—No puedo creer que le quebraras dos dedos a tu marido con la puerta —declaró María Elizabeth, casi burlándose de una joven que no encontraba para nada graciosa la situación. Para evitarse escándalos, la rubia debió llamar a los otros involucrados en esa estafa de matrimonio para que le ayudaran, y su madre le había reprendido todo el camino al hospital privado por su inmadurez, hospital que estaba bien patrocinado por su familia y que harían gustosos todo lo que esa mujer de cabello grisáceo les pidiera. —Fue su culpa por intentar detener la puerta para que no se cerrara —argumentó la joven, rodando los ojos—. Si solo se hubiera ido como se lo pedí, otra cosa hubiera sido. Porque yo no quería hablar con él luego de sus acciones. —Ya te lo dije, Mariel —dijo la madre entre dientes—, c