Corre

1788 Words
Son cuatro tipos los que se acercan a nosotros, Felipe me toma de la mano y me cubre con su cuerpo, yo simplemente camino, pero se ven drogados, sucios y peligrosos, y nos rodean, son cuatro tipos y uno de ellos me acaricia con el dedo mientras pregunta: ¿qué hacemos con ella? —Danos todo lo que tengan—exige el líder de la banda.—Denos todas sus cosas, quítese la ropa. —Nadie se va a quitar nada, ahí tienes suficiente dinero—dice Felipe mientras les entrega su billetera y su celular. Él, con toda la tranquilidad del mundo, entrega sus cosas y yo intento buscar una salida, porque a mí me costó. Este bolso me costó quinientos dólares y me pareció una exageración en el momento. Es un regalo de mí para mí y el teléfono me lo está descontando Madison del salario, unos sesenta dólares al mes, y los aretes, las joyas que está pidiendo este vago que con costo se ha bañado en un mes, me los regaló Raúl y no tengo idea de lo que cuestan, pero son míos y el dinero... El dinero en mi bolsa, lo trabajé yo, yo pagué por esto, es mío y por más que insistan los cinco hombres a mí alrededor en que entregue las cosas, ya no puedo. —Mina, dales las cosas —insiste Felipe. —Todo va a estar bien. —Uno de ellos le da un puñetazo a Felipe y yo grito horrorizada. —Apúrate, perra, o lo siguiente es que matamos al noviecito y te follamos a ti. Estoy tan asustada que estiro mi mano para entregarles la bolsa y el hombre la jala, dejándome sin nada de inmediato. Uno de ellos me quita los aretes y el otro arranca mi cadena, yo solo lloro y ellos... no sé qué es lo que me pasa, pero me quedo congelada, no puedo hablar, siento la garganta seca y las manos sudorosas, lo único que escucho son los latidos de mi corazón, me cuesta respirar demasiado. —Mina, dales las cosas —miro a Felipe y este asiente con la cabeza. A uno de nuestros asaltantes, el cual saca una cuchilla y se dirige hacia mí. No es la primera vez que me asaltan, pero lo que más me impresiona es pensar en la de veces que fui yo la que arriesgaba la vida de alguien por estar drogada y me daba igual. Uno de los hombres intenta quitarme la bolsa, forcejeamos, mientras Felipe insiste en que suelte la bolsa, otro de sus cómplices amenaza con apuñalarme y Felipe le suelta una patada, tras otra, lanza un par de puñetazos a otro y golpea con la frente al tercero. Yo le ayudo empujando al cuarto contra la banqueta y mi amigo me toma de la mano y me jala con él. —Corre, Mina, corre —dice Felipe. Él me toma del brazo, me jala, a pesar de que me cuesta mover las piernas, pero cuando veo a aquel que empujé tirado levantarse del suelo me apresuro. Yo le sigo el paso asombrada por todo lo que acaba de pasar a Felipe, y lo veo correr detrás de nosotros, Mainvillage puede resultar peligroso si deambulas solo por la noche. Uno de mis pies se tuerce y milagrosamente vemos un carro de policía, Felipe se tira al frente para que nos ayuden y regresa a intentar recogerme del suelo. Hemos estado frente a una situación que pudo resultar catastrófica, la policía interviene y mi amigo pide refuerzos y una ambulancia, yo insisto en que estoy bien, pero él insiste en ir a la delegación a presentar la denuncia y sobre todo llevarme al hospital. Yo me niego por completo a lo último y Felipe parece no escuchar, y hace las cosas a su modo, dos de los delincuentes han logrado escapar y estos dos que van en la patrulla frente a nosotros no parecen poder siquiera recordar sus nombres. De todas maneras, ponemos la denuncia, porque según Felipe. Las 48 horas en que estarán encarcelados salvamos la vida de alguien más, incluida la de ellos. Un auto está esperándonos una hora más tarde frente a la estación. Felipe me ayuda a subir y me presenta a Carlos, su chofer. Él nos pregunta cómo estamos, si nos han hecho daño. —No. —Sí, vamos al hospital —indica Felipe. —Ni ha sido nada, con hielo se pasa. —Que te hagan un tac o una radiografía, lo que sea mejor. Felipe continúa hablando con quien parece ser su abogado y exige que los jóvenes vayan a rehabilitación. —No quiero una sentencia, ni que me devuelvan el celular, quiero que se limpien. Si en un mes recaen, es cosa de ellos. Si pueden encontrar a los otros, mejor —responde. —Gracias. Felipe me rodea con su brazo y veo sus nudillos, están muy rojos y un par de ellos abiertos, nos miramos y me disculpo. —No pasa nada, Mina. Todos reaccionamos diferente ante el miedo. —Lo sé, pero lo hice todo mal, pudieron habernos matado. —No pasó nada. —Si no hubiese estado la policía, te hubiesen asesinado por mi culpa. —No, no pasó nada y todo lo que te quitaron voy a reponerlo, tranquila. Fue mi idea ir caminando. Casa, nunca tengo esa oportunidad. —No lo necesito, solo... perdón —Felipe me obliga a mirarle a los ojos y me asegura que no pasa nada, que solo fue un susto. Llegamos al hospital y Felipe me ayuda a bajar. Me lleva cargada a una de las sillas de ruedas y exige atención inmediata, le pido que se tranquilice y veo mi pie todo morado, es que del susto no pude percibir todo el daño que había hecho a mi pie, ni el dolor, pero en cuanto lo veo con la luz, quiero gritar. Los médicos vienen a atenderme un poco después y aseguran con solo verlo que parece un esguince. Hablan de cirugía por un pie y yo insisto fuertemente en mi hielo. —Ya me quiero ir —aseguro y Felipe me toma de la mano, me obliga a regresar a la cama, yo le insisto en que mi pie no está tan grave. —La radiografía. Nada de cirugía —insisto. —Hielo, solo hielo. —Por ahora, solo hielo —dice el médico y señala una pelota gigante que se me hace en el tobillo. A la enfermera solo le falta amarrarme a la silla, le prometo que no me voy a escapar y Felipe decide que a donde yo voy, él va. Le doy las gracias a mi amigo y él entrelaza sus dedos con los míos. Me acompaña por un ultrasonido y me realizan una radiografía, finalmente me ofrecen medicamentos nuevamente y me niego. —Eso debe doler como puta, ¿segura que no quieres nada? —pregunta Felipe. —No puedo... no puedo usar fármacos. —Si no quieres tramadol, puedo darte un ibuprofeno. Tienes un esguince grado II, es muy doloroso —explica la enfermera y niego con la cabeza. —No puedo. —¿Acetaminofén como mínimo, Mina? —No puedo. Estoy sobria de… no puedo. —Felipe me mira apenado y le dice a la enfermera que estaremos bien con una compresa de hielo. Le tomo de la mano y cuando se van las enfermeras y los doctores reconozco que yo fui una de ellos, asustada porque necesitaba más drogas, ya que necesitaba pagarle al camello o simplemente porque necesitaba volver a comer algo. —Lo siento, de verdad. —Mina, las drogas son una enfermedad, no pasa nada, hiciste el trabajo, saliste de ello —le asegura el médico. —Yo... —¿Sabes? Hay mucho valor en recuperarse, en decir que no incluso cuando el pie se te ve así. —Gracias. —¿Te apetece algo de la máquina dispensadora? —Bueno, me gustaría un café, obvio y un pastel de chocolate —me río y él me da un beso en la frente, luego va por las cosas que le pedí, cierro un poco los ojos mientras intento no llorar. Me duele demasiado, me duele con el alma, esta cochinada duele más que cuando mi útero decide revelarse en contra del universo porque no le he dado un bebé. Escucho a Brenda furiosa. Al principio creo que estoy confundida, después me queda más claro cuando escucho “soy su contacto de emergencia, estoy enlistada como familia y no necesito horario de visitas ni información de segunda mano. Exijo verla en este momento” estoy segura de que ella hubiese tenido gran éxito de abogada, mucho más que de química. Solo ella puede amenazar al personal del hospital. —¡¿Dónde está?! —grita furiosa. —Quiero verla ahora mismo. Salgo y agito mi mano hacia ella. —Dios mío, pensé que te habían matado. Felipe regresa con los cafés y con el pastel de chocolate. Yo sonrío y él me pregunta por qué estoy de pie. —¿Es tu cliente? —me pregunta y señala a Felipe. —¿Usted le pegó? —No. Nos asaltaron. —¿Dónde estabas? —pregunta Brenda. —De camino a su casa, siete de la noche, todo normal y aparecieron unos tipos. Felipe me ayudó y tratando de huir me tropecé como tres veces y me desguincé. ¿Algo más, mamá? —Bueno, aquí que llaman para asustar a la gente, me dijeron que estabas grave y eras víctima de asalto. —No sé a quién se le ocurrió llamarte. —Le aseguro. —Eres peligrosa. —Yo pensé que querías a la familia, en tu registro dice “hermana” y pedí que la llamaran. —comenta Felipe y las dos lo miramos, Brenda un poco más relajada como su se diera cuenta de que es todo inofensivo. —¿No puedo ser su hermana porque no soy blanca? —Brenda, qué necia. —Felipe se ríe y yo me contagio. —¿Tienes ganas de pleito? Ven, siéntate, Felipe es mi amigo, me ha salvado de los malos. —Pensé que estabas muerta —Sé que no es la primera vez que la llaman con una noticia de estas, le doy un abrazo y un beso. — Perdón —le dice a Felipe.—Soy Brenda y soy mucho más educada y normal que esto. —Ven, toma asiento. —La invita Felipe. —Compré dos pasteles de chocolate porque no sabía si te gustaba el relleno de dulce de leche o con extra chocolate, y el café tampoco sabía con o sin leche. Así que hay suficiente para todos.
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