Emma no regateó esfuerzos para conseguir que su padre se mantuviera en
este estado de ánimo, y confiaba, con la ayuda del chaquete, lograr que pasara
tolerablemente bien la velada, sin que le asaltaran más pesares que los suyos
propios. Se puso la tabla del chaquete; pero inmediatamente entró una visita que
lo hizo innecesario.
El señor Knightley, hombre de muy buen criterio, de unos treinta y siete o
treinta y ocho años, no sólo era un viejo e íntimo amigo de la familia, sino que
también se hallaba particularmente relacionado con ella por ser hermano mayor
del marido de Isabella. Vivía aproximadamente a una milla de distancia de
Highbury, les visitaba con frecuencia y era siempre bien recibido, y esta vez
mejor recibido que de costumbre, ya que traía nuevas recientes de sus mutuos
parientes de Londres. Después de varios días de ausencia, había vuelto poco
después de la hora de cenar, y había ido a Hartfield para decirles que todo
marchaba bien en la plaza de Brunswick. Ésta fue una feliz circunstancia que
animó al señor Woodhouse por cierto tiempo. El señor Knightley era un hombre
alegre, que siempre le levantaba los ánimos; y sus numerosas preguntas acerca
de «la pobre Isabella» y sus hijos fueron contestadas a plena satisfacción.
Cuando hubo terminado, el señor Woodhouse, agradecido, comentó:
-Señor Knightley, ha sido usted muy amable al salir de su casa tan tarde y
venir a visitarnos. ¿No le habrá sentado mal salir a esta hora?
-No, no, en absoluto. Hace una noche espléndida, y con una hermosa luna; y
tan templada que incluso tengo que apartarme del fuego de la chimenea.
-Pero debe de haberla encontrado muy húmeda y con mucho barro en el
camino. Confío en que no se habrá resfriado.
-¿Barro? Mire mis zapatos. Ni una mota de polvo.
-¡Vaya! Pues me deja muy sorprendido, porque por aquí hemos tenido muchas
lluvias. Mientras desayunábamos estuvo lloviendo de un modo terrible durante
media hora. Yo quería que aplazaran la boda.
-A propósito... Todavía no le he dado a usted la enhorabuena. Creo que me
doy cuenta de la clase de alegría que los dos deben de sentir, y por eso no he
tenido prisa en felicitarles; pero espero que todo haya pasado sin más
complicaciones. ¿Qué tal se encuentran? ¿Quién ha llorado más?
-¡Ay! ¡Pobre señorita Taylor! ¡Qué pena!
-Si me permite, sería mejor decir pobre señor y señorita Woodhouse; pero lo
que no me es posible decir es «pobre señorita Taylor». Yo les aprecio mucho a
usted y a Emma; pero cuando se trata de una cuestión de dependencia o
independencia... Sin ninguna duda, tiene que ser preferible no tener que
complacer más que a una sola persona en vez de dos.
-Sobre todo cuando una de esas dos personas es muy antojadiza y fastidiosa -
dijo Emma bromeando-; ya sé que esto es lo que está pensando... y que sin
duda es lo que diría si no estuviera delante mi padre.
-Lo cierto, querida, es que creo que esto es la pura verdad -dijo el señor
Woodhouse suspirando-; temo que a veces soy muy antojadizo y fastidioso.
-¡Papá querido! ¡No vas a pensar que me refería a ti, o que el señor Knightley
te aludía! ¡A quién se le ocurre semejante cosa! ¡Oh, no! Yo me refería a mí
misma. Ya sabes que al señor Knightley le gusta sacar a relucir defectos míos. en broma... todo es en broma. Siempre nos decimos mutuamente todo lo que
queremos.
Efectivamente, el señor Knightley era una de las pocas personas que podía ver
defectos en Emma Woodhouse, y la única que le hablaba de ellos; y aunque eso
a Emma no le era muy grato, sabía que a su padre aún se lo era mucho menos,
y que le costaba mucho llegar a sospechar que hubiera alguien que no la
considerase perfecta.
-Emma sabe que yo nunca la adulo -dijo el señor Knightley-, pero no me refería
a nadie en concreto. La señorita Taylor estaba acostumbrada a tener que
complacer a dos personas; ahora no tendrá que complacer más que a una. Por
lo tanto hay más posibilidades de que salga ganando con el cambio.
-Bueno -dijo Emma, deseosa de cambiar de conversación-, usted quiere que le
hablemos de la boda, y yo lo haré con mucho gusto, porque todos nos portamos
admirablemente. Todo el mundo fue puntual, todo el mundo lucía las mejores
galas... No se vio ni una sola lágrima, y apenas alguna cara larga. ¡Oh, no!
Todos sabíamos que íbamos a vivir sólo a media milla de distancia, y estábamos
seguros de vernos todos los días.
-Mi querida Emma lo sobrelleva todo muy bien -dijo su padre-; pero, señor
Knightley, la verdad es que ha sentido mucho perder a la pobre señorita Taylor,
y estoy seguro de que la echará de menos más de lo que se cree.
Emma volvió la cabeza dividida entre lágrimas y sonrisas.
-Es imposible que Emma no eche de menos a una compañera así -dijo el
señor Knightley-. No la apreciaríamos como la apreciamos si supusiéramos una
cosa semejante. Pero ella sabe lo beneficiosa que es esta boda para la señorita
Taylor; sabe lo importante que tiene que ser para la señorita Taylor, a su edad,
verse en una casa propia y tener asegurada una vida desahogada, y por lo tanto
no puede por menos de sentir tanta alegría como pena. Todos los amigos de la
señorita Taylor deben alegrarse de que se haya casado tan bien.
-Y olvida usted -dijo Emma- otro motivo de alegría para mí, y no pequeño: que
fui yo quien hizo la boda. Yo fui quien hizo la boda, ¿sabe usted?, hace cuatro
años; y ver que ahora se realiza y que se demuestre que acerté cuando eran
tantos los que decían que el señor Weston no volvería a casarse, a mí me
compensa de todo lo demás.
El señor Knightley inclinó la cabeza ante ella. Su padre se apresuró a replicar:
-¡Oh, querida! Espero que no vas a hacer más bodas ni más predicciones,
porque todo lo que tú dices siempre termina ocurriendo. Por favor, no hagas
ninguna boda más.
-Papá, te prometo que para mí no voy a hacer ninguna; pero me parece que
debo hacerlo por los demás. ¡Es la cosa más divertida del mundo! Imagínate,
¡después de este éxito! Todo el mundo decía que el señor Weston no se volvería
a casar. ¡Oh, no! El señor Weston, que hacía tanto tiempo que era viudo y que
parecía encontrarse tan a gusto sin una esposa, siempre tan ocupado con sus
negocios de la ciudad, o aquí con sus amigos, siempre tan bien recibido en
todas partes, siempre tan alegre... El señor Weston, que no necesitaba pasar ni
una sola velada solo si no quería. ¡Oh, no! Seguro que el señor Weston nunca
más se volvería a casar. Había incluso quien hablaba de una promesa que había hecho a su esposa en el lecho de muerte, y otros decían que el hijo y el tío no le
dejarían. Sobre este asunto se dijeron las más solemnes tonterías, pero yo no
creí ninguna. Siempre, desde el día (hace ya unos cuatro años) que la señorita
Taylor y yo le conocimos en Broadway-Lane, cuando empezaba a lloviznar y se
precipitó tan galantemente a pedir prestados en la tienda de Farmer Mitchell dos
paraguas para nosotras, no dejé de pensar en ello. Desde entonces ya planeé la
boda; y después de ver el éxito que he tenido en este caso, papá querido, no
vas a suponer que voy a dejar de hacer de casamentera.
-No entiendo lo que quiere usted decir con eso de «éxito» -dijo el señor
Knightley-. Éxito supone un esfuerzo. Hubiera usted empleado su tiempo de un
modo muy adecuado y muy digno si durante estos cuatro últimos años hubiera
estado haciendo lo posible para que se realizara esta boda. ¡Una ocupación
admirable para una joven! Pero si es como yo imagino, y sus funciones de
casamentera, como usted dice, se reducen a planear la boda, diciéndose a sí
misma un día en que no tiene nada que pensar: «Creo que sería muy
conveniente para la señorita Taylor que se casara con el señor Weston»,
repitiéndoselo a sí misma de vez en cuando, ¿cómo puede hablar de éxito?,
¿dónde está el mérito? ¿De qué está usted orgullosa? Tuvo una intuición
afortunada, eso es todo.
-¿Y nunca ha conocido usted el placer y el triunfo de una intuición afortunada?
Le compadezco. Le creía más inteligente. Porque puede estar seguro de una
cosa: una intuición afortunada nunca es tan sólo cuestión de suerte. Siempre
hay algo de talento en ello. Y en cuanto a mi modesta palabra de «éxito», que
usted me reprocha, no veo que esté tan lejos de poder atribuírmela. Usted ha
planteado dos posibilidades extremas, pero yo creo que puede haber una
tercera: algo que esté entre no hacer nada y hacerlo todo. Si yo no hubiese
hecho que el señor Weston nos visitara y no le hubiera atentado en mil
pequeñas cosas, y no hubiese allanado muchas pequeñas dificultades, a fin de
cuentas quizá no hubiéramos llegado a este final. Creo que usted conoce
Hartfield lo suficientemente bien para comprender esto.
-Un hombre franco y sincero como Weston y una mujer sensata y sin melindres
como la señorita Taylor, pueden muy bien dejar que sus asuntos se arreglen por
sí mismos. Mezclándose se exponía usted a hacerse más daño a sí misma que
bien a ellos.
-Emma nunca piensa en sí misma si puede hacer algún bien a los demás -
intervino el señor Woodhouse, que sólo en parte comprendía lo que estaban
hablando-; pero, por favor, querida, te ruego que no hagas más bodas, son
disparates que rompen de un modo terrible la unidad de la familia.
-Sólo una más, papá; sólo para el señor Elton. ¡Pobre señor Elton! Tú aprecias
al señor Elton, papá... Tengo que buscarle esposa. No hay nadie en Highbury
que le merezca... y ya lleva aquí todo un año, y ha arreglado su casa de un
modo tan confortable que sería una lástima que siguiera soltero por más
tiempo... y hoy me ha parecido que cuando les juntaba las manos ponía cara de
que le hubiese gustado mucho que alguien hiciera lo mismo con él. Yo aprecio
mucho al señor Elton, y ése es el único medio que tengo de hacerle un favor.