EL señor Weston era natural de Highbury, y había nacido en el seno de una
familia honorable que en el curso de las dos o tres últimas generaciones había
ido acrecentando su nobleza y su fortuna. Había recibido una buena educación,
pero al tener ya desde una edad muy temprana una cierta independencia, se
encontró incapaz de desempeñar ninguna de las ocupaciones de la casa a las
que se dedicaban sus hermanos; y su espíritu activo e inquieto y su
temperamento sociable le había llevado a ingresar en la milicia del condado que
entonces se formó.
El capitán Weston era apreciado por todos; y cuando las circunstancias de la
vida militar le habían hecho conocer a la señorita Churchill, de una gran familia
del Yorkshire, y la señorita Churchill se enamoró de él, nadie se sorprendió,
excepto el hermano de ella y su esposa, que nunca le habían visto, que estaban
llenos de orgullo y de pretensiones, y que se sentían ofendidos por este enlace.
Sin embargo, la señorita Churchill, como ya era mayor de edad y se hallaba en
plena posesión de su fortuna -aunque su fortuna no fuese proporcionada a los
bienes de la familia- no se dejó disuadir y la boda tuvo lugar con infinita
mortificación por parte del señor y la señora Churchill, quienes se la quitaron de
encima con el debido decoro. Éste fue un enlace desafortunado y no fue motivo
de mucha felicidad. La señora Weston hubiera debido ser más dichosa, pues
tenía un esposo cuyo afecto y dulzura de carácter le hacían considerarse deudor
suyo en p**o de la gran felicidad de estar enamorada de él; pero aunque era
una mujer de carácter no tenía el mejor. Tenía temple suficiente como para
hacer su propia voluntad contrariando a su hermano, pero no el suficiente como
para dejar de hacer reproches excesivos a la cólera también excesiva de su
hermano, ni para no echar de menos los lujos de su antigua casa. Vivieron por
encima de sus posibilidades, pero incluso eso no era nada en comparación con
Enscombe: ella nunca dejó de amar a su esposo pero quiso ser a la vez la
esposa del capitán Weston y la señora Churchill de Enscombe.
El capitán Weston, de quien se había considerado, sobre todo por los
Churchill, que había hecho una boda tan ventajosa, resultó que había llevado
con mucho la peor parte; pues cuando murió su esposa después de tres años de
matrimonio, tenía menos dinero que al principio, y debía mantener a un hijo. Sin
embargo, pronto se le libró de la carga de este hijo. El niño, habiendo además otro argumento de conciliación debido a la enfermedad de su madre, había sido
el medio de una suerte de reconciliación y el señor y la señora Churchill, que no
tenían hijos propios, ni ningún otro niño de parientes tan próximos de que
cuidarse, se ofrecieron a hacerse cargo del pequeño Frank poco después de la
muerte de su madre. Ya puede suponerse que el viudo sintió ciertos escrúpulos
y no cedió de muy buena gana; pero como estaba abrumado por otras preocu-
paciones, el niño fue confiado a los cuidados y a la riqueza de los Churchill, y él
no tuvo que ocuparse más que de su propio bienestar y de mejorar todo lo que
pudo su situación.
Se imponía un cambio completo de vida. Abandonó la milicia y se dedicó al
comercio, pues tenía hermanos que ya estaban bien establecidos en Londres y
que le facilitaron los comienzos. Fue un negocio que no le proporcionó más que
cierto desahogo. Conservaba todavía una casita en Highbury en donde pasaba
la mayor parte de sus días libres; y entre su provechosa ocupación y los
placeres de la sociedad, pasaron alegremente dieciocho o veinte años más de
su vida. Para entonces había ya conseguido una situación más desahogada que
le permitió comprar una pequeña propiedad próxima a Highbury por la que
siempre había suspirado, así como casarse con una mujer incluso con tan poca
dote como la señorita Taylor, y vivir de acuerdo con los impulsos de su
temperamento cordial y sociable.
Hacía ya algún tiempo que la señorita Taylor había empezado a influir en sus
planes, pero como no era la tiránica influencia que la juventud ejerce sobre la
juventud, no había hecho vacilar su decisión de no asentarse hasta que pudiera
comprar Randalls, y la venta de Randalls era algo en lo que pensaba hacía ya
mucho tiempo; pero había seguido el camino que se trazó teniendo a la vista
estos objetivos hasta que logró sus propósitos. Había reunido una fortuna,
comprado una casa y conseguido una esposa; y estaba empezando un nuevo
período de su vida que según todas las probabilidades sería más feliz que
ningún otro de los que había vivido. Él nunca había sido un hombre desdichado;
su temperamento le había impedido serlo, incluso en su primer matrimonio; pero
el segundo debía demostrarle cuán encantadora, juiciosa y realmente afectuosa
puede llegar a ser una mujer, y darle la más grata de las pruebas de que es
mucho mejor elegir que ser elegido, despertar gratitud que sentirla.
Sólo podía felicitarse de su elección; de su fortuna podía disponer libremente;
pues por lo que se refiere a Frank, había sido manifiestamente educado como el
heredero de su tío, quien lo había adoptado hasta el punto de que tomó el
nombre de Churchill al llegar a la mayoría de edad. Por lo tanto era más que
improbable que algún día necesitase la ayuda de su padre. Éste no tenía ningún
temor de ello. La tía era una mujer caprichosa y gobernaba por completo a su
marido; pero el señor Weston no podía llegar a imaginar que ninguno de sus
caprichos fuese lo suficientemente fuerte como para afectar a alguien tan
querido, y, según él creía, tan merecidamente querido. Cada año veía a su hijo
en Londres y estaba orgulloso de él; y sus apasionados comentarios sobre él
presentándole como un apuesto joven habían hecho que Highbury sintiese por él
como una especie de orgullo. Se le consideraba perteneciente a aquel lugar
hasta el punto de hacer que sus méritos y sus posibilidades fuesen algo de interés general.
El señor Frank Churchill era uno de los orgullos de Highbury y existía una gran
curiosidad por verle, aunque esta admiración era tan poco correspondida que él
nunca había estado allí. A menudo se había hablado de hacer una visita a su
padre, pero esta visita nunca se había efectuado.
Ahora, al casarse su padre, se habló mucho de que era una excelente ocasión
para que realizara la visita. Al hablar de este tema no hubo ni una sola voz que
disintiera, ni cuando la señora Perry fue a tomar el té con la señora y la señorita
Bates, ni cuando la señorita Bates devolvió la visita. Aquella era la oportunidad
para que el señor Frank Churchill conociese el lugar; y las esperanzas
aumentaron cuando se supo que había escrito a su nueva madre sobre la
cuestión. Durante unos cuantos días en todas las visitas matinales que se
hacían en Highbury se mencionaba de un modo u otro la hermosa carta que
había recibido la señora Weston.
-Supongo que ha oído usted hablar de la preciosa carta que el señor Frank
Churchill ha escrito a la señora Weston. Me han dicho que es una carta muy
bonita. Me lo ha dicho el señor Woodhouse. El señor Woodhouse ha visto la
carta y dice que en toda su vida no ha leído una carta tan hermosa.
La verdad es que era una carta admirable. Por supuesto, la señora Weston se
había formado una idea muy favorable del joven; y una deferencia tan agradable
era una irrefutable prueba de su gran sensatez, y algo que venía a sumarse
gratamente a todas las felicitaciones que había recibido por su boda. Se sintió
una mujer muy afortunada; y había vivido lo suficiente para saber lo afortunada
que podía considerarse, cuando lo único que lamentaba era una separación
parcial de sus amigos, cuya amistad con ella nunca se había enfriado, y a
quienes tanto costó separarse de ella.
Sabía que a veces se la echaría de menos; y no podía pensar sin dolor en que
Emma perdiese un solo placer o sufriese una sola hora de tedio al faltarle su
compañía; pero su querida Emma no era una persona débil de carácter; sabía
estar a la altura de su situación mejor que la mayoría de las muchachas, y tenía
sensatez y energía y ánimos que era de esperar que le hiciesen sobrellevar fe-
lizmente sus pequeñas dificultades y contrariedades. Y además era tan
consolador el que fuese tan corta la distancia entre Randalb y Hartfield, tan fácil
de recorrer, el camino incluso para una mujer sola y en el caso y en las
circunstancias de la señora Weston que en la estación que ya se acercaba no
pondría obstáculos en que pasaran la mitad de las tardes de cada semana
juntas.
Su situación era a un tiempo motivo de horas de gratitud para la señora
Weston y sólo de momentos de pesar; y su satisfacción -más que satisfacción-,
su extraordinaria alegría era tan justa y tan visible que Emma, a pesar de que
conocía tan bien a su padre, a veces quedaba sorprendida al ver que aún era
capaz de compadecer a «la pobre señorita Taylor», cuando la dejaron en
Randalls en medio de las mayores comodidades, o la vieron alejarse al
atardecer junto a su atento esposo en un coche propio. Pero nunca se iba sin
que el señor Woodhouse dejara escapar un leve suspiro y dijera:
-¡Ah, pobre señorita Taylor! ¡Tanto como le gustaría quedarse!
No había modo de recobrar a la señorita Taylor... Ni tampoco era probable que
dejara de compadecerla; pero unas pocas semanas trajeron algún consuelo al
señor Woodhouse. Las felicitaciones de sus vecinos habian terminado; ya nadie
volvía a hurgar en su herida felicitándole por un acontecimiento tan penoso; y el
pastel de boda, que tanta pesadumbre le había causado, ya había sido comido
por completo. Su estómago no soportaba nada sustancioso y se resistía a creer
que los demás no fuesen como él. Lo que a él le sentaba mal consideraba que
debía sentar mal a todo el mundo; y por lo tanto había hecho todo lo posible
para disuadirles de que hiciesen pastel de boda, y cuando vio que sus esfuerzos
eran en vano hizo todo lo posible para evitar que los demás comieran de él. Se
había tomado la molestia de consultar el asunto con el señor Perry, el boticario.
El señor Perry era un hombre inteligente y de mucho mundo cuyas frecuentes
visitas eran uno de los consuelos de la vida del señor Woodhouse; y al ser
consultado no pudo por menos de reconocer (aunque parece ser que más bien a
pesar suyo) que lo cierto era que el pastel de boda podía perjudicar a muchos,
quizás a la mayoría, a menos que se comiese con moderación. Con esta opinión
que confirmaba la suya propia, el señor Woodhouse intentó influir en todos los
visitantes de los recién casados; pero a pesar de todo, el pastel se terminó; y
sus benevolentes nervios no tuvieron descanso hasta que no quedó ni una
migaja.
Por Highbury corrió un extraño rumor acerca de que los hijos del señor Perry
habían sido vistos con un pedazo del pastel de boda de la señora Weston en la
mano; pero el señor Woodhouse nunca lo hubiese creído.