—¡¿Qué demonios ocurre contigo?! —preguntó Elizabeth, furiosa, luego de haber empujado a Mariel dentro de esa habitación de hotel, en que su hija se había estado hospedando y en donde la habían encontrado recién, para no hacer un escándalo en público—. ¡¿Qué rayos tienes en la cabeza?!
Mariel, que seguía sin comprender su situación, no sabía qué debía responder porque, para empezar, para ella no era tan abominable lo que había hecho como parecía estarlo considerando su madre.
—No, madre, ¿qué es lo que pasa contigo? —cuestionó la joven luego de un rato de ver en silencio a sus dos padres, ambos mirándola como energúmenos—. ¿Cuál es tu necesidad de arruinarme la vida, que tienes que venir a buscarme así, como si yo fuera un reo que escapó de prisión? Yo no he cometido ningún crimen en tu contra, merezco ser libre y decidir por mí lo que hago o no.
María Elizabeth, luego de escuchar la comparativa de su hija, no pudo evitar reír llena de sorna. Esa escuincla le estaba sacando de quicio, al punto de que se arrepentía como nada de haberla perdido de vista por tantos años mientras ella estudió la universidad en el extranjero.
» Solo déjame tranquila —pidió la joven, desganada y algo cansada, porque, luego de que sus padres la encontraran, la tensión con que estuvo esas semanas por miedo a ser encontrada se había convertido en agotamiento—, ni siquiera quiero nada de ustedes, puedo mantenerme por mí misma ahora.
—¿Estás loca? —preguntó la mayor entre dientes, acercándose tanto a su hija que la hizo temblar mientras se robaba el aire de sus pulmones—. Dices que no eres un criminal, pero una ingrata malagradecida de todo lo que sus padres se esforzaron por ella debería ser llamada así ante la sociedad.
La que rio ahora fue Mariel, que sabía bien por dónde iban a ir los tiros si es que ella estaba atreviéndose a llamarla mala hija solo porque no quería casarse con alguien que no amaba porque era beneficioso para su padre.
—Yo no estoy loca —aseguró la joven tras reír con amargura—, es normal no querer casarse con un desconocido, sobre todo cuando ese desconocido no me hará feliz.
—¿Cómo sabes que no te hará feliz? —preguntó la de cabello cenizo, burlándose de la inocencia de una joven que definitivamente una niña ya no era, como para seguir aspirando a tener un cuento de hadas como vida para vivir feliz para siempre—. Él te puede dar absolutamente todo, es asquerosamente rico.
—Mamá, ¿de verdad crees que el dinero me va a hacer feliz? —preguntó la joven, indignada—. Qué poco me conoces.
—Entonces, ¿qué quieres, Mariel? —cuestionó María Elizabeth con la poca paciencia que le quedaba—. ¿Quieres que aparezca un príncipe en un caballo, que juntos venzan a no sé que ogro y luego se enamoren y se casen para ser felices para siempre, salvando enanos pobres? Por favor, madura, hija.
Mariel se rio para no llorar, porque las palabras de su madre le hacían sentir pena por ella.
—Lo que quiero es trabajar —explicó la joven y su madre bufó con desgano—. Quiero que todo el tiempo que pasé estudiando valga la pena, quiero administrar un empleo, no mi casa, quiero demostrar la profesionista en que me he convertido luego de tanto esfuerzo. Eso quiero, madre, no casarme y ser un ama de casa que respalda su marido mientras todos la ven como la sombra de un gran hombre.
—Quieres demasiado, cariño —explicó la mayor, burlona—. No eres una profesional, ni siquiera tienes un empleo que administrar, y si no regresas a la casa y haces lo que te estoy ordenando, jamás vas a tener nada parecido a lo que sueñas.
—Mamá, por favor —pidió suplicante la joven—. Es indignante que quieras que me case con él solo porque tiene dinero. ¿Qué piensas que soy? ¿Acaso crees que no tengo un orgullo?
—No, no lo tienes —respondió Elizabeth, mostrándose cada vez más seria y firme—... o al menos no deberías tenerlo, pero, si es que mientras te convertías en esa profesionista que mencionas ser te conseguiste algo así, lo desechas, cariño, porque tu “orgullo” no sirve para nada más que para darnos problemas.
Mariel miró a su madre como si de verdad no la entendiera, como si ella hablara un idioma que se le dificultaba comprender, por eso no lograban salir de acuerdo, porque ambas parecían creer que tenían la razón y no podía ser así.
» Mariel, por favor entiende que esto es una tontería —pidió Elizabeth en un tono que para nada parecía suplicante—. Niña, ¿de verdad crees que luego de crecer solo puedes irte como si nada? ¿En serio piensas que, luego de que te dimos todo, puedes irte solo porque ya no nos necesitas? ¿Dónde está tu agradecimiento? Cariño, te toca corresponder por todo lo que de nosotros obtuviste.
—¿De qué estás hablando? —preguntó la joven, con el ceño fruncido, y de verdad consternada por lo que escuchaba—. Soy tu hija, no tu becaria. No tengo que devolverte lo que me diste, al menos no de la manera en que lo estás exigiendo.
—Mariel, es porque eres mi hija que lo harás como lo estoy pidiendo —declaró la mayor—. Nos debes todo, y no teníamos intención de cobrártelo, porque pensamos que nos amarías lo suficiente como para ser agradecida por tu propia cuenta.
Ante las palabras de su madre, la joven rubia se echó a reír desaforadamente, hasta quedarse sin aire. No se podía creer que su madre siguiera diciendo que, por agradecimiento a todo lo que fue obligación de sus padres darle, ellos pudieran disponer de su vida ahora a ton ni son.
—Madre, ¿qué piensas que son los hijos? —preguntó la joven luego de reír y terminar en serio furiosa.
—No sé los de los demás, pero tú serás lo que yo quiera que seas, solo porque eres mi hija, porque te parí, te alimenté, te eduqué y te di mucho más de lo que necesitabas para una buena vida —resolvió María Elizabeth Reyes, en un tono que le sugería a la otra, por su propio bien, no alegar más.
Pero dejar de alegar sería igual que rendirse, por eso Mariel decidió seguir negándose, eso fue hasta que su padre abrió la boca, rompiendo el corazón de la chica.
—Mariel, por favor —pidió el hombre antes de que su hija dijera nada más—, deja decepcionarme y trae todas tus cosas.
Con esas pocas palabras, el cuerpo de la joven tembló, y ya no era de rabia; era como si una dolorosa corriente eléctrica le estuviera recorriendo las venas.
Por alguna razón, su padre siempre había sido alguien a quien admiró, y de quien siempre obtuvo elogios, aunque no los buscó, por eso pensó que al verla tan renuente a un matrimonio que no la haría feliz le apoyaría; ella de verdad nunca pensó que él se sentiría decepcionado de ella por verla luchar por sus derechos.
—Es la última vez que lo pido por las buenas, Mariel —declaró la madre de esa joven—. Haz lo que se te está ordenando, con buena cara, porque si crees que soy una mala madre solo porque te estoy obligando a casarte con alguien por cinco años, déjame decirte que estás totalmente equivocada. No me conoces de mala madre, Mariel, y no te va a gustar conocerme así.
—¿De verdad no te interesa mi felicidad? —cuestionó Mariel, muy destrozada.
—No —respondió tajante María Elizabeth—. Ni tu felicidad ni tus estúpidos sueños de liberación femenil, lo que sea, son de mi interés. A mí me interesa que sigas siendo la buena hija que eduqué, la que ama a sus padres y les retribuye todo lo que hicieron por ella haciendo lo que es mejor para ellos. Eso es lo único que me interesa.
Mariel no dijo más, y a su padre ni siquiera recurrió, temía ser lastimada mucho más de lo que ya había sido, porque estaba segura de que no lograría soportar escuchar algo malo de su parte, no de nuevo.
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Llegó a una casa que se había imaginado no pisaría nunca, caminó hasta su habitación y se metió en la cama sin decir nada, sin escuchar a su madre que le decía montón de cosas que bien sabía, porque su vida estaba plagada de reglas qué cumplir.
Pero Mariel no tenía la fuerza para tomar el té con ella y sus amigas a media tarde o de cenar viendo a una madre que le molestaba y padre que le dolía tanto y tal vez a alguna de esas importantes personas con que ellos se codeaban.
Y todo fue peor cuando, de la empresa en que tanto tiempo había estado trabajando, recibió un depósito de finalización de contrato y le enviaron un correo para agradecer el tiempo que trabajó para ellos, explicando que no requerirían de nuevo de sus servicios en el futuro.
Mariel no pudo evitar pensar que eso no era una simple coincidencia, y ya ni siquiera quería preguntarse cómo era que sus padres habían incluso dado con ese trabajo en que tan bien le iba, mucho menos saber cómo rayos la habían encontrado, porque las respuestas, en ese punto, no servían para nada.
Ella ya no tenía las fuerzas ni de imaginarse un futuro mejor, porque seguro sus planes serían ofuscados por sus padres con tal de obtener de ella lo que querían. Era seguro que no podría encontrar un trabajo, tal como no había podido conseguir una casa.
La joven lloró hasta quedarse dormida, encerrada en una habitación a la que nadie llamó, porque María Elizabeth pensó que ella necesitaba tiempo para tranquilizarse y darse cuenta de qué estaba mal, así que pidió a todo el mundo que se lo dieran. Ya saldría ella por su cuenta a buscar de comer, porque un capricho se pasa rápido, el hambre no, y esa duele.