quejándose—. Casi me matas.
Katherine no podía enojarse porque ella fue la causante.
—Lo siento mucho —dijo ella cuando se inclinó sobre él y el cabello cayó sobre su hombro—. Yo… lo siento mucho.
El hombre se quitó las manos del rostro y lo primero que Katherine miró fue la herida en su frente, seguido de su nariz, sus labios y su barba. Por amor a Dios. ¿Qué tan probable sería?
Él abrió los ojos al sol y pestañeó. Veía borroso a la persona ante él, y cuando su visión se aclaró un poco, pudo ver el rostro de la mujer, en especial, ese ojo azul con la mancha de color marrón.
—Por todos los cielos —sollozó él—. Eres tú.
El aliento de Katherine se atoró en su pecho, y el del hombre brotó por su boca cuando de entre un millón setecientas mil personas en todo el jodido Manhattan, fuese ella quien intentase matarlo con un trozo de madera.
—Eres la bailarina de anoche —dijo él—. Eres mi gatita.