CAPÍTULO IV

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CAPÍTULO IV —Oh, señorita, ¡se ve usted preciosa! La pequeña doncella, de cofia almidonada y delantal lleno de volantes, unió las manos con arrobada admiración. —Basta ya, Gladys— dijo el ama de llaves con voz aguda, pero añadió— Gladys tiene razón, señorita. Es usted una novia de en- sueño, sin duda alguna. Melinda casi no podía creer que la imagen que reflejaba el espejo fuera realmente la suya. El largo velo de encaje de Bruselas, que caía por encima de la amplia falda de su vestido, enmarcaba su rostro y la hacía verse casi etérea. Se veía tan menuda, tan frágil, que daba la impresión de que iba a desvanecerse en el aire, como si fuera un personaje escapado de un sueño. Se preguntó qué sentiría en ese momento si, en realidad, fuera a casarse con alguien a quien ella amara y quien

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