Tres horas más tarde, Melinda se encontraba de pie en una ele- gante tienda de modas de la calle Bond, sintiendo que sus piernas ya casi se negaban a sostenerla. Había dejado de hacer preguntas sobre por qué iba a necesitar tanta ropa y de preocuparse de quién iba a pagar por ella. La señora Harcourt la había llevado a la tienda y le había dado a la propietaria, madame Mercier, una serie de instrucciones: —Los vestidos para los próximos días deben ser muy elegantes, atractivos y distinguidos, para que pueda seguirlos usando después. El traje de novia, muy discreto, como el que usaría la más correcta de las damas nobles. Vine a su tienda, madame porque sé que viste a las más distinguidas damas. Me dijeron que la Duquesa de Melchester compra todos sus vestidos aquí. —Así es— contestó mada