En cuanto entró en la entrada de la mansión, aparcó el coche. Noté que no apagaba el contacto, sino que se quedaba sentado. Una lágrima se había abierto paso por mi cheque antes de que me la limpiara con dureza y lo mirara.
—Tenías razón, ¿vale? No tengo a nadie. No tengo casa. No tengo familia. No tengo un amor, ni un querer. Nadie me quiere. ¿Vale? Tenías razón—. Grité mientras las lágrimas empezaban a caer por mis mejillas. Todas las emociones que tenía reprimidas desde el funeral empezaron a salir de mí.
—Nadie me quiere—sollocé antes de continuar: —¡Y estoy tan malditamente acostumbrada!
Lo miré, pero no pude distinguir mucho debido a las lágrimas que me nublaban la vista.
—Estoy acostumbrada a que la gente no me quiera. A veces, cuando me miro al espejo, ni siquiera me quiero a mí misma—, murmuré mientras otro sollozo salía de mi garganta.
Sin darme cuenta de que estaba sufriendo un completo colapso mental delante de un extraño psicótico, aparté la mirada y miré por la ventana.
—¿Cómo llamarías a una muerte dolorosa?—preguntó. Mi llanto se detuvo mientras giraba la cabeza para mirarle.
—¿Qué? —pregunté. Si quería matarme, debería hacerlo. Ya no tengo nada por lo que vivir, y tal vez sea yo la dramática, pero no encuentro una razón para querer vivir.
—No voy a matarte—, dijo. Le miré a los ojos, buscando la verdad. Probablemente debido a la intimidación, aparté la mirada y la dirigí hacia las manos que tenía posadas en el regazo.
—¿Qué quieres? —le pregunté. Mi voz era irreconocible. Era como si tuviera miedo de mi propia voz. Había un ligero recuerdo en la tristeza de mi voz, un recuerdo de cuando mi padre decía que estaba bien. Si él supiera que nada está bien, que nada de esto está bien.
—Responde a mi pregunta—, dijo su voz oscura y escalofriante.
—¿Y si no quiero?—me atreví a preguntar. Su actitud era demasiado tranquila. Tan tranquilo que daba miedo. Era difícil descifrar qué pasaba exactamente por su mente.
Todo sucedió demasiado rápido, su mano agarró su barbilla causando dolor donde colocaba sus dedos. El corazón me latía demasiado rápido en el pecho haciendo que mi respiración se quedara entrecortada.
—¿No quieres?— Preguntó con demasiada calma. Me di cuenta de que estaba poniendo a prueba su paciencia y de que la rabia que retenía estaba a punto de salir.
Respondiendo a su pregunta, negué con la cabeza. ¿Así que quieres morir?
Se rió. Mostró sus dientes blancos como perlas e incluso un hoyuelo se abrió paso en su mejilla, pero tan pronto como apareció... desapareció. Acercándome, me miró fijamente a los ojos mientras la ira se arremolinaba en sus orbes.
—Te estoy dando una decisión, Arabella. Si eliges no decidir, pase lo que pase, te enfrentarás a las consecuencias. ¿Entendido?— Preguntó con un acento muy marcado. Me di cuenta de que, cuando se enfadaba, se oía su lado italiano.
Me quité la barbilla de encima y moví la mano para abrir la puerta. Su mano, muy tatuada, entró en contacto con la mía y la apartó del picaporte.
—He sido demasiado amable contigo—, dijo. Secándome las lágrimas que me habían quedado en la mejilla, aparté la mirada de él. La verdad es que lo único que quería era salir del coche y dejar que la depresión hiciera de las suyas conmigo. Si no fuera por Vincet en este momento, iría a hacer exactamente eso.
—Sólo quiero que me dejen en paz—, le supliqué, esperando que captara la desesperación en mi voz. Su mirada se clavó en la mía durante mucho tiempo. El nerviosismo que sentía casi me produce escalofríos.
Entonces se acercó a mí y empujó la puerta. Apoyé el pie en el suelo preparándome para salir, pero volvió a agarrarme la barbilla y me obligó a mirarle.
—Las consecuencias son tuyas—, murmuró antes de soltarme y volver a arrancar el coche. Me apresuré a abrir aún más la puerta antes de salir. Lo último que quería era que cambiara de opinión y me obligara a seguir respondiendo a sus preguntas místicas.
Al darme la vuelta, vi cómo su coche salía de la entrada y bajaba por la calle con un ronroneo. Mi mente ni siquiera intentó comprender adónde se dirigía mientras entraba de nuevo en la casa.
Mis pies vagaban solos. Dijeron que mi casa era el segundo piso, el piso de Vincet. Nada tenía sentido. Mi mente volvió a pensar en lo que había dicho el marido de mi madre, el señor Romano, esperemos que disfrute de su regalo.
No hacía falta ser un genio para saber quién era, pero yo solo sabia que —su regalo— no se refería a mí. Mordiéndome el labio, pasé por delante del despacho de Angelo y lo primero que quise fue entrar en él.
Retrocediendo, se produjo una ligera g****a que me permitió contemplar su interior. Por suerte para mí, Angelo no aparecía por ninguna parte. Puse la mano en el pomo de la puerta y la abrí lentamente. Contemplé el pasillo antes de entrar apresuradamente en el despacho y cerrar la puerta tras de mí.
Automáticamente, me acerqué a su escritorio y lo primero que me llamó la atención fue una carpeta negra. En ella ponía —para él—. Al abrirla, había fotografías de chicas. Sonreían y mostraban su felicidad detrás de ellas. Al hojear varias fotos, mis ojos se fijaron en la de una de las chicas con un charco de sangre a su alrededor.
Justo cuando iba a mirar más, el pomo de la puerta empezó a girar. A una velocidad inhumana, salí corriendo hacia el mostrador y me senté en uno de los asientos de cuero.
Angelo entró con una sonrisa en la cara, y en cuanto sus ojos se cruzaron con los míos, se convirtió en una mueca.
—Arabella, ¿qué haces aquí?
Me revolví el pelo hacia el otro lado de la cabeza mientras le miraba. El corazón me latía tan rápido en el pecho que sentía que se me iba a salir. Puse una sonrisa tranquila en mi cara y negué con la cabeza.
—Nada. Sólo te estaba buscando. Este lugar es tan enorme que no quería perderme, así que decidí quedarme aquí hasta que volvieras.
Mi mentira era decente. Mi voz parecía calmada y honesta. A decir verdad, no sabía que fuera tan buena mentirosa. Sus ojos se entrecerraron sospechosamente mientras rodeaba su escritorio y se sentaba en su silla.
—¿En qué puedo ayudarte, amor?—me preguntó. Mi mente se quedó en blanco. Ya era bastante difícil inventar esa mentira, ahora tenía que inventar algo que pudiera querer de él.
—Tengo una semana más de escuela. Todavía me gustaría asistir esa semana si te parece bien—, la mentira escapó de mi boca antes de que pudiera detenerla. Aunque no era del todo mentira. Todavía me queda una semana de clases.
—Puedes. Eso es algo que podrías haber hablado con Vincet—afirmó. Tirando de mi labio entre los dientes, mi mente buscó algo más que pudiera decir para hacer todo esto un poco más convincente.
—Vincet se fue y no sé cuánto tiempo estará fuera. Mañana son las clases y necesitaba una respuesta antes—, le dije. Buen trabajo, Arabella. Que alguien me dé un Oscar.
Se acercó a su escritorio y se apoyó en él.
—No te creo. Dime, ¿qué querías de verdad?
Al principio había pensado que mi corazón bombeaba desenfrenadamente dentro de mi pecho, ahora siento como si estuviera a punto de sufrir un infarto. Hay algo seriamente mal en esta familia.
—Ya te lo he dicho. Que decidas creerlo o no depende de ti—murmuro más para mí misma, esperando que no haya oído las palabras que salen de mi boca. A veces, desearía que ese filtro mío hiciera su aparición.
Gracias a mi increíble suerte, me ha oído. Su sonrisa creció mientras se inclinaba hacia delante haciendo que el olor de su aliento a menta me abanicara la cara.
—Eres muy graciosa—. No bromeaba.
—¿Quieres fisgonear? Sólo tenías que pedírmelo, Arabella. Tus deseos serán siempre órdenes para mí—le dijo, con esa estúpida sonrisa de satisfacción en la cara. Cogió la carpeta que yo estaba mirando y me la tiró al regazo. Todo el contenido salió volando por el suelo y se desparramó sobre mí.
—¿Qué es todo esto?— pregunté, haciéndome la tonta. Recogiendo la foto que había visto antes, jadeé como si nunca la hubiera visto. Me observaba como un halcón, estudiando cada una de mis reacciones.
—Deja de fingir. Sé que la has visto. Te estoy dando la oportunidad de hacer preguntas, de ser la joven entrometida que eres. No la desperdicies con tu mala actuación—, me dijo. Le miré antes de acercarme para coger otra foto de otra chica con sangre alrededor, parecida a la otra.
—¿Quiénes son estas chicas?— le pregunto. Mi corazón quería llorar por ellas. Las suposiciones que empezaron a surgir en mi mente sólo hicieron que el miedo que golpeaba mis emociones se multiplicara.
—La primera era Tara Hills—, me respondió. Mis ojos volvieron a la primera chica que había visto. Luego, continuó, —la otra, Kaitlyn Miller.
—¿Qué les pasó?— pregunté. Mis ojos volvieron a todas las fotos que me rodeaban. Había más y más. Cada nueva foto que aparecía hacía que mi corazón latiera un poco más rápido. La ansiedad me invadía por completo. Sentía que apenas podía respirar.
Le oí reírse ligeramente. Se agachó y cogió la foto. Con una sonrisa en la cara, respondió:
—Vincet.
En ese momento, mis ojos captaron una foto mía.