—Hiciste mucho escándalo porque decidí tu vida y al final terminaste justo como yo lo quería —rezongó María Elizabeth tras escuchar a su hija decir que estaba considerando aceptar el matrimonio con Mauro de la Mora.
Y es que, luego de mucho pensarlo, Mariel pensó que tal vez no sería tan malo pasar un tiempo fingiendo ser la esposa de ese hombre si eso le daría experiencia laboral y armas para hacer una vida después de su divorcio, una vida lejos de sus padres, por supuesto.
—Solo lo estoy considerando —aclaró la joven, terminando de ponerse los zapatos para salir.
Su madre había entrado a su habitación temprano para convencerla de que lo mejor era aceptar el compromiso y casarse con Mauro de la Mora, y la chica, solo por finalizar la charla, había declarado que lo estaba considerando; aunque, cuando vio a su madre ufanándose, se arrepintió un poco de haberlo dicho.
—Pues concreta, cariño, porque cinco meses no es tanto tiempo, y la fecha de la boda es entonces —informó la mayor y la joven giró el rostro entre sorprendida y aterrada.
—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó Mariel—. ¿Acaso estás loca? ¿Cinco meses? ¿Qué vas a hacer si digo que no?
—Cielo, no me vas a decir que no —declaró la mujer de ojos miel y cabello cenizo—. No te voy a dejar decirme que no, ni a él.
Mariel miró consternada a su madre, no entendía a qué punto debía ser usada por ella para que esa mujer estuviera contenta.
—No tienes idea las veces que he deseado no ser parte de esta familia, madre —declaró con amargura la más joven—. Siempre he pensado que hubiera sido bueno tener una madre y un padre que sí me quisieran, en lugar de unos que se la pasaran buscando oportunidades para hacerme de utilidad.
—Nosotros te queremos —aseguró Elizabeth, con seriedad.
—Sí, porque les soy útil —señaló Mariel—, lo sé, y por eso muchos años temí hacer lo que tú no querías, porque sabía bien que si te defraudaba me dejarías de querer, y siempre pensé que, sin tu malsano cariño, que alimentaba mi desnutrido ego, no podría vivir.
—¿Me estás reclamando? —preguntó la madre de una chica al borde del llanto, una madre sin ápice de arrepentimiento en el rostro—. Todo lo que he hecho por ti es porque era lo mejor para ti. La boda también es por tu bien.
—No, madre —refutó la joven—. La boda, como todo lo de antes, es por tu bien y el de la imagen de tu familia.
» Nunca has hecho nada por mí, mamá —aseguró la rubia—, todo siempre ha sido por tus conveniencias. Es más, yo estoy segura de que, si no fuera bueno para tu imagen que yo me viera sana, te habrías olvidado de alimentarme.
Dicho eso, Mariel dejó su habitación sintiendo como pedazos de su corazón se iban quedando en el camino.
Todo lo que había dicho era la verdad. Ella lo había notado siempre, que su madre la quería más cuando servía para hacerla quedar bien con los demás, y también experimentó su frialdad cuando se equivocó y la avergonzó ante los otros.
Sin embargo, siendo una niña que no podía valerse por sí misma, que estaba aprendiendo que su valor como persona dependía de lo útil que le llegara a ser a sus padres, no podía ser su propio soporte emocional; ahora tal vez sí.
Y, pensando en ello, Mariel dejó su casa con tan solo lo que traía en la bolsa, y transfirió algo de dinero a una cuenta que sus padres no sabían que tenía.
La rubia de ojos miel siempre se había sentido mal siendo parte de esa familia así que, desde adolescente, cuando comenzó a sentir que ya no lo soportaría más, se había planteado un montón de veces escapar de casa.
Ahora sí lo haría, y se gastaría primero lo que había en la tarjeta que le habían dado sus padres, eso hasta que le congelaran la cuenta, luego de ello su respaldo serían los ahorros que se habían estado acumulando cada vez que intentaba huir y transfería un poco a esa cuenta, pero nunca antes logró tener el valor para hacerlo. Esta vez no se arrepentiría.
Mariel Pazcón se fue esa mañana de casa para no regresar en muchos días, y eso preocupó a María Elizabeth Reyes, quien debió comenzar a cancelar citas para entregar invitaciones con la excusa de su hija enferma, cuando la realidad era que ni siquiera sabía dónde estaba.
Luego de algunas semanas, cancelarle la tarjeta no pareció tener efecto, y a la pareja Pazcón Reyes les comenzaba a preocupar en serio que ella no apareciera, porque Mariel ni siquiera les respondía al teléfono.
Mariel, por su parte, seguía trabajando en línea para una empresa extranjera con quien había estado trabajando desde que estudiaba en la universidad, así que no necesitaba preocuparse por nada más que no ser encontrada por sus padres.
Si ellos querían una muñeca que cumpliera todos sus caprichos, tendrían que dejar de contar con ella y pagarle a alguien más, porque ella ya no los necesitaba para ser sostenida económicamente, así que no permitiría que le mangonearan ni una sola vez más.
Lo único que la chica necesitaba para comenzar la búsqueda de un nuevo empleo, que fuera más seguro que esos trabajos ocasionales por los que la contactaba su empresa, era establecerse en un lugar propio, pues desde donde estaba aún sentía que pendía de un hilo.
Mariel se estiró, recargándose por completo en una silla en la que tenía horas apoyando solo el trasero —pues su torso estaba recargándose al escritorio donde tenía la computadora—; y cerró los ojos sintiéndolos llorar por lo cansados que estaban de estar fijos en la pantalla.
Su espalda crujió, igual que la silla en que se movió, y decidió que había hecho suficiente trabajo por el día cuando su estómago hizo ruido recordándole que, a pesar de que pasaban las dos de la tarde, seguía con tan solo una taza de café en el estómago.
La joven guardó su trabajo, envió un correo y luego apagó su computadora para poder dejar su habitación de hotel e ir a desayunar a algún lugar; eso después de descansar un poco la vista.
Mariel se estaba quedando en un hotel, aunque ya había conseguido un departamento, pero los muebles que quería tardarían dos días en ser entregados.
Ya que comenzaba con su vida como independiente, la joven quería que todo fuera parecido a lo que había soñado, al menos tanto como cupiera en sus posibilidades, sobre todo las económicas.
A decir verdad, ella había decidido irse a vivir sola tras amueblar por completo un departamento, pero eso sería meses después de volver a su país, ya que contara con un empleo estable; sin embargo, las cosas debieron apresurarse y ahora viviría en un departamento que sí, le gustaba, pero que no era con el que siempre había soñado, además de que tendría mucho menos mobiliario del que le gustaría.
Mariel ni siquiera había comprado una recamara o una sala, solo había comprado la base de la cama, el colchón, estufa, refrigerador, microondas, lavadora, un desayunador para dos personas, un escritorio, una silla de oficina y un sofá reclinable; del resto se ocuparía al paso del tiempo.
Ropa se había comprado en una tienda cualquiera, entendiendo que usar ropa de marca sería un lujo que debía posponer hasta que ganara estabilidad, pues por irse de improviso no se había llevado absolutamente nada de sus pertenencias personales.
Mariel estaba iniciando de cero, pero no le molestaba, pues sabía que tenía los talentos para salir de ese punto de partida y llegar mucho muy lejos.
¿La ciudad? Era la misma, pero los lugares que comenzó a frecuentar eran lugares a los que nadie, de las personas que la conocían, irían, así que no necesitaba preocuparse porque alguien la reconociera y la delatara. Con ese pensamiento, Mariel caminó con confianza por un mundo nuevo y diferente al que siempre conoció.
Era curioso cómo las clases sociales cambiaban absolutamente todo. Era raro, también, porque siempre pensó que esas diferencias eran parte de estereotipos sociales antiguos; y la realidad era que, a pesar de que caminaban las mismas calles, cada clase veía un mundo diferente, basado en sus posibilidades económicas.
La joven de cabello rubio y ojos miel, a pesar de haber nacido en cuna de oro, sería ahora de clase media, y la verdad era que estaba bastante conforme. Ella no necesitaba lujos, pues su esfuerzo lograría que todo estuviera bien para ella y vivir bien, sin necesidades.
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—Buenos días —saludó Mariel, llegando al edificio de departamentos donde se ubicaba el que ella había comprado, o casi, pues había pagado la mitad como enganche y pagaría el resto en mensualidades.
Esa mañana comenzaría a ocupar el lugar, y había ido a recibir los muebles que había encargado casi dos semanas atrás.
La persona con quien había tratado le miró sospechosamente cuando la vio llegar, y Mariel se sacó un poco de onda, pero pensó que no era cosa suya hasta que el hombre se disculpó con ella.
—Lamento que haya tenido que venir para nada —dijo el hombre, extendiéndole un folder con su contrato de compraventa, un contrato de cancelación y dos cheques, uno por el total que había pagado ella y el otro a cuenta del incumplimiento de contrato por parte de la inmobiliaria—. No puedo venderle ese departamento.
Mariel le miró extrañada, mirando montón de hojas en sus manos que ni siquiera podía leer, pues, al parecer, su cabeza había dejado de funcionar tras escuchar algo completamente sin sentido.
—¿Por qué? —preguntó la joven, sin apartar la mirada de su contrato cancelado y el de la cancelación que ella debía de firmar—. Dijiste...
—Sé lo que dije, y de verdad me disculpo por ello, pero de verdad no le puedo vender un departamento —explicó el agente de bienes raíces que en su trato anterior la hubiera tratado tan amablemente.
—¿Un departamento? ¿Eso significa que no puedes venderme ningún departamento? —cuestionó la rubia y el hombre asintió de verdad apenado—. ¿Por qué?
—No puedo darle esa información —explicó el hombre—, son órdenes de arriba.
Mariel cerró los ojos, cansada y resoplando el aire que había estado contenido en sus pulmones desde que el hombre se disculpó con ella.
Mariel estaba casi segura que todo era cosa de sus padres, o eso pensó hasta que, a lo lejos, detrás del vitral de la constructora, pudo ver al prometido con quien no se quería casar.
—Supongo que no puede evitarse —dijo la chica y se fue, pues ella no era rival para ese sujeto, que seguro también estaba respaldado por los propios padres de la rubia de ojos miel.
Lo que siguió a esa cancelación fue peor, pues le tocó solicitar la cancelación de la compra de los muebles que ya había pedido y que ya no tenía donde meter.
Cada inmobiliaria que visitaba era otra que se mostraba indispuesta a venderle algo luego de que decía su nombre, así que no le quedaba más que seguir rezando porque no la sacaran del hotel en que se estaba quedando.
Mariel suspiró con cansancio, dejándose caer en la cama de su habitación de hotel cuando llegó a él tras no lograr siquiera arrendar algún sitio.
Ella no se había imaginado el alcance que tendrían las influencias de ese hombre, y le molestaba sobremanera.
Su siguiente opción sería dejar el país, pero, más tarde, cuando quiso ir a cenar y vio a sus padres de pie afuera de su habitación de hotel, supo que eso tampoco sería algo que podría hacer.