—¿Hasta cuándo te vas a comportar de esa manera? —preguntó María Elena a su hija, que recibía de nuevo comida de sabrá el cielo dónde en la puerta de su casa—. No eres una niña, Mariel, ya no lo eres, así que deja tus berrinchitos.
—¿Crees que esto es un berrinchito, mamá? —cuestionó la joven, con el ceño fruncido—. No lo es, estoy evitando que mi cuenta contigo siga aumentando, porque ya estoy a ciegas, si dejo de deberte cosas, tal vez sea libre a los setenta años.
La mayor cerró los ojos y se talló las sienes con parsimonia.
Mariel no solo había dejado de comer lo que en su casa preparaban, también había rentado una habitación en un hotel para poderse ir a duchar sin gastarse el agua de su casa, y ni siquiera usaba luz en la habitación donde pasaba parte de la tarde y la noche, porque ni bien amanecía la joven se iba y no volvía hasta la hora de la cena, con comida de fuera o esperando que le llevaran lo que había ordenado.
—¿Sabes qué? Haz lo que se te pegue la gana, pero mañana no te pongas esas baratijas que llamas ropa y que recogiste de no sé qué basurero, porque vamos a comer con tu prometido, y no quiero que parezcas limosnera —informó Elizabeth y la rubia más joven no le dijo nada, solo subió a comer a una habitación casi oscura, porque de verdad que no quería usar nada de esa casa.
De su gusto no usaría ni la cama, pero sus padres la matarían si no dormía en casa, así que no le quedaba de otra.
Mariel se sentía atrapada, aun cuando sus grilletes estaban tan largos que podía ir y venir a todas partes; pero solo soportaba todo por esa ilusa idea de que en cinco años todo terminaría, y con suerte ella lograría tener algo que la respaldara para salir del yugo de sus padres.
Y, aunque ese pensamiento le ayudaba a soportarlo, no era ningún consuelo, porque cinco años no parecían tan poco tiempo, y los pasaría en el infierno, o al menos así era como ella lo sentía.
En la mañana, la joven de nuevo salió temprano de su casa, llegó a su habitación de hotel, comió algo, se bañó y salió a comprar algo de ropa, y también dejó que alguien más le arreglara el cabello y el rostro, porque si lo hacía sola, con las pocas ganas que tenía de ir al encuentro con su prometido, seguro no parecería vagabunda, sería un muerto mal arreglado.
La chica llegó a su cita, tan hermosa como a todos le gustaba verla, y sintiéndose terrible. Cuando bajó del taxi y vio el restaurante frente a ella, sintió ganas de llorar. Su destino era el único lugar al que no quería ir, porque era el paso decisivo para aceptar su horrible destino.
—¿Te castigaron el auto, princesa? —preguntó alguien cuya voz no reconoció en un primer momento, pero al hombre que vio definitivamente sí lo reconoció, y su estrés fue tal que incluso le tembló el parpado inferior del ojo derecho—. Escaparse de casa seguro molestó a tus padres, así que no me hubiera extrañado que vinieras con un modelo usado.
Mariel apretó los dientes. Ella odió la burla de ese hombre, al que estaba detestando porque, a ese punto, ya odiaba a todos los que se incluían en el plan de arruinarle la vida, incluyendo a sus padres, por supuesto.
Y, aunque la detestó, y lo detestó a él, también, la joven no dijo absolutamente nada, solo continuó su camino con el sujeto detrás de ella.
El camino parecía ser más largo de lo que Mariel hubiera deseado, y todo fue peor cuando en la entrada les indicaron que su reservación era en la terraza, así que debían subir cuatro pisos en elevador, que por supuesto compartieron. Sería tonto que uno subiera y el otro esperara a que el elevador volviera a bajar.
» Pensé que podríamos acostumbrarnos uno al otro si poníamos suficiente esfuerzo —declaró Mauro y Mariel ni le miró—, no contaba con que eras una niña caprichosa e inmadura. De haberlo sabido, ni siquiera habría accedido al compromiso.
—Pues si no te gusta, aún puedes dar marcha atrás —declaró la rubia, mirando al fin al hombre que soltaba un bufido tras escucharla—. Rompe el compromiso, yo te lo agradecería mucho.
—De verdad que eres una cría —soltó el hombre entre dientes y Mariel no dijo nada, ella se atragantó con sus palabras y con sus ganas de llorar, sobre todo cuando ese hombre hizo una última declaración antes de que el elevador se detuviera en el último piso de ese edificio—... el matrimonio va a ser horrible.
Mariel se lo había imaginado, pero, justo como él, había pensado que si ambos ponían de su parte podrían llegar a vivir bien.
Sin embargo, incluso ella se había sorprendido por lo inmadura que podía llegar a ser, porque sus emociones le ganaron a la racionalidad, echándolo todo a perder.
Mariel respiró profundo justo cuando la advertencia de puerta abriéndose sonó, y parpadeó un par de veces para que su frente se relajara un poco y no verse tan lamentable como se sentía en frente de su madre, pero lo que le esperaba en ese lugar había sido tremenda sorpresa para ella: una fiesta de compromiso a la que habían invitado a todos aquellos con quienes sus padres querían quedar bien.
El estómago de la joven se revolvió, al punto de que debió tragarse su propio vómito para no ensuciarse los zapatos, y su madre, anunciando con vítores y tambores que la pareja del siglo había llegado, solo empeoró su situación.
Del brazo de un prometido, que frente a todo el mundo le sonreía, en lugar de fulminarla con la mirada, como lo había hecho en el elevador, Mariel Pazcón Reyes saludó a todo el mundo, fingiendo que no quería salir corriendo de ese lugar, e intentando fingir que de verdad estaba emocionada con su futura boda.
Escuchando cómo todo el mundo les decía lo bien que se veían juntos, la joven solo sonreía algo incómoda, muchas veces ni siquiera pudo agradecer, porque desde sus entrañas hasta su garganta todo era un lío, y muchas cosas desagradables parecían querer salir de su boca en cuanto ella la abriera.
—¿Por qué no comes algo? —preguntó alguien, una señora robusta que había visto un par de veces con su madre, pero que en realidad no conocía—. Todo en este lugar es muy bueno. ¿Gustas que te pida algo?
—No, Susanita —dijo María Elena, que parecía estar respondiendo por todo lo que su hija no decía—. La tengo a pan y agua, porque con los nervios subió unos kilitos y al vestido de novia no le sientan nada bien.
Las dos mujeres se rieron y la amargura en el rostro de la joven ya no se pudo disimular, por eso rodó los ojos y caminó hasta el baño, en donde la alcanzó su madre y la reprendió por el mal trabajo que estaba haciendo fingiendo la emoción de una mujer a punto de casarse con el hombre de su vida.
La joven no dijo nada, se mojó las manos y un poco el cuello, entonces salió a seguir fingiendo que estaba todo bien y que ella estaba feliz, pero que no se le notaba mucho porque seguía sintiéndose nerviosa por el poco tiempo que quedaba para semejante evento, que sería, sin duda alguna, el más grande de la ciudad.
Mariel se sentía horrible por todo lo que pasaba, y con Mauro las cosas no eran tan diferentes, solo que, en lugar de molestarle la boda, a él le molestaba lo mucho que le molestaba la boda a su prometida.
El joven Mauro de la Mora estaba seguro de no ser un mal partido, así que no entendía por qué rayos esa joven se mostraba tan renuente a él, al punto de incluso escaparse de su casa y renunciar a todas las comodidades de ser una niña rica para no tener que casarse con él.
El castaño se sentía mal con eso, y le enojaba demasiado. Era tremendo golpe a su orgullo, tal vez por eso odió un poco a la chica con cara de pocos amigos que ni siquiera se esforzaba en sonreír, en responder felicitaciones o en ocultar el desagrado que él le producía.
Sin embargo, no había marcha atrás. El compromiso había sido anunciado, igual que el matrimonio, y ahora ellos pasarían por lo menos cinco años juntos, odiándose mutuamente; ella odiándolo a él por solo sabrá el cielo cuál razón, y él odiándola a ella porque ella lo odiaba.
Sí, definitivamente, su matrimonio sería un infierno, y ya ninguno de los dos tenían escapatoria.
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—No tienes idea de cuántas son las ganas que tengo de abofetearte, Mariel —declaró María Elizabeth en cuanto subieron al auto los tres: Mariel y sus padres—. Al menos debiste poner cara de idiota, así el mundo pensaría que era por inmadura que no sabías cómo actuar, pero todo el mundo estaba cuchicheando sobre si esto era real o no, porque parecía que te trajimos a la fuerza.
—Pero me trajiste a la fuerza —reclamó la joven en un tono de completa ironía—, y por supuesto que tenían que sospecharlo, madre, si es un matrimonio falso, para tus conveniencias.
—Ellos no lo notaron porque fuera falso —aseguró la mayor—, que, por cierto, no lo es. Te casarás con él genuinamente, legalmente, no fingirás casarte con él; pero, si todos están hablando, es por tu maldita actitud. ¿A qué viniste, Mariel?
—A complacerte, madre —respondió la rubia, mirando por la ventana para no tener que ver el colérico rostro de su madre, quien de verdad parecía estar a punto de abofetearla—, pero eso no me sale ya.
—Escúchame bien, Mariel Pazcón —pidió Elizabeth, con la voz fuerte y firme—. Esta es la última vez que me haces un circo, y también es la última vez que te lo advierto. Si sigues con esa actitud, haré que te revoquen los títulos, y de todas formas te casarás y terminarás haciendo lo que pido, pero sin ser la profesional que presumes tanto, cariño.
Mariel no pudo responder, su garganta estaba tan cerrada que no dejaba paso al aire, mucho menos a las súplicas que se moría por hacer.
Muchos podrían pensar que no, pero el dinero era capaz de lograr casi todo en la vida, sobre todo cosas malas y, si alguien lo sabía bien, esa era, sin duda alguna, María Elena Reyes, que gracias a todo su dinero jamás recibía un no por respuesta, y su hija no sería la excepción.